Por Carmen Posadas |
Son
buenos tiempos para ser mujer. Es verdad que aún nos quedan batallas por ganar,
como la igualdad en los sueldos, poner freno a la violencia de género y otras
metas que de momento parecen inalcanzables, pero, según esta palabra que tanto
se oye de un tiempo a esta parte, todo lo que hacemos, decimos, vestimos o
leemos nos empodera más cada día.
Como
siempre que una palabra se a-podera (que no se em-podera) del habla común, uno
se pregunta de dónde viene y por qué de pronto se usa tanto. Según el periódico
inglés The Guardian, ’empoderar’ –refiriéndose a la idea de hacer
poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido– se popularizó en
los Estados Unidos en los años setenta en referencia a las personas de color.
Más adelante, ya en los ochenta y noventa, el término pasó a utilizarse en
relación con las mujeres y niñas del Tercer Mundo. Se hablaba entonces, por
ejemplo, de recaudar fondos para enviar computadoras a escuelas de la India de
manera que se lograra «empoderar a las niñas hindúes a través de su conocimiento
de la informática».
La
palabra ’empoderar’, por tanto, en un principio, y esa es aún su definición en
los diccionarios, es algo que un tercero hace para ayudar a una persona o a un
colectivo de modo que pueda valerse por sí mismo. Es curioso señalar que este
término, que ahora creemos un neologismo derivado del inglés, figuraba ya en
los diccionarios españoles de los siglos XVI y XVII. Sin embargo fue poco a
poco desplazado por los términos ‘apoderar’ y ‘apoderamiento’. Tan en desuso
cayó que en 2001 desaparecería del Diccionario de la RAE.
Sin
embargo, mientras moría en español, empezó a usarse cada vez con más frecuencia
en lengua inglesa, en especial en sociología política, con el antes mencionado
sentido de ayudar a un colectivo a alcanzar un poder que antes le era vetado.
Así volvió a nuestra lengua y, desde 2005, está incluido en el Diccionario
panhispánico de dudas, por entenderse que tiene una acepción más amplia que
la palabra ‘apoderar’, puesto que no solo da poder a algo o a alguien, sino que
pretende reparar o solventar una carencia o injusticia.
Pero,
como el lenguaje es caprichoso y va a su aire, ahora resulta que un término que
se circunscribía al terreno de la sociología política y tenía como significado
ayudar a otros, en la actualidad, gracias a la publicidad y con el
aliento de un feminismo malentendido, se ha convertido en un verbo solipsista,
un sinónimo de narcisismo y autoindulgencia: si como chocolate negro
ochenta por ciento cacao, practico triatlón o leo un libro de Fulanita o
Menganita, ya estoy empoderada. O como Kim Kardashian tuiteó no hace mucho
junto a un selfi suyo en toples: «Me desnudo para empoderar a las niñas y
mujeres del Tercer Mundo». Que les pasen esta receta a las niñas hindúes antes
referidas. A ver qué cara se les pone al ver que, en vez de ayudarlas a
desarrollar una destreza que pueda convertirlas en autosuficientes, se les dice
que se empoderarán muchísimo dándole un ‘me gusta’ a la multimillonaria Kim
Kardashian o comiendo bombones.
Las
palabras nunca son inocentes y, si se desvirtúan y desempoderan, valga el
palabro, es porque reflejan un cambio en la sensibilidad de la sociedad que las
utiliza. Por eso, al margen de lo estomagante que pueda resultar el vocablo, es
muy significativo –y también descorazonador– que una palabra que antes entrañaba
solidaridad y ayuda real a mujeres en situaciones difíciles sirva ahora solo
para vender fajas y masajear el ego de mujeres como yo, es decir, de los
colectivos femeninos más privilegiados y que menos lo necesitan.
© XLSemanal
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