Por Luis Alberto Romero |
La pregunta apunta a uno de los hilos rojos de la
historia argentina contemporánea. La respuesta probablemente nos lleve a
entender nuestro actual ciclo decadente.
La Argentina moderna llegó a tener un Estado potente, capaz
de diseñar y sostener políticas de largo plazo, como la educativa de los años
80, o las de reorganización estatal de los años 30, que -opiniones aparte-
tuvieron una profunda influencia en la sociedad. Pero, a la vez, desde sus
orígenes fue un Estado sensible a las presiones de los intereses que se iban
organizando y que delineaban su propósito de vivir a costa de él, o al menos de
mojar su pan en la salsera del Estado. En la primera mitad del siglo XX la
tensión entre potencia y concesiones se mantuvo en relativo equilibrio. La
última fórmula eficaz fue la "comunidad organizada" de Perón, pero
era personal e irrepetible.
Luego de 1955, los problemas de la relación entre un Estado
dadivoso y corporaciones ávidas salieron a la luz. La prosperidad comenzó a
estrecharse, arreciaron los conflictos distributivos, se resintió la movilidad
social y los gobiernos, con poca legitimidad, encararon ambiciosos proyectos,
como las políticas de promoción industrial.
La mesa corporativa
El botín se hizo más atractivo y discrecional y las
corporaciones entraron en acción. En la mesa corporativa estaban las Fuerzas
Armadas, la Iglesia, los sindicatos y los diversos grupos empresarios, lanzados
a colonizar las oficinas del Estado -cada uno la suya- para orientar desde allí
el decreto o la resolución que les llevara el maná estatal. Hubo grandes
zarpazos, como las devaluaciones -la de Pinedo en 1963 fue notable-, la ley de
Obras Sociales de 1971 o la creación de Aluar, del mismo año, cuyos detalles
prefiero no explicar, pues hace poco recibí una convincente advertencia de los
abogados de esa empresa.
En los años 70 se había generalizado el tironeo entre las
corporaciones y el Estado, que era a la vez el árbitro del reparto y el botín a
conquistar. En 1973, Perón volvió al gobierno con la idea de recuperar la
antigua autoridad del Estado, pero fracasó cuando se derrumbó el Pacto Social.
Aunque menos espectacular que su conflicto con Montoneros, fue tanto o más importante
en la decisión de los militares de instaurar una dictadura que acabara
definitivamente con estos conflictos.
Los militares proclamaron que "achicar el Estado es
agrandar la Nación". La idea parece haber guiado a todos los gobiernos
democráticos posteriores, por acción u omisión, y con los más variados
argumentos. Se basaban en un hecho objetivo: el Estado argentino era enorme,
costoso e ineficiente. Solo que, en lugar de adelgazarlo y eliminar la grasa
inútil, recortaron el músculo de lo que el Estado debe hacer, en términos de
prestaciones sociales y también de control de sus gobernantes.
Con la democracia se generalizaron los reclamos al Estado de
distintos grupos sociales, formulados en términos de "nuevos"
derechos. La discusión acerca de quién pagaba sus costos nunca se planteó. Hace
poco Roberto Gargarella, eminente jurista, increpó a "los
economistas" -esto es, los funcionarios responsables de las finanzas
estatales- por hacer esa pregunta, y les recordó que, dados los inalienables
derechos, era responsabilidad del Estado agenciar los recursos. Finalmente,
todo se resolvió agregando un par de dígitos al déficit fiscal.
Con la democracia no se detuvo el proceso de deterioro de
los elementos centrales de la agencia estatal: sus instituciones y normativas y
su funcionariado. Desde la dictadura, los gobiernos se fueron acostumbrando a
lo que llamaban ejecutividad y terminó siendo discrecionalidad y decisionismo.
Probablemente Alfonsín se propuso desandar el camino, pero tuvo otros problemas
más urgentes. Desde Menem se retomó el impulso, que llegó a su apogeo con los
Kirchner.
Suprimir las trabas de los gobiernos implicó subordinar al
Congreso, atar de manos a la Justicia y doblegar a la burocracia, pues muchas
agencias tienen como función el control administrativo y la rendición de
cuentas. La acción gubernamental comenzó entonces con el debilitamiento de las
plantas profesionales, conservadoras de los saberes del Estado, y el deterioro
de la ética del servidor público -la clave de arco, según Weber-, y terminó con
la colonización o el cierre de las agencias molestas, como el Indec.
El Estado debilitado fue tomado por asalto por los intereses
organizados. Con los militares fueron la "patria contratista" y la
"patria financiera". Luego siguieron los "capitanes de
industria" y la "patria privatizadora" y el "gran capital
concentrado", que se quedó con todo. Revivida con la democracia, la
"patria sindical" también obtuvo su parte del botín. Esos fueron las
estrellas, visibles. Hubo otras menos espectaculares pero igualmente voraces,
como los laboratorios medicinales. Pero en la base, en cada uno de los lugares
donde el Estado se articulaba con un interés -desde una comisaría a los
prácticos de un puerto- se formó una pequeña mafia, donde se empastaban lo que
en teoría eran lo privado y lo público.
Doble mano
Cuando creíamos haberlo visto todo -incluyendo la
"carpa chica" y el "robo para la Corona" de los años 90-
apareció Néstor Kirchner, proveniente de los bordes de la política, a la cabeza
de una banda de "pingüinos" y se dedicó a saquear el Estado. Asombra
lo grandioso de su proyecto, pues no se detuvo ante nada: la obra pública, YPF,
las empresas telefónicas, la Casa de la Moneda. Los grandes conceptos
explicativos, como "capital concentrado" o "neoliberalismo",
quedaron obsoletos; solo uno quedó en pie: cleptocracia. Necesitamos un
biógrafo inspirado, como lo tuvieron Napoleón, Churchill, Hitler o Mussolini,
que dé cuenta de este diseño genial y, sobre todo, explique la embobada
satisfacción de quienes lo apoyaron y siguen haciéndolo.
Con los Kirchner culmina un proceso que es de doble mano: el
deterioro del Estado viene junto con el crecimiento del gobierno. Tenemos mucho
gobierno, que además de saquear al Estado lo carga de déficit inmanejables y de
empleados inútiles y destruye el músculo y el nervio que, entre otras cosas, le
impedirían ese manejo arbitrario. Además -quizá sea solo un daño colateral-
destruye las agencias esenciales de lo público: la seguridad, la salud, la
educación.
Sin un Estado eficiente, sustentable, ajustado a la ley, no
hay gobierno normal posible ni hay forma de dar soluciones permanentes a los
gravísimos problemas de nuestra sociedad. Los Kirchner nos dejaron un Estado
que gobernaban a los golpes, emparchando el problema del día. Sobre esta base,
Macri se propuso hacer otra cosa y llegó hasta donde pudo: poco para algunos,
bastante para otros. En cualquier caso, debería ser el tema de discusión para
el período que se inicia.
©
La Nación
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