Por Carmen Posadas |
El otro argumento, más exitoso e
infalible aún, es el de la Cenicienta. Cenicienta son, por ejemplo, Pretty
woman, también Betty la fea o la protagonista de Cincuenta
sombras de Grey, así como incontables heroínas de novela rosa.
Pero
tampoco la gran literatura está falta de Cenicientas, porque qué otra cosa son
si no las protagonistas de Orgullo y prejuicio, Sentido y
sensibilidad o Jane Eyre. Si funciona tan bien en
literatura es porque este arquetipo fascina también en la vida real y –mal que
nos pese a las mujeres que pretendemos poner en valor otros talentos de
nuestras congéneres– el casarse ‘bien’ sigue considerándose un rotundo éxito
femenino. Cada día se admira más a quien lo consigue, supongo que promocionado
por las revistas de chismes, los medios de comunicación y ese enorme patio de
vecinas que es Internet, en el que la norma es ensalzar, jalear y elevar a los
altares los ‘valores’ –llamémoslos así– más facilones y carentes de mérito de
la sociedad.
Quienes
han estudiado el arquetipo de la Cenicienta dicen que su fascinación obedece a
dos razones. La primera, que con él se rompen las barreras sociales y
cualquiera puede ser Cenicienta (o Ceniciento). La segunda es que no hace falta
ser muy inteligente, tampoco tener formación alguna, ni un aspecto físico
despampanante, como bien puede comprobarse al ver algunos y algunas de los
recién llegados a este exitoso club.
¿Será
por eso que Meghan Markle ha sido la persona más buscada en Google en 2018?
Evidente que sí. Tiene todos los condicionantes para encarnar tan infalible
arquetipo. Divorciada, hecha a sí misma, de extracción humilde y, además,
mulata, lo que añade un interesante y posmoderno plus al relato. Como yo
tampoco soy del todo inmune a este tipo de historia, me interesó mucho observar
su aterrizaje en las cortes del Saint James. Comprobar, por ejemplo, lo bien
que empleaba sus dotes de actriz para encarnar a la perfecta princesita de
cuento. Fue ponerse en el dedo su anillo de compromiso, confeccionado con
diamantes que pertenecieron a Lady Di, y Meghan pasó de un día para
otro de minifaldas de vértigo a recatados vestiditos midi; de
cruzar las piernas como hace todo el mundo a la incomodísima pero muy royal postura
de cruzar los tobillos; de ser animalista declarada y usar vaqueros
veganos a cazar el zorro. Y tan convincente ha sido su actuación que se ha
convertido en el miembro más popular de la familia, la más fotografiada, la más
admirada y elegante, muy por delante de su cuñada Catalina, a la que algunos
pasaron a llamar Boring Kate. Y da igual que cinco ayudantes hayan dimitido
cansados de los infinitos caprichos de la recién llegada. Da igual que tenga un
genio de mil demonios que parece rechiflar a su marido y desesperar al resto de
la familia (incluida la suya propia, con la que apenas se trata). Son las
prerrogativas de las Cenicientas; mientras gocen del fervor popular y la gente
las adore, el hechizo perdura y nadie se da cuenta de que su carroza (y ella
misma) es una calabaza. Por cierto, hablando de objetos redondos y rotundos.
¿No podrían los responsables de protocolo que la asisten explicarle que es una
facha y un modo bastante infantil de proclamar a los vientos que ha pescado un
príncipe ir todo el rato acariciando y sobando su panza premamá en público?
Sospecho
que se lo habrán advertido mil veces, pero hay gestos que lo dicen todo. Y para
mí este lo que dice es que, después de unos meses de jugar a la princesita de
cuento y plegarse, muy dócil ella, al estricto protocolo real, ahora que es el
miembro más popular de la familia empezará a hacer las cosas a su manera. Me da
pena la reina, la verdad. A los noventa y tres años no está una para un
nuevo annus horribilis.
© XLSemanal
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