Por Mario Vargas Llosa |
La policía zarista capturó muy pronto a la banda, menos
a Necháiev, que había huido a Suiza; pero fue extraditado y murió en prisión en
1882.
Una de las buenas cosas
que resultaron de ese crimen fue Los demonios, la
novela de F. M. Dostoievski, que acabo de releer luego de muchos años, y que
aquel escribió para mostrar su agrio rechazo de quienes, como la banda de
Necháiev, creían que mediante la violencia podían resolver los problemas
políticos y sociales, y, de una manera más general, buscaban fuera de Rusia, en
la Europa culta, los modelos que a su juicio debía importar su país para
convertirse en una sociedad moderna, próspera y democrática. Él era entonces,
cuando hablaba de política, un “reaccionario”, muy en contra de quienes, como
Herzen y Turguénev, sostenían que para salir del despotismo zarista y la
barbarie social, Rusia debía “europeizarse”, volverse laica, romper con el
oscurantismo religioso y optar por gobiernos elegidos en vez del anacronismo
zarista. Estas habían sido las convicciones del Dostoievski joven, cuando era
miembro del Círculo Petrashevski, de ideas socialistas, que en 1849 fue
arrasado por la policía de Nikolai I, y él mismo condenado a ser ejecutado por
fusilamiento. De hecho, fue víctima de un simulacro de ejecución y luego pasó
cuatro años en Siberia. Lo ayudó a sobrevivir de aquella experiencia una
conversión religiosa y una adhesión a las tradiciones populares y, se diría, un
rechazo que lindaba con la xenofobia hacia toda aquella corriente intelectual
“europeísta” que veía en los socialistas utópicos, como Saint-Simon, Fourier,
Proudhon y Louis Blanc, las ideas y principios que podían salvar a Rusia del
atraso y la injusticia en que estaba sumida.
Como Balzac, cuando
escribía novelas, el “reaccionario” Dostoievski dejaba de serlo y se volvía
alguien muy distinto; no precisamente un progresista, pero sí un enloquecido
libertario, alguien que exploraba la intimidad humana con una audacia sin
límites, escarbando en las profundidades de la mente o del alma (para designar
de alguna manera aquello que sólo mucho después Freud llamaría el
subconsciente) las raíces de la crueldad y la violencia humanas. En Los demonios se advierte de manera clarísima esta
extraordinaria transformación. No hay duda que Sergéi Necháiev es el modelo que
sirvió a Dostoievski para construir al personaje de Stépan Trofímovich
Verjovenski, un ideólogo más o menos estúpido que para salvar a la humanidad
está dispuesto primero a desaparecerla con crímenes, incendios y atrocidades
diversas.
¿Pero, y al extraordinario Nikolái Stavroguin, el
verdadero héroe de la novela, de dónde lo sacó? Para escribir ese capítulo, La vida de un gran pecador, a
Dostoievski no le bastaba recorrer el espectro de los tipos políticos, sociales
o intelectuales de su tiempo; era indispensable que cerrara los ojos, se
abandonara a la intuición y a la imaginación que, en su caso, como en el de
Balzac, eran siempre más importantes que las ideas, y se dejara guiar por sus
propios fantasmas hasta las raíces mismas de la crueldad humana, donde moran el
espanto, las horribles tentaciones, aquellos demonios que, en la vida
cotidiana, pasan muchas veces desapercibidos detrás de las buenas maneras que
dictan las convenciones. Llamo “héroe” a Stavroguin porque creo que es uno de
los personajes más genialmente concebidos en la historia de la literatura, pero
muy consciente de que es la encarnación del mal, de todo lo que puede haber de
repulsivo en un ser humano, un verdadero demonio. Como Balzac, tolerando a la
hora de escribir sus novelas que sus instintos e intuiciones prevalecieran
sobre sus convicciones, Dostoievski trazó en Los demonios una
radiografía que permite a los seres humanos descubrir los fondos más tortuosos
e indómitos de la personalidad, y la secreta raíz de buena parte de las
ignominias que desafían a diario en todo el mundo aquello que llamamos la
civilización, el frágil puentecillo en el que ésta se balancea sobre ese abismo
estruendoso donde anidan los espantos.
Estoy en una pequeña aldea suiza rodeada de nieve,
montañas y lagos, donde la vida parece muy sosegada y apacible; pero releer
este libro soberbio me enseña que no debo confundir las apariencias con
realidades, las que, a menudo, están a años luz de aquellas. Estos discretos
caminantes y muchachas que hacen gimnasia con los que cambio venias y saludos
en las mañanas, podrían, como el carismático Nikolái Stavroguin de la novela,
clavarme un cuchillo por la espalda y echar luego mi cadáver a los perros o
comérselo ellos mismos.
La novela me enseña
también que en manos de los viejos maestros todo ya se inventó hace años y
siglos, y que las vanguardias suelen “revolucionar” las formas que ya habían
sido revolucionadas una y mil veces por los clásicos. En Los demonios, la
astucia con que está concebido el narrador es deslumbrante, pero es
dificilísimo comprobarlo cuando uno está capturado por el hechizo de la
historia, por su lento y absorbente desarrollo. A primera vista la novela está
narrada por un narrador personaje, don Antón Lavréntievich, un joven solterón
que frecuenta los salones de Varvara Petrovna, es amigo de algunos personajes
como Kirillov, Shatov y Piotr Verjovenski y se siente incluso muy atraído por
Liza Tushina, aunque nunca se atreve a decírselo. Un narrador-personaje da un
testimonio cercano de la historia, pues se cuenta a la vez que cuenta, pero
también tiene sus limitaciones, pues sólo puede narrar aquello que ve, oye o le
dicen, y no puede seguir a los otros personajes cuando se apartan de él y se
repliegan en la intimidad. Sin embargo, de pronto, ya avanzada la novela, el
lector descubre que aquel narrador-personaje se ha volatilizado y ha sido
reemplazado por otro, el narrador omnisciente, capaz de narrar aquello que
aquel no vio ni pudo ver ni saber, como son las sensaciones, emociones y
pensamientos de los demás personajes cuando se alejan del que narra. Que haya
dos radores en la novela no incomoda en absoluto la lectura, es posible que
muchísimos lectores ni siquiera lo adviertan, por la sutil manera en que se
producen las mudas entre uno y otro narrador, que se alternan para contar la
historia con tanta sabiduría. Sólo olvidándose de la historia y concentrándose
en la manera que está contada se notan estos tránsitos. Y estas dos
perspectivas desde las que la historia se cuenta son complementarias, acercan y
alejan la visión, subrayando los silencios, las distancias y las emociones
mediante las cuales el narrador mantiene la atención subyugada del lector.
Cuando Dostoievski comenzó a escribir Los demonios, a
fines de 1869, estaba en Dresde, profundamente disgustado de su experiencia
europea y lleno de nostalgia por su tierra natal. Creía estar escribiendo algo
así como una diatriba contra la violencia política, pero su novela resultó
mucho más que eso, una exploración profunda de la intimidad humana, de todas
las violencias que padecemos y cometemos y se han cometido y cometerán. Él,
cuando no escribía, creía que la salvación de Rusia estaba en buscar el remedio
en su propia historia, en sus creencias y en su tradición. A sus lectores nos
dejó, sin embargo, con la sensación de que, pura y simplemente, siendo los
seres humanos lo que somos, no hay salvación.
© El País (España) / © Mario Vargas Llosa
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