Por James Neilson |
No
somos kirchneristas, dicen, de tal modo asegurándonos que
preferirían que la Argentina no compartiera el destino catastrófico de
Venezuela, pero tampoco somos macristas que, como todos saben, son
sujetos crueles e ineptos que están sacrificando al pueblo en aras de una teoría
económica que privilegia la disciplina fiscal por encima de la justicia social.
De tal
modo, quieren hacer pensar que representan una alternativa auténtica,
una “tercera vía”, que nos ahorraría tanto las calamidades que a buen seguro
perpetraría otro gobierno de Cristina y sus cómplices, como los rigores
inhumanos del interminable ajuste macrista. ¿Pero qué, exactamente,
harían los racionales si alcanzaran el poder? Por motivos comprensibles, son
reacios a entrar en detalle. Puesto que no les sería dado modificar la dura
realidad, lo más probable sería que la eventual gestión de un presidente salido
del peronismo relativamente sensato se asemejara mucho a la de Mauricio Macri. A lo sumo, sería más “gradualista”
hasta que los mercados decidieran que sería mejor que se apurara.
Para
alivio del ingeniero, hace poco la estrella más fulgurante de su equipo, María Eugenia Vidal, puso fin a la
especulación en torno a la conveniencia, o no, de “desdoblar” las elecciones para
que la buena imagen que ha conseguido en su distrito y en el resto del país no
se viera eclipsada por la presencia cercana de su jefe. Según los especialistas
que se dedican a auscultar el estado de ánimo del electorado, en especial de la
parte sustancial que vive como puede en los barrios malsanos del Gran Buenos
Aires, Mariú suma y Mauricio quita, de suerte que independizarse le
aportaría votos valiosos pero haría más difícil la reelección presidencial.
Sin embargo, como ella misma entiende muy bien, le sería pesadillesco
gobernar la Provincia mientras haya alguien como Cristina o Sergio Massa en la
Casa Rosada, razón por la que la variante insinuada por sus estrategas
electorales de La Plata no le resultó del todo atractiva.
Sea
como fuere, para extrañeza de los habituados al carácter ciclotímico de la
política nacional y a la influencia que en su opinión debería tener el bolsillo
a la hora de votar, Macri sigue siendo el favorito para triunfar en las
elecciones que se celebrarán la primavera venidera. Siempre y cuando
no aparezca un cisne negro que, es de suponer, tendría que brindar la impresión
de encarnar las cualidades reconfortantes que están procurando exhibir aquellos
peronistas que quieren convencernos de que se han desvinculado de Cristina
aunque, en algunos casos, como el de Massa y, tal vez, de Miguel Ángel Pichetto, están dispuestos a
negociar con ella, Macri tiene derecho a confiar en que el temor a volver al
pasado será suficiente como para permitirle permanecer en el cargo que ocupa
por cuatro años más.
El
presidente corre con ciertas ventajas. Además de estar al mando del Estado
nacional que, entre otras cosas, reparte mucho dinero o su equivalente entre
los necesitados, Macri se ha visto beneficiado por los cambios
recientes del clima político. Como confirman a su modo los peronistas
“racionales” que aspiran a desbancarlo, hoy en día el fanatismo no rinde tanto
como antes, lo cual plantea a sus adversarios un problema engorroso. Para
llamar la atención a su propia moderación, éstos tendrán que criticarlo con
cautela, absteniéndose de usar los epítetos tremendos que muchos políticos se
han acostumbrado a emplear para descalificar por completo a sus rivales, dando
a entender que son miserables al servicio de alguna que otra potencia siniestra
que están resueltos a destruir al país y no, como a menudo es el caso, personas
que pueden tener ideas equivocadas pero que así y todo se preocupan por el bien
común. Así pues, aunque quienes se creen presidenciables se saben
obligados a diferenciarse de Macri, a esta altura entenderán que no sería de su
interés exagerar. Desgraciadamente para ellos, la sutileza florentina
exigida por los tiempos que corren nunca ha sido su fuerte.
Para
derrotar a Macri, a los peronistas presuntamente moderados – y por ahora no hay
señales de que esté por conformarse una fuerza capaz de romper el incipiente
sistema bipartidario que se ha improvisado –, les sería forzoso
persuadir a mucha gente de que sea posible superar de otro modo que el elegido
por el gobierno la crisis sistémica o estructural en que el país se ve
atrapada desde la Gran Depresión mundial de los años treinta del siglo pasado.
No les
será fácil. Entre los cambios recientes más notables está el abandono
por millones de personas del optimismo lírico de los convencidos de que todo
depende de los sentimientos de los gobernantes de turno, que si son buenas
personas que aman al pueblo el país prosperará, pero si son malas todo se irá
al pique. Aunque Macri mismo ha rendido tributo a dicha superstición, de ahí el
gradualismo de los primeros dos años y medio de su período en el poder, en
marzo y abril del año pasado los acontecimientos se las arreglaron para
recordarle que la realidad tiene la costumbre antipática de vengarse de
quienes, por los motivos que fueran, la tratan con desprecio.
Para
sorpresa de muchos, un sector amplio de la clase media y una proporción
significante de los pobres comprendieron que el caos cambiario que hizo trizas del
gradualismo se debió a algo más que los errores puntuales que los políticos
opositores y muchos periodistas imputan al gobierno; caso contrario, la
convulsión financiera se hubiera visto seguida por el tan temido – y por
algunos, añorado -, estallido social.
La
prolongadísima crisis socioeconómica que sufre la Argentina puede atribuirse a
la grieta profunda que separa las expectativas a primera vista razonables de la
mayoría, de las posibilidades reales del país en una época en que poseer muchos
recursos naturales puede ser una maldición. Luego de enterarse de que acusar a
una minoría oligárquica de apropiarse de lo que debería pertenecer a todos
podría reportarles beneficios de todo tipo, generaciones enteras de
políticos han minimizado la importancia de factores como la productividad, la
eficiencia y el esfuerzo inteligente que en otras latitudes eran
prioritarios y que, bien aprovechados, permitieron que pueblos históricamente
paupérrimos se enriquecieran con rapidez asombrosa.
Mal
que les pese a los numerosos adictos al facilismo que aún abundan en la clase
política nacional y sus anexos, el mundo ha entrado en una etapa en que las
normas serán fijadas por pueblos como el chino, el japonés, el coreano y el
alemán que, sin disfrutar de recursos naturales envidiables, han aprendido a
depender casi exclusivamente de lo que algunos llaman “el capital humano”.
A
veces, algunos peronistas “racionales” – un buen ejemplo es Pichetto -, se
preguntan si es viable una sociedad en que crece inexorablemente la cantidad de
los que dependen del Estado, es decir, de los contribuyentes, y disminuye la de
quienes aportan. El año pasado, el senador dijo al pasar que “algo
habrá de analizar” porque “acá hay 10 millones de personas que trabajan y 17
que cobran un cheque del Estado”. Tiene razón, claro está, pero ni él ni
ningún otro político con posibilidades electorales han querido profundizar el
“análisis” de esta cuestión y de muchas otras que deberían plantearse. Aun
cuando quienes se animan a referirse a ciertas realidades sean conscientes de
que el orden existente es insostenible, lo que quiere decir que tarde o
temprano el gobierno, cualquier gobierno, tendría que llevar a cabo algunas
reformas muy pero muy drásticas para que el país no se convierta en otro Estado
fallido como Venezuela, escasean los dispuestos a tomar tales asuntos en serio.
A la
luz de la condición actual del país y, más todavía, de los desafíos que
enfrentará en los años próximos, lo racional sería que temas como el que
brevemente preocupaba a Pichetto dominara la campaña electoral, que los
adversarios de Macri lo “corrieran por derecha” , atacándolo por no haber
actuado con mucho más firmeza para frenar la inflación, aliviar el peso
impositivo abrumador que está aplastando al endeble “sector productivo” y así
por el estilo pero, demás está decirlo, les conviene más dar a
entender, como en ocasiones ha hecho hasta el salteño Juan Manuel Urtubey,
que los macristas son “ultraderechistas” o “neoliberales” insensibles.
Con
todo, aunque hasta ahora la retórica en tal sentido siempre ha
funcionado, el populismo cortoplacista de quienes se niegan a afrontar
la ingrata realidad está perdiendo su poder de seducción al darse
cuenta la mayoría de que la adherencia al “sentido común” así manifestado ya ha
contribuido a depositar en la miseria a millones de familias que de otro modo
gozarían de un nivel de vida equiparable con el de la clase media de Europa
occidental y que, a menos que mucho cambie muy pronto, millones más las
acompañarán.
© Revista Noticias
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