Un buen número de grandes escritores sufrieron rechazos editoriales en
el comienzo de sus carreras literarias.
Por Cristian Vázquez
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A modo de
epígrafe, la primera parte de uno de los poemas más citados de Roberto Bolaño:
Rechazos de
Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad
también de
Alfaguara, Mondadori. Un no de Muchnik,
Seix Barral,
Destino…
Todas las
editoriales… Todos los lectores…
Todos los
gerentes de ventas…
“Mi carrera
literaria”, se titula el poema, y está fechado —dato vital— en octubre de 1990,
cuando el autor chileno había publicado ya poesía y un par de novelas, pero
cuando faltaban todavía varios años para que se convirtiera en un
auténtico boom.
2
No solo la
de Bolaño, por supuesto, sino casi todas las carreras literarias están cosidas
a rechazos. Se ha escrito bastante acerca del rechazo editorial y cómo afrontarlo. Existen incluso listas de
los libros y los autores más rechazados. Según la web LitHub, el libro más rechazado de la
historia es la novela Irish Wine, del estadounidense Dick Wimmer:
obtuvo un no como respuesta en 162 ocasiones. Se publicó por
fin en 1989, más de 25 años después de que Wimmer comenzara su búsqueda de
editor. Superó así los 22 años que, cuenta la leyenda, pasó Gertrude Stein a la
espera de que alguien quisiera publicar sus poemas. Una espera durante la cual
recibió cartas de rechazo como esta que le remitió el editor
londinense Arthur C. Fifield el 19 de abril de 1912, en la cual parodiaba el
estilo repetitivo de Stein incluso un año antes de que ella escribiera su verso
más famoso: “Rosa es una rosa es una rosa es una rosa”.
“Solo soy uno, solo uno, uno solo —anotó el
editor—. Solo un ser, uno al mismo tiempo. Ni dos, ni tres, sino uno solo. Una
sola vida que vivir, solo sesenta minutos en una hora. Un solo par de ojos, un
solo cerebro. Solo un solo ser. Siendo uno solo, teniendo solo un par de ojos,
un solo tiempo, una sola vida, no puedo leer su manuscrito tres o cuatro veces.
Ni siquiera una. Un solo vistazo es suficiente, solo uno. A duras penas se
vendería un solo ejemplar. Uno solo. Uno solo.
Muchas gracias. Le devuelvo el manuscrito por
correo certificado. Un solo manuscrito en un solo correo.”
Si hablamos
no de la obra sino del autor con el récord de rechazos, el ganador indiscutido
es el armenio-estadounidense William Saroyan. Según el libro The Savvy
Negotiator: Building Win-win Relationships, de William Fosdick Morrison
(publicado en 2006), Saroyan recibió unas 7.000 notas de rechazo antes de
publicar su primer trabajo. El español Íñigo García Ureta, en su hermoso Éxito.
Un libro sobre el rechazo editorial (2010), apunta que la montaña de
notas de rechazo acumulada por Saroyan medía más de setenta centímetros de
altura. Una montaña digna de verse.
3
También se
han narrado muchísimas anécdotas de rechazos editoriales. Referiré aquí dos no
tan conocidas: una feliz y una triste.
La primera
la contó el escritor argentino Gabriel Báñez en un artículo titulado “El coleccionista de rechazos”. Transcribía
allí los términos en que Ivonne, una crítica y lectora francesa que trabajaba
para Ediciones de la Flor, en Buenos Aires, a mediados de los años ochenta, dio
cuenta de un manuscrito suyo: “No tiene argumento, carece de tema u objetivo,
no hay protagonista, tampoco tensión y ni siquiera se destaca por un estilo”.
Ante todas esas carencias, la conclusión de Daniel Divinsky, el responsable de
la editorial, fue clara: “Quiero leerla”. Y no solo la leyó, sino que también
la editó. “En el supuesto de que sea una novela, Góndolas es
un texto extraño y fascinante”, empieza el texto de la contratapa del libro en
cuestión, texto escrito tal vez por el propio Divinsky. Dos décadas después,
Báñez recordaba:
“Es probable que en aquel entonces Ivonne tuviera
algo de razón. Es más que probable, los números de ventas del libro al final se
la dieron. De todos modos, los noes rotundos y consecuentes de su lectura —suma
de signos menos, matemáticamente hablando— crearon o favorecieron las
condiciones para su publicación”.
La anécdota
triste es la de El Gatopardo, la extraordinaria novela de Giuseppe
Tomasi di Lampedusa, rechazada entre 1956 y 1957 por Mondadori y Einaudi, las
dos más grandes editoriales italianas de la época. El caso es que no fue
exactamente así: el escritor Elio Vittorini, quien leyó la novela para
Mondadori, “recomendó a la editorial que lo tuviese en cuenta —explicó
Gioacchino Lanza Tomasi, primo y asistente de Lampedusa—; pero la desgracia
quiso que el burócrata de turno, en lugar de enviar al autor una respuesta
dilatoria, devolviese el texto mecanografiado junto con la nota habitual en
esos casos”.
El Gatopardo no tardó mucho en publicarse: la editó la
flamante Feltrinelli en octubre de 1958. La historia es triste porque Giuseppe
Tomasi di Lampedusa se murió demasiado pronto: en julio de 1957, a los sesenta
años. Si aquel ignoto burócrata no se hubiese equivocado, al menos hubiese
muerto con la expectativa concreta de que su texto llegaría a ser un libro.
4
De todas
formas, Tomasi estaba convencido de que había escrito una gran novela y en su
fuero interno debía saber que tarde o temprano se iba a
publicar. Porque parece claro que, como señaló el escritor Joan Kahn (también
citado por García Ureta en Éxito):
“Si uno sabe lo que hace acabará invariablemente
encontrando a un editor o una editora que también sabe lo que hace. Tal vez
lleve algunos años, pero no hay que rendirse. La de escribir es una actividad
solitaria no solo porque a diario debes sentarte solo en una habitación con tus
cosas durante horas y horas, mes tras mes, año tras año, sino porque después de
tanta sangre, sudor y lágrimas aún debes encontrar a alguien que respete lo
suficiente lo que has escrito para dejarlo como está y publicarlo. Y esto es
así con la primera novela y con la trigesimotercera.”
Lo difícil,
claro, es saber si lo que uno ha escrito es bueno de verdad. Todos los textos
sobre el rechazo aconsejan no darse por vencido y dan ánimos recordando los
casos de Proust, Joyce, García Márquez, J. K. Rowling, Bolaño y muchos otros
que, antes de publicar, tuvieron que aprender a convivir con el no de los
editores (u otros que no lo aprendieron, como John Kennedy Toole). Pero el
hecho de que grandes libros hayan sido rechazados alguna vez no quiere decir
que todos los manuscritos rechazados vayan a ser grandes libros. “Los editores
son caprichosos y se equivocan con frecuencia, pero que se equivoquen con
frecuencia no significa que se hayan equivocado en tu caso”, dice Malcolm Otero
Barral, escritor y editor, también citado en Éxito. Y García Ureta
puntualiza: “Toda queja por haber sido rechazado es fruto de la vanidad. Tu
caso no es una excepción”. Conviene no olvidarlo nunca.
5
Una
conclusión me parece indudable: si alguien deja de escribir a causa de la
decepción por no encontrar a nadie que quiera editar su obra, la escritura no
era lo suyo. No hay nada malo en eso. Tal vez se haya acercado a la escritura
en busca de alimentar su ego, o de ganar dinero, o de tener más éxito con las
mujeres o con los hombres o con ambos, o de cualquier otra de las fantasías que florecen en torno a la
literatura. Pero escribir no sirve para nada de eso. La escritura no es un
medio sino un fin. Rilke expresó, con otras palabras, una idea: si puedes vivir
sin escribir, no escribas. Rodolfo Walsh la calificó de “chiste idiota”, y tal
vez lo sea. Pero podríamos decir, en cambio: si no puedes vivir sin publicar,
entonces no escribas. Y se me ocurre que ahí hay algo más de razón.
A modo de
colofón, el final del poema “Mi carrera literaria”, de Roberto Bolaño:
Bajo el
puente, mientras llueve, una oportunidad de oro
para verme a
mí mismo:
como una
culebra en el Polo Norte, pero escribiendo.
Escribiendo
poesía en el país de los imbéciles.
Escribiendo
con mi hijo en las rodillas.
Escribiendo
hasta que cae la noche
con un
estruendo de los mil demonios.
Los demonios
que han de llevarme al infierno,
pero
escribiendo.
©
Letras Libres
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