Por Arturo Pérez-Reverte |
Jamás me niego a viajar allí, y a menudo lo
busco yo mismo; y cada vez lo hago sumergiéndome en esa ciudad formidable llena
de nombres, palabras y resonancias españolas; paseándola desde el Lungomare y
el puerto hasta las librerías de Port’Alba, desde la Fetrinelli de Chiaia hasta
Porta Nolana.
En
ninguna ciudad me han intentado estafar, mentir y robar tanto como en Nápoles.
En ninguna parte del mundo que no estuviera en guerra anduve nunca con tantas
precauciones, mirando atrás tantas veces, como al internarme en la añeja
topografía del Barrio Español. Sin embargo, nunca fui tan feliz paseando como
lo soy allí, dispuesto a pagar, con lo que el azar me imponga, el privilegio de
sentirme napolitano un viernes o un sábado por la noche, por ejemplo, cuando
aquello es un laberinto de motos a toda velocidad entre las que te juegas la
vida mientras el Nápoles secular se echa a la calle. Cuando debes hacerte a un
lado a toda prisa para evitar que te atropelle una Vespino conducida por un
crío de doce años que lleva a su hermano pequeño de pie entre el asiento y el
manillar y, sentada detrás, a su hermana mayor con otros dos mocosos, casi
bebés, sobre las rodillas.
Esta
mañana camino por otro de mis lugares favoritos: la via Pignasecca hasta Porta
Medina, bulliciosa de gente al pie de Montecalvario. Lo hago parándome a leer
admirado, como siempre, las esquelas funerarias pegadas en las paredes junto a
los altarcitos con vírgenes y flores de plástico –Serenamente si é spenta la
cara existenza di Bruno Palermo, detto Mastroianni–, o disfrutando con los
magníficos, irrepetibles nombres que rotulan los comercios: Pasticceria Armando
Scartuchio, Salumería Tagliacozzi, o una tiendecita cuyo nombre –apellido de su
propietario– sería imposible en otro lugar del mundo: Pizzería Vitto
Pitagórico.
Estoy
en via Pignasecca, como digo, oliendo a carne, verdura, pescado y pizza
caliente; sumergido en la multitud que compra, habla, discute, se abronca o
ríe: matronas con su carrito, abuelos a los que envuelven doscientos gramos de
mortadela o que fuman mientras ven pasar a la gente, fulanos tatuados y con
rapados imposibles a los que no querrías encontrar en un callejón oscuro,
mujeres de belleza densa y espesa, desgarradas, agresivas, típicas de los
barrios populares. El rumor de colmena mezclado con bocinas de motos y
automóviles, y toda esa luz mediterránea que se cuela entre decrépitos palacios
de hace tres o cuatro siglos en los que, mezclados sin complejos en salones
antiguos convertidos en humildes apartamentos, conviven decadentes apellidos
aristocráticos con el pueblo más llano imaginable, como si todo Nápoles siguiera
siendo un bucle sin final. Una película continua de Vittorio de Sica.
Y para
corroborar todo eso, o parte de ello, veo que entre la multitud que llena la
calle intenta avanzar una furgoneta; y que el conductor, un hombre joven, va
muy despacio porque delante de él camina un viejecito que no se da cuenta y no
se aparta. Y en vez de darle un bocinazo o gritarle por la ventanilla, como
harían en tantos otros lugares, el conductor sigue detrás un largo trecho,
paciente, esperando a que el abuelete se aparte. Y apenas dejo atrás la
furgoneta me encuentro delante del mostrador fascinante de una pescadería,
admirando la frescura de lo allí expuesto pese a lo cargado del gentío y del
ambiente, e intento imaginar a un inspector de sanidad de los que vigilan las
normas comunitarias europeas, enfrentándose a aquello. Y mientras hago eso,
imaginarme parado al inspector con su libreta y su boli, el pescadero coge un
cubo de agua de dudosa procedencia y, sin cortarse un pelo, lo arroja por
encima de cuanto tiene en el mostrador; dándole, en efecto, ese aspecto de
frescura y recién pescado que tanto me atrajo antes. E imagino entonces al
inspector de sanidad, que tal vez estaría a punto de preguntar algo al
pescadero, de pedirle un certificado o algo así, quedarse a medio decirlo, con
la libreta y el bolígrafo en alto, y luego cerrar la boca, guardar la libreta y
largarse discretamente, casi de puntillas. Pensando que los del consejo de
sanidad de Bruselas, o como se llame lo que hay allí, no tienen ni puta idea
del mundo y de la vida real. De Nápoles, como digo. De mi Nápoles.
© XLSemanal
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