Por Carlos Ares(*) |
La
voz, potente, autoritaria, ordena: “¡Confía en mí! ¡Súbete a la nube!”. El
hombre, colgado de la rama, estira el cuello desesperado, grita: “¿¡Hay alguien
más ahí!?”
Reírse de los dioses incita las pesadillas. Esa noche me
perseguían perversos de toda calaña. Fanáticos religiosos, pastores
evangelistas, el Papa con la pollera recogida, Juan Grabois, Gustavo Vera,
Eduardo Valdés, miembros del Opus Dei, militantes contra la legalización del
aborto, cientos de curas pedófilos encabezados por Grassi. Doblé en una esquina
y quedé atrapado en el callejón sin salida de una campaña electoral. ¿Qué
hacer?
Atrás, la turba de sotanas, cruces, antorchas, maldiciones,
pecados, culpas, se relamía y babeaba a la espera de trozar y repartirse mi
alma perdida, fuera de su control. Adelante, un coro incesante de viscosos
sapos viejos emergiendo de cloacas, oliendo a muerto, me pedían ser besados,
masticados y tragados para librarse del maleficio que les permitiría luego
convertirse en príncipes herederos. Sentía en la espalda el calor de las llamas
del infierno que prometían los cruzados. En la cara, el aliento fétido de
declaraciones y discursos de panelistas y candidatos. Gemía, sollozaba,
forcejeaba, pero no podía escapar de la trampa. ¿Qué hacer?
Al apartar las sábanas, no quedaban fantasmas. El aire
fresco de la mañana, el tiempo demorado en preparar café, la casa en silencio,
todo lo que nos trae de regreso desde el otro mundo cada día, hizo su efecto.
Nada impedía salir y seguir. Esa noche, después de una previa de ducha, cena
ligera y copa de vino, aventurado ya en la lectura de una novela del irlandés
John Connolly, protegido por el detective Charlie Parker, no había razón alguna
para temer el regreso de los muertos vivos.
El sueño tranquilo duró poco. En bolas, bóxer, camiseta,
pijama, con aire, sin aire, a pata ancha, de costado, boca abajo, acogotando a
la almohada, son tiempos complicados para soñar como se debe. Solo el modo
cucharita, abrazado a otro cuerpo, alivia en parte la fatiga y el estado de
ansiedad. Sapos y fanáticos retomaron la persecución. Escapaba nuevamente de
ellos cuando tropecé y caí en un bache profundo. La calle parecía ser Libertad.
Alcancé a ver, difuminado, el palacio de los Tribunales. ¿Será esta la famosa
grieta?, pensé. Tirando manotazos al vacío, logré aferrarme a una ramita débil
que asomaba como última esperanza de las catacumbas judiciales. La caída se
detuvo. Quedé colgado, bamboleándome entre el ser y la nada, a la espera de que
me condenaran a la hoguera. Ya no volvería a contar el cuento.
Abajo, el pozo no parecía tener fondo. Arriba, solo un
pedacito de cielo. ¿Qué hacer? Reconocí las caras que se asomaban a la
depresión. Boudou, Mauro Viale, De
Vido, Guillermo Moreno, Alfredo Olmedo,
Aníbal Fernández, Espert, Massa, Víctor Hugo Morales, Baby Etchecopar, Roberto
Navarro, Cúneo, Moyano, Barrionuevo, periodistas, políticos, empresarios,
sindicalistas millonarios. Las versiones del peronismo se unían para operar las
redes sociales con las que pretendían salvarme. Tiraban consignas con anzuelos,
bajaban una línea de adhesión al pasado. Inmóvil, mudo, pedí socorro.
El grito se disparó como una bengala. La luz del verano
resplandecía en toda la casa. Amanecí feliz. Había encontrado el conjuro para
espantarlos. Esa noche añadí la fórmula a la rutina: ducha, copa, cena liviana,
cama, novela –nunca tele –, cucharita, y susurro a las sombras: “¿¡Hay alguien más ahí!?”. Alcancé a verlos
cuando eran ellos los que huían a lomo de rata.
(*) Periodista
©
Perfil.com
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