Por José Nun (*) |
En el último año, sobresalieron un par de estas ideas. Una
fue la del cambio cultural y otra la de un acuerdo nacional. Planean bajo pero
suenan bien. Las palabras, se sabe, son herramientas que cumplen funciones y
por eso importa menos el diccionario que el modo en que se las usa. Definirlas
suele ser una ceremonia vacía: hay que ver para qué sirven. Y más en el caso de
las ideas voladoras. Así, emplean la noción de cambio cultural desde los
admiradores locales de Trump o Bolsonaro hasta quienes atacan o defienden al
neoliberalismo. Ahora, en pleno año electoral, se invoca la idea de un acuerdo
nacional, como si fuera posible en las actuales circunstancias. Claro que
resulta mucho más simpático que referirse a un toma y daca por posiciones de
poder o, ni se diga, a roscas o contubernios.
¿Acaso estoy en contra de un acuerdo nacional? Desde luego
que no. Lo que cuestiono es que se quiera poner el carro delante del caballo.
Si fuera algo más que una idea voladora, se debería haber abierto un gran debate
acerca de un conjunto de temas de mediano y largo plazo largamente ignorados o
postergados para que sea luego la propia ciudadanía quien le exija a sus
representantes que negocien una concertación. La disposición a participar de
amplios sectores de la población ya quedó suficientemente demostrada con las
movilizaciones sobre la legalización del aborto o la igualdad de género. Lo
contrario supone imaginar que una dirigencia carente de propuestas y
obsesionada por el poder, estaría dispuesta a sentarse espontáneamente a
convenir un proyecto de país.
¿Cuáles podrían ser algunos de esos temas? Ante todo, un
examen colectivo de los alcances sociales y políticos de una democracia
genuina. Es una discusión imprescindible para disipar la falsa creencia de que
vivimos en ella. Sucede que se ha acostumbrado a la opinión pública a reducir
la democracia a las elecciones periódicas, que es lo único que explica que se
hable del "regreso" de la democracia en 1983. Ningún especialista se
ha atrevido a una simplificación semejante. Aun el austríaco Joseph Schumpeter,
que centró su definición en el proceso electoral, estipuló antes que éste no
puede funcionar válidamente sin una economía potente y desarrollada; sin
dirigentes políticos de un alto calibre moral; sin burocracias dotadas de un
fuerte sentido del deber; y sin un electorado "con un nivel intelectual y
moral lo bastante elevado como para ponerlo a salvo de los ofrecimientos de los
fulleros y de los farsantes". O sea que es un procedimiento sujeto siempre
a condiciones, tales como la existencia de razonables niveles de igualdad y de
ciudadanía plena, con votantes no agobiados por la necesidad y capaces de
decidir sus preferencias por medio de la deliberación. De ahí el indispensable
carácter social de la democracia. Es preciso además un absoluto respeto a la
ley, que asegure la vigencia de los derechos humanos y la división republicana
de poderes que establece una Constitución como la nuestra, que por eso algunos
quieren cambiar.
Todo lo cual implica ventilar cuestiones nada voladoras.
Como la discusión de una reforma impositiva de fondo, que liquide la matriz
fiscal regresiva que hemos heredado de la última dictadura militar. Mientras
sigan pagando más quienes menos tienen, pretender disminuir la desigualdad o la
pobreza es una tarea imposible. (Más cautamente, la OCDE advierte que nos
llevaría como mínimo 200 años). En nuestro país no sólo se recauda mucho menos
que en cualquier nación desarrollada por el impuesto a las ganancias, sino que
éste aporta apenas la mitad de lo que se cobra por gravámenes tan regresivos
como el IVA o ingresos brutos. Contra lo que difunden ciertas usinas
ideológicas, no hay evidencia científica alguna que demuestre que rebajarles
los impuestos a los ricos conduce a un mayor crecimiento. Al revés, entre 1945
y 1980 el PBI de los Estados Unidos, por ejemplo, se expandió más que nunca a
la vez que los tributos a las grandes fortunas alcanzaron sus máximos
históricos. (Se me dirá que es un país que ganó la guerra. Pero Japón, que la
perdió, también tuvo en esos años un desarrollo espectacular al tiempo que
aplicaba una tasa impositiva marginal del 75% a los altos ingresos).
Para seguir con el ejemplo, mientras aquí se apela sin
miramientos a los tarifazos, congresistas demócratas están impulsando allí una
suba sustancial de los impuestos a los ricos, apoyándose en estudios como los
de Peter Diamond, Premio Nobel de Economía y reconocido experto en finanzas
públicas, que estima que la tasa óptima aplicable a los ingresos que excedan
los 10 millones de dólares anuales debe ser del 73% (o hasta del 80 %, según
opina Paul Krugman, otro Premio Nobel). Más aun: una reciente encuesta a
empresarios grandes y medianos realizada entre nosotros revela que la mayoría
(53 %) se queja del impacto sobre los precios de un tributo como ingresos
brutos pero sólo 1 de cada 4 cuestiona el impuesto a las ganancias (LA NACION,
13/01/2019).
Lo dicho se asocia a otro punto del debate público que urge
promover. Por acción u omisión, en las tres últimas décadas se ha dado por
supuesto que la concentración económica favorece el desarrollo y las
inversiones, con lo cual han adquirido cada vez mayor poder los grandes grupos
económicos nacionales y extranjeros mientras creció la desigualdad pero no el
país. Es más: ni siquiera sabemos cuál es la real magnitud de esta desigualdad
y ello no sólo por las dimensiones de la economía informal y de las enormes
fortunas que escapan a todo control. Ocurre que se la estima cotejando el
ingreso de los hogares del 10 % superior de la escala social con el del 10 %
inferior cuando una comparación válida debería hacerse entre la riqueza
acumulada y no el ingreso, que varía de año en año. Pero además la medición
surge de la Encuesta Permanente de Hogares, que se basa en muestras
estadísticas; y razones técnicas vuelven altamente improbable que los
supermillonarios sean captados por tales muestras.
El año pasado, en México, aplicando un método similar, la
distancia entre esos deciles fue de 25 veces, más o menos igual que aquí. Pero
cuando se la recalculó utilizando datos fiscales pormenorizados, la diferencia
efectiva no resultó de 25 sino de 55 veces. E, insisto, sin incluir el dinero
en negro ni el patrimonio total de los contribuyentes.
Una agenda para salir del atraso debe incluir muchos otros
puntos, sobre los que espero volver. Uno obviamente central es un gran debate
acerca de un proyecto integral de desarrollo, que rechace el dogmatismo del
"único rumbo correcto" y examine en foros públicos la viabilidad de
distintas estrategias. En esto, el apoyo colectivo a las innovaciones
tecnológicas que conecten los mundos de la ciencia y de la producción resulta
hoy vital y debe ser movilizado ya. Fernando Stefani documentó lo desastroso de
nuestra situación en esta materia, que nos coloca en la categoría de los países
rezagados que no están en condiciones de alcanzar a los países desarrollados o
en desarrollo. Mientras no afrontemos todos estos temas, seguiremos lamentando
un estancamiento y una falta de salidas que tiene sus beneficiarios. Se toma un
círculo, se lo acaricia y se vuelve vicioso, decía Ionesco. Nuestros dirigentes
han descubierto que una de las maneras de hacerlo sin que se note consiste en
distraernos con ideas voladoras.
Es hora de decirles basta.
(*) Politólogo, exsecretario de Cultura de la Nación
©
La Nación
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