Por Eduardo Fidanza
Como sabemos, en la democracia contemporánea la agenda desplaza a la
historia, la táctica prevalece sobre la estrategia, el espectáculo coloniza la
política, las redes de comunicación redefinen los mensajes. Estas tendencias
recrudecen en la Argentina, donde se prepara una campaña electoral parecida a
un certamen deportivo entre dos colosos.
Un enorme aparato mediático y político
quiere anticipar el epílogo cuando todavía se está escribiendo el prólogo.
Pretende escenificar la gloria o el infierno, una alternativa atrayente e
inexorable a la que nadie es ajeno. Esta disyunción, diseñada por expertos,
conmueve el corazón popular. La política no fascina, pero la final del mundo,
sí. Si lograran imponerla, la de Macri versus Cristina cautivará tanto como un
Boca-River.
Con estos antecedentes, es probable que la discusión de los problemas
estructurales del país pase a segundo plano durante la campaña. La relevancia
la acapararán los atributos de los candidatos, las acusaciones, las réplicas,
los golpes de efecto, las promesas, los sondeos de opinión. Sin embargo, la
elección presidencial de 2019 tiene una singularidad que podría cambiar el
libreto convencional: ocurrirá al cabo de una crisis económica profunda y bajo
un duro programa de ajuste del FMI. Esto no constituye una novedad puesto que
desde su creación hasta 2006, cuando se le pagó la deuda pendiente, la
Argentina estuvo bajo la auditoría del organismo durante casi cuatro décadas,
con distintos regímenes políticos e invariable repudio social. La historia es
conocida: a lo largo de ese período el FMI siguió los mismos criterios,
promoviendo políticas ortodoxas para estabilizar la economía mediante la
reducción del gasto público, la disminución del valor del salario, la apertura
del comercio, la desregulación del mercado financiero y la privatización de
diversas actividades económicas. Los resultados de su intervención fueron
siempre controversiales. Pero el país no pudo prescindir de esa amarga
medicina.
Más allá del rechazo que suscitó y de sus polémicas recetas, ¿qué
significa la presencia del FMI en medio de una elección presidencial a esta
altura de nuestra historia? En los términos de la lectura que se propone aquí,
implica que los problemas estructurales nos pisarán los talones en plena
campaña electoral. La publicidad y los eslóganes no podrán ocultar las
contrariedades que evoca el Fondo: déficit fiscal, inflación, emisión
monetaria, aumento del gasto público, desequilibrio del comercio exterior,
magnitud de la deuda, depreciación de la moneda. En definitiva, los indicadores
de las crisis cíclicas del capitalismo argentino, que pueden discernirse ya en
1890, cuando el gobierno evaluaba la situación con estas palabras tan
familiares a pesar de que transcurrieron 130 años: "La crisis afecta a las
industrias, el comercio, y a todas las clases sociales, y a las fuentes de
producción y consumo. La cotización del oro a 300% provoca la escasez, la
ruina, la miseria y el hambre". Considerando esta circunstancia, Miguel
Cané le escribía en 1891 a Roque Sáenz Peña una frase conmovedoramente actual:
"Compadezco a los hombres que gobiernen este país dentro de un año".
Ante esta historia repetida hasta la náusea, solo los que prefieren
victimizarse o imaginan que es posible subsistir fuera del capitalismo pueden
desechar la imperiosa agenda de reformas necesarias para modernizar la
Argentina. Si nos libera, sigamos detestando al Fondo, pero hagámoslo con
lucidez, aceptando que su presencia es el recordatorio ingrato de las tareas
pendientes. Y de nuestra incapacidad para afrontarlas sin tutelas. El FMI no es
el problema, es la sal en la herida. El país está estancado, no posee moneda ni
fuentes genuinas de financiamiento. Hasta que demuestre voluntad de
recuperarlas -empleando rigor, perseverancia y consenso político- no podrá
participar con plenitud en el comercio y las finanzas internacionales. Y menos
aún plantearse dos cuestiones decisivas: la educación y la innovación
tecnológica, de las que depende hoy el futuro de las naciones.
Suena un eco en el siglo XXI: the game is over para la
improvisación argentina. No hay más tiempo para seguir divagando. Ni dinero
para financiarlo. El Gobierno, por clarividencia o realismo, asumió la premura
de este soplo en la nuca. Los problemas estructurales irresueltos se le
impusieron con la fuerza del hecho social que describió Durkheim. Sabe que no
podrá eludirlos durante la campaña ni los alejará con reportajes edulcorados u
otras sensiblerías que sus asesores le preparen al Presidente.
Pero si no quiere ser objeto de la compasión de la que hablaba Miguel
Cané, el peronismo tampoco podrá desconocer lo que significa el FMI ni decir,
livianamente, que se lo sacará de encima. El futuro fulminará a los
descendientes de Perón si no logran descifrar pronto sus rasgos y demandas. En
cambio, si las entendieran y les tocara gobernar, acaso afronten el crucial
desafío de reconciliar al pueblo con la implacable evolución de la historia.
© La Nación
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