Por Santiago Kovadloff |
Por debajo de las previsibles promesas de campaña que una
vez más florecerán en primavera y del despliegue festivo e irremediable de
cálidos abrazos, profusión de besos y sonrisas, que sembrarán los competidores
de esa hora, late y latirá la indócil realidad. Y, con ella, urgencias
dramáticas. Más aún en un país como el nuestro, que, en tantas cosas, evoca los
tumbos de El barco ebrio, de Arthur
Rimbaud.
Con su habitual sensatez, Jesús Rodríguez recordó en días
recientes que "el capitalismo es alérgico a la incertidumbre. En
democracia, la previsibilidad y las reglas de juego deben ser provistas por
acuerdos que superen los horizontes temporales de los mandatos de los
gobernantes". Es decir, se trata de ir hacia las tareas del presente desde
consensos programáticos que alienten la estabilidad futura.
¿Serán posibles? ¿Sabrá preponderar, en este año decisivo,
la confluencia necesaria sobre la disidencia usual? ¿Quiénes tendrán el coraje
de buscar el encuentro donde hasta hoy dominó la división? ¿O seguiremos
haciendo del país un hueso disputado por la perrada?
Si los cómputos de la próxima elección presidencial
favorecieran la opción de quienes, sin acordar en todo, se mostraron capaces de
buscar consensos en defensa del sistema, habrá tenido lugar un cambio cultural
más que auspicioso, tanto en la clase política como en la sociedad. Con él, por
lo demás y en lo que hace al oficialismo, se hará oír la exigencia de
profundizar la línea de acción del Gobierno. Es que, de ganar, Cambiemos deberá
afianzar la credibilidad de su gestión donde hasta ahora no lo ha hecho.
Habrá entonces, por un lado, evidencia de la conformidad con
lo bien cumplido hasta aquí, que no solo no es poco, sino fundamental: el
federalismo dejó de ser una ausencia crónica. Ya contamos con una Justicia que
empieza a operar a fondo. Ya nos encaminamos hacia instituciones menos
debilitadas y con logros de infraestructura que solo la insensatez o el
fanatismo pueden subestimar. Pero, a la vez, hay y habrá mayor demanda de
eficiencia en razón de lo adeudado. Y menos tiempo para demostrar que se sabe
cómo proceder. Habrá que encaminar la economía sin más vueltas; restaurar nuestra
moneda, ese símbolo elocuente de nuestra fragilidad. Habrá que hacer de la
educación el centro de un proyecto de desarrollo sostenido. De la cultura, una
herramienta para la construcción de civismo. Habrá que atenuar más y más la
desigualdad si se quiere a la población convertida en ciudadanía. Habrá que
terminar con la instrumentación política de la pobreza, capitalizada hasta hoy
por la demagogia y el narcotráfico. Habrá por fin que dejar de homologar el
entusiasmo indispensable que debe caracterizar a toda gestión política con la
inconsistente alegría de quienes confunden la necesidad de un mensaje
convincente con una terapia de rehabilitación.
El desafío es mayúsculo. Tarea de varias décadas. De
gobiernos sucesivos capaces de atenerse a políticas de Estado compartidas. Pero
mientras la política sea entendida como un ejercicio de autosuficiencia no
habrá margen para programas de acción de esta índole. La conquista del poder
seguirá desatando, como siempre, una guerra de facciones. Por eso, dejar atrás
el maniqueísmo alguna vez será el logro político más alto de la Argentina
contemporánea.
Hay una reflexión reciente de Eduardo van der Kooy que
impone una pregunta. Dice él: "Macri ganó [las elecciones de 2015] con una
construcción electoral paciente que se alimentó del hastío y el rechazo que la
expresidenta concretó en amplias franjas de la sociedad". ¿Volverá a ser
así en 2019? No solo así. Contribuirá en gran medida a que así sea el hecho de
que Cristina Fernández de Kirchner sigue siendo idéntica a sí misma y por eso
tan poco confiable donde importa preservar el respeto por la libertad y asentar
la intendencia de la ley. El Gobierno, a su vez, demostró aptitud para avanzar
en el afianzamiento de una y otra. Y en lo que hace a la seguridad, también,
por mucho que falte a este respecto.
Hay por lo demás en la Argentina corporaciones que han logrado
combatir con éxito el fortalecimiento de la democracia pues en él vieron un mal
negocio. Siempre les ha ido bien donde ella no prosperó. Por eso, lo que aún a
los tropezones el Gobierno anda buscando no las atrae. Más aún: las preocupa y
prefieren que las aguas vuelvan a correr por su cauce tradicional. No
necesariamente son golpistas. Son conservadores de la peor calaña. Y entre sus
integrantes se cuentan no solo sindicalistas y políticos, sino también
empresarios, gente poderosa que no encuentra los ideales democráticos
congruentes con sus propios intereses.
Si volviera a ganar las elecciones el actual presidente de
la Nación, tendrá que mostrarse capaz de rehabilitar expectativas que él mismo
despertó y frustró.
En el caso de la expresidenta, lo pendiente es de otra
índole. Nada adeuda a quienes la siguen, a no ser la radicalización de lo que
ya se hizo. El error, asegura ella, es ajeno a su labor de gobierno. Entre el
error y el terror, dicen en cambio quienes la prefieren definitivamente lejos del
poder, hay algo más que una letra de diferencia.
No se trata, pues, de disidencias lógicas entre quienes
aspiran a vivir dentro un mismo sistema político. El torneo electoral del
próximo octubre será una pugna entre dos concepciones de lo político. Entre dos
modos de concebir la política que son incompatibles entre sí. Entre dos ideales
de ciudadanía. Entre dos argentinas posibles.
El futuro de la exmandataria y de buena parte de su elenco
de dirigentes de ayer y de hoy depende enteramente del fracaso de Cambiemos.
Obstruirlo en todo lo que emprenda y, en especial, en lo que hace a la Justicia
y a su política económica es, para todos ellos, fundamental.
¿Y el peronismo? Viejo zorro en el arte de ganar a cualquier
precio, hoy se deja ver desorientado. Husmea, tantea, especula. Cada uno de sus
fragmentos se sueña totalidad. Se quiere alternativa y no actor de reparto.
Oscila entre la urgencia que podría desembocar en el mero rejunte y la
segmentación que acaso solo sirva para promover una diáspora mayor. El
desenlace de esta obra, sin embargo, parece reducirse a la intervención de dos
figuras estelares. Entre ellas, dicho sea de paso, habrá de todo menos
interlocución.
En tal caso, la disputa por el poder seguirá dos
direcciones. Una es la de aquellos que buscan volver a imponer el pasado y
profundizar su arraigo. La segunda, la de quienes aspiran a probar que es
posible otro futuro que el de la restauración de lo sucedido. Aún es temprano
para discernir cuál será la resolución de esta disyuntiva. Pero no lo es para
saber qué riesgos vale la pena correr y cuáles no.
©
La Nación
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