sábado, 23 de febrero de 2019

¿¡Hay alguien más ahí!?

Por Carlos Ares(*)
Un hombre cae por un precipicio. Logra aferrarse a una rama. Pide socorro a los gritos. Ruega por ayuda. De pronto, escucha una voz grave, atronadora: “¿Me llamabas?”. El hombre se estremece. Mira hacia arriba, pregunta: “¿¡Hay alguien ahí!?”. La voz, retumba: “Soy tu Dios, aquí va una nube para que ella te eleve hasta mí”. El hombre duda, no ve ninguna nube.

La voz, potente, autoritaria, ordena: “¡Confía en mí! ¡Súbete a la nube!”. El hombre, colgado de la rama, estira el cuello desesperado, grita: “¿¡Hay alguien más ahí!?”

Reírse de los dioses incita las pesadillas. Esa noche me perseguían perversos de toda calaña. Fanáticos religiosos, pastores evangelistas, el Papa con la pollera recogida, Juan Grabois, Gustavo Vera, Eduardo Valdés, miembros del Opus Dei, militantes contra la legalización del aborto, cientos de curas pedófilos encabezados por Grassi. Doblé en una esquina y quedé atrapado en el callejón sin salida de una campaña electoral. ¿Qué hacer?

Atrás, la turba de sotanas, cruces, antorchas, maldiciones, pecados, culpas, se relamía y babeaba a la espera de trozar y repartirse mi alma perdida, fuera de su control. Adelante, un coro incesante de viscosos sapos viejos emergiendo de cloacas, oliendo a muerto, me pedían ser besados, masticados y tragados para librarse del maleficio que les permitiría luego convertirse en príncipes herederos. Sentía en la espalda el calor de las llamas del infierno que prometían los cruzados. En la cara, el aliento fétido de declaraciones y discursos de panelistas y candidatos. Gemía, sollozaba, forcejeaba, pero no podía escapar de la trampa. ¿Qué hacer?

Al apartar las sábanas, no quedaban fantasmas. El aire fresco de la mañana, el tiempo demorado en preparar café, la casa en silencio, todo lo que nos trae de regreso desde el otro mundo cada día, hizo su efecto. Nada impedía salir y seguir. Esa noche, después de una previa de ducha, cena ligera y copa de vino, aventurado ya en la lectura de una novela del irlandés John Connolly, protegido por el detective Charlie Parker, no había razón alguna para temer el regreso de los muertos vivos.

El sueño tranquilo duró poco. En bolas, bóxer, camiseta, pijama, con aire, sin aire, a pata ancha, de costado, boca abajo, acogotando a la almohada, son tiempos complicados para soñar como se debe. Solo el modo cucharita, abrazado a otro cuerpo, alivia en parte la fatiga y el estado de ansiedad. Sapos y fanáticos retomaron la persecución. Escapaba nuevamente de ellos cuando tropecé y caí en un bache profundo. La calle parecía ser Libertad. Alcancé a ver, difuminado, el palacio de los Tribunales. ¿Será esta la famosa grieta?, pensé. Tirando manotazos al vacío, logré aferrarme a una ramita débil que asomaba como última esperanza de las catacumbas judiciales. La caída se detuvo. Quedé colgado, bamboleándome entre el ser y la nada, a la espera de que me condenaran a la hoguera. Ya no volvería a contar el cuento.

Abajo, el pozo no parecía tener fondo. Arriba, solo un pedacito de cielo. ¿Qué hacer? Reconocí las caras que se asomaban a la depresión.  Boudou, Mauro Viale, De Vido,  Guillermo Moreno, Alfredo Olmedo, Aníbal Fernández, Espert, Massa, Víctor Hugo Morales, Baby Etchecopar, Roberto Navarro, Cúneo, Moyano, Barrionuevo, periodistas, políticos, empresarios, sindicalistas millonarios. Las versiones del peronismo se unían para operar las redes sociales con las que pretendían salvarme. Tiraban consignas con anzuelos, bajaban una línea de adhesión al pasado. Inmóvil, mudo, pedí socorro. 

El grito se disparó como una bengala. La luz del verano resplandecía en toda la casa. Amanecí feliz. Había encontrado el conjuro para espantarlos. Esa noche añadí la fórmula a la rutina: ducha, copa, cena liviana, cama, novela –nunca tele –, cucharita, y susurro a las sombras:  “¿¡Hay alguien más ahí!?”. Alcancé a verlos cuando eran ellos los que huían a lomo de rata.   

(*) Periodista

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