Por Javier Marías |
Hoy, sin embargo, juega pobremente, está casi descartado en la Liga y no
promete llegar lejos en esa Copa de Europa (aunque, como se le ha dado tan bien
siempre, nunca se sabe). La hinchada y la prensa están furiosas, desprecian al
entrenador y a los jugadores. A mi modo de ver no pasa nada si un equipo padece
una mala racha después de tantos triunfos. ¿Qué más se puede pedir? Es natural
que el nivel no sea siempre el mismo, más aún tras la marcha del excelente
entrenador Zidane y del máximo goleador del club en toda su historia,
Cristiano. Lo angustioso del fútbol es que nada de lo logrado importa, que el
pasado no existe aunque sea muy reciente, que las mayores gestas no bastan si
no tienen continuidad inmediata ni se repiten indefinidamente. Si yo fuera
futbolista, viviría desesperado y atemorizado: “El domingo metí tres goles,
pero si hoy no meto ninguno, esos tres no servirán de nada y seré abucheado”.
El difunto Luis Aragonés lo expresó sin ambages hace mucho tiempo: “Aquí sólo
vale ganar y ganar y ganar y ganar. Y ganar y ganar y ganar y ganar…” Así hasta
el infinito, una espantosa tarea de Sísifo, cuyo mito ya no sé si conoce mucha
gente.
Lo que no era de esperar, sin embargo, es lo que
podría llamarse la “futbolización” del mundo, en todos los ámbitos. Las
personas tienen cada vez más la sensación de que cuanto hacen es inútil… a no
ser que lo hagan una y otra vez, que lo sigan haciendo. Si uno presta un favor,
por ejemplo, rara vez sucede lo de antes: ese favor no se olvidaba y uno
atesoraba una dosis de agradecimiento por parte del favorecido. Ahora es más
bien una trampa en la que uno cae o se mete. Si ha hecho un favor, debe hacer
también el próximo, y el otro, y el siguiente. Los precedentes cuentan poco o
no cuentan: están en el pasado, y del pasado quién se acuerda. Y si alguien se
acuerda, es para exigir que uno esté a la altura, que vuelva a cumplir como si
eso se hubiera convertido en una obligación adquirida. Alguna vez he relatado
lo que a menudo me ocurre cuando se me pide una colaboración que no me interesa
ni me apetece y a la que accedo por simpatía o por cortesía. Es frecuente que,
al cabo de un tiempo, el solicitante al que complací vuelva a la carga. Y si mi
respuesta es No a la segunda, no es raro que el insistente, lejos de mostrarse
agradecido por la ocasión anterior y comprender que ha abusado, monte en cólera
por mi negativa. “Si me escribió usted un texto, ¿cómo osa negarme otro? Si se
plegó a la primera, le toca plegarse siempre”. Exagero, claro, pero esa es la
actitud en el fondo.
Algo semejante ocurre en todas las actividades. El
escritor George R. R. Martin acaba de publicar
una gruesa novela, al parecer una “precuela” de su famosa serie. Desconozco la
calidad de su prosa, pues no le he leído una línea; pero admiro sobremanera su
capacidad imaginativa, tras ver por segunda vez, seguidas, las temporadas de la
serie Juego de tronos, en previsión de la última. Ese hombre
ha completado ya una obra ingente que, en sus versiones literaria o televisiva,
nos ha proporcionado placer a millones. En una entrevista reciente, el pobre
Martin se lamentaba de que, nada más sacar esta voluminosa novela que le había
costado esfuerzo, no pararan de preguntarle: “¿Para cuándo la próxima entrega
de Cantar de hielo y fuego?” (Que es como debería haberse
traducido su ciclo, más conocido ya como Juego de tronos.)
Muchos de sus lectores no le aprecian lo ya hecho, ni se lo agradecen. Lo
consideran poco menos que un esclavo a sus órdenes, que no debería descansar.
Sus Copas de Europa alzadas no sirven. Hasta tienen el mal gusto, esos lectores
despóticos, de regañarlo por su gordura. No es que les preocupe su salud por
afecto; simplemente temen quedarse sin la resolución de la historia si Martin
palma antes de concluirla. Es puro egoísmo, sin un ápice de gratitud ni de
estima. Esto es algo generalizado, el caso de este autor es tan sólo el más
extremo, dada la repercusión planetaria de su obra.
A nadie le computa haber ya cumplido con creces. Nadie puede pararse y decirse:
“Es suficiente; y además, me he cansado”. Si tiene esa flaqueza, sus logros
anteriores serán borrados al instante. Y lo vemos en todos los niveles: cuando
alguien dimite o es destituido de un cargo, sea el de ministra o el de cajera
del supermercado, se le agradecen someramente “los servicios prestados” y a lo
sumo recibe una palmadita en la espalda poco sentida. Cuanto hizo no cuenta…
desde el momento en que ya no lo sigue haciendo. He dicho que el fútbol y su
insatisfacción permanente han teñido el mundo, pero quizá sea más bien el capitalismo
más salvaje y demente, el que pide más y más y más, y más beneficios un año
tras otro hasta que nos muramos… Es como para pararse y no hacer nada.
© El País Semanal
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