Por Rosa Montero
Aunque soy una ferviente partidaria de las nuevas
tecnologías, siempre he dicho que, en ese terreno, aún estamos en la
época del Oeste sin ley, con hordas de facinerosos cabalgando a su aire,
aterrorizando a los pacíficos y linchando a los indefensos.
Los expertos
coinciden en señalar el brutal empeoramiento que han supuesto las redes en el
campo del acoso social. Antes, los individuos
marginados y maltratados en su trabajo o en clase, conseguían dejar atrás a sus
verdugos al salir de la oficina o del colegio; podían tener islas de
tranquilidad, refugios personales, una porción de sus vidas segura y protegida.
Ahora, en cambio, el linchamiento les persigue allí a donde van. No hay piedad
ni descanso en la burla y el dolor. El acoso sin tregua de las redes es tan
destructivo que empuja a los más frágiles hasta el abismo. Niños y adolescentes
que se suicidan, hombres y mujeres que se sumen en profundas e irrecuperables
depresiones.
Las nuevas tecnologías poseen, en efecto, una zona de tinieblas pavorosa, un lado
oscuro peor que el de Darth Vader. Porque además de ese hervidero de matones
virtuales hay un aluvión de mentiras cochinas que recorre las redes con
crepitar de incendio. ¿Y qué podemos hacer frente a las fake news y al griterío
violento y amargo de Internet? Pues acostumbrarnos y educarnos; colocar las
cosas en su justo lugar; civilizar los modos; aislar a los dañinos. Creo que se
trata simplemente de una cuestión de tiempo: tenemos que aprender a movernos
dentro de estas nuevas formas de comunicación. Y, a decir verdad, me parece que
estamos empezando a entenderlo.
El ser humano es un animal profundamente social. No
existe para nosotros una vida plena que no sea una vida con los otros. El
aislamiento enloquece, la soledad absoluta destruye. Necesitamos de manera
esencial que nuestro entorno nos quiera y nos acepte, y por eso los
linchamientos de las redes resultan tan dañinos. Los
griegos antiguos, que conocían muy bien el alma humana, utilizaron
la pena del ostracismo (diez años de destierro) como poderosa arma de defensa
contra aquellos que consideraban peligrosos, y creo recordar que algún pueblo
indígena americano practicaba el aterrador castigo de la muerte social: nadie
volvía a hablar con el individuo condenado, nadie parecía advertir su
presencia, como si hubiera fallecido. Tal vez podamos empezar a aplicar
recursos semejantes para civilizar las redes.
Debería haber una asignatura en los colegios que
enseñara a los niños desde pequeñitos un código ético y práctico para manejarse
en Internet. En primer lugar, una sana desconfianza radical de los datos que
lleguen por las redes sin más confirmación ni referencia: que nuestro punto de
partida sea la incredulidad. Y después, y es esencial, dejar de dar tanta
importancia a los mostrencos que rugen en el espacio cibernético. Verán, por lo
general en nuestras vidas reales nos las apañamos bastante bien para ir
construyendo nuestra comunidad de amigos y conocidos; evitamos y repudiamos a
la gente zafia y agresiva, y si por casualidad coincidiéramos en un bar con un
parroquiano vociferante y bruto que se pusiera a dar puñetazos en la barra, a
nadie en su sano juicio se le ocurriría contestarle. Antes, al contrario, lo ignoraríamos
y sentiríamos por él desprecio o incluso lástima. Pues bien, si en el mundo
tangible actuamos así, ¿por qué contestamos en Internet y les damos el valor de
interlocutores a esos energúmenos aporrea mostradores?
No estoy hablando de las personas que tienen
opiniones diferentes a las tuyas, y con las que se puede y debe debatir
(esforcémonos en cultivar la difícil disciplina de escuchar a aquellos que
piensan distinto), sino de todos esos trolls llenos
de violencia y bilis negra, esos provocadores que sueltan burradas justamente
para que les contestes y difundas, porque los algoritmos de todas las redes
muestran más las publicaciones que obtienen más interacciones. O sea, que
cuando respondes a un cenutrio iracundo le estás divulgando y fortaleciendo.
¡Pero si la mayoría de los trolls no
tienen ni medio centenar de seguidores! Ya lo dice el refrán: el mejor
desprecio es no hacer aprecio. Ostracismo para defendernos de los bárbaros.
© El País (España)
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