Por James Neilson |
Si bien los
políticos en campaña que hablan así quieren sacar provecho de la fase más
reciente de la larguísima crisis nacional y por lo tanto critican con
virulencia casi todas las medidas puntuales del Gobierno, prefieren
atribuir los resultados lamentables de su gestión a las presuntas deficiencias
de los funcionarios; no se oponen al “rumbo” como hacen los kirchneristas y los
guerreros de la izquierda dura que sueñan con una revolución como las de antes.
Lo que quieren Cristina y sus coyunturales aliados trotskistas es que el país
que conocemos estalle en mil pedazos para que sobre las ruinas surja otro.
Aunque sería un error subestimar su capacidad para movilizar el rencor que
sienten los marginados de la economía formal, por ahora cuando menos sólo es
cuestión de una minoría agresiva.
Es por tal
motivo que, para asombro de muchos, sigue siendo posible que Cambiemos logre
aferrarse al poder en la elección presidencial que ya ha asomado en el
horizonte. A pesar de los esfuerzos de quienes se dedican a mantenernos
informados acerca de la torpeza a su juicio extraordinaria de los oficialistas
actuales, no han podido convencer a la gente de que reemplazarlos por
peronistas “racionales” solucionaría los problemas así ocasionados. ¿Serían Juan
Manuel Urtubey, Miguel Ángel Pichetto, Sergio Massa o Roberto
Lavagna menos proclives que Mauricio Macri a cometer
aquellos errores de comunicación que tanto los indignan? ¿Sería una
administración peronista más confiable que la apoyada por la gente de
Cambiemos? La verdad es que muy pocos lo creen.
Si no fuera
por la presencia ominosa de Cristina, la jefa de un movimiento conservador que
quisiera que el país regresara a 2015 para entonces seguir viaje hacia los años
setenta del siglo pasado cuando la ex presidenta aún era una joven inquieta, el
panorama electoral sería insólitamente monocolor. No hay diferencias
ideológicas muy grandes entre los aspirantes principales a gobernar el país,
sólo matices de importancia reducida.
No siempre
fue así. En el pasado reciente, Raúl Alfonsín y Carlos Menem motivaron entusiasmo desbordante porque parecían
representar algo radicalmente nuevo. Eran lo que andando el tiempo se
llamarían “cisnes negros” cuya aparición tomó por sorpresa a casi todos. En
clave menor, Macri también se vio beneficiado por la idea de que su
llegada significaría una ruptura que le permitiría al país salir del viscoso
pantano populista en que lo habían metido los kirchneristas.
De un modo u
otro, todos fracasaron, de ahí el clima de resignación escéptica que se ha
difundido. Parecería
que la mayoría sabe muy bien que no habrá soluciones fáciles e indoloras para
los tristemente célebres problemas estructurales que se han acumulado en el
transcurso de más de siete décadas.
En otras
partes del mundo occidental, el centrismo sensato, por calificar así el
consenso aún incipiente que parece estar consolidándose en el país, está bajo
ataque. El Brexit, Donald Trump, Matteo Salvini, Jair Bolsonaro, el auge de
agrupaciones denostadas como derechistas en Europa y también la reacción del
ala izquierdista del Partido Demócrata estadounidense frente al desafío
planteado por Trump, reflejan la voluntad de muchos millones de personas de
probar suerte con esquemas sociopolíticos supuestamente nuevos, pero, una vez
más, la Argentina está resultando ser un país atípico. La razón es
sencilla; ya se han ensayado sin éxito variantes parecidas a las propuestas por
los dirigentes nombrados y la mitad de la población –quizás un poco más–, sabe
que no sirven. Así pues, un sector sustancial de la sociedad optó por “la
normalidad” justo cuando los países calificados de rectores la abandonaban. Por
eso las “elites” tradicionales de otras latitudes están resueltas a respaldar a
Macri: lo ven como un antídoto al mal populista que, para alarma de muchos,
está causando estragos en otros lugares.
Aunque la
campaña electoral ya se ha iniciado, no parece estar por verse dominada por el
enfrentamiento de programas de gobierno claramente distintos. Los
protagonistas de los debates un tanto confusos que están celebrándose se
concentran en temas económicos en torno a los cuales es difícil alcanzar
conclusiones contundentes que atraerían la atención del electorado; opinan
acerca de los costos para el Estado de los subsidios que reparta con
generosidad ejemplar, el papel que le corresponde al Fondo Monetario
Internacional, el futuro del dólar –es decir del peso, aunque pocos aluden
directamente a la moneda nacional cuando hablan del riesgo de otra convulsión
cambiaria–, la mejor forma de sincerar el mercado energético y, desde luego, la
inflación que es producto de la propensión congénita de los políticos a
persuadirse de que el país es mucho más rico de lo que harían pensar las
malditas estadísticas, lo que, entre otras cosas, los ayuda a justificar sus
propios ingresos. Son temas importantes, pero no son de la clase que
enfervoriza a multitudes.
Al gobierno
le gustaría que figuraran otros temas, como los supuestos por la seguridad y,
huelga decirlo, la corrupción, pero por razones evidentes, hasta nuevo aviso
la mayoría estará más preocupada por las vicisitudes de la lucha diaria por
mantener el nivel de vida al que se ha acostumbrado. Como no pudo ser de
otra manera, los corruptos acusan al gobierno de querer desviar la atención de
la ciudadanía de la debacle económica hablándole de cosas meramente anecdóticas
como el robo de miles de millones de dólares de las arcas públicas, además de
disparar denuncias contra quienes están vinculados de un modo u otro con el
macrismo con el propósito de hacer pensar que, puesto que todos los políticos,
jueces, fiscales y otros dignatarios son igualmente venales, es muy injusto
ensañarse con Cristina y sus cómplices.
Los
kirchneristas esperan que la economía siga jugando en contra de Macri. ¿Y los
peronistas “racionales”? Si bien entenderán que no les convendría que uno
de los suyos triunfara en medio de un nuevo colapso generalizado, a personajes
como Massa les está resultando difícil resistirse a la tentación de provocar
dificultades insistiendo en la necesidad de “renegociar” el acuerdo con el FMI
para que sea menos rígido. En principio, los macristas coincidirían con el
tigrense, pero saben que no sería del interés del país que el Gobierno brindara
la impresión de no estar en condiciones de cumplir con lo acordado hasta ahora.
Al fin y al
cabo, la alternativa a contar con cierta ayuda financiera del “mundo”, o sea,
del FMI, sería depender exclusivamente de los recursos internos que, por desgracia,
seguirán siendo sumamente magros hasta que Vaca Muerta comience a producir
cantidades enormes de dinero. El depósito gigantesco de gas y petróleo del
norte de la Patagonia es el equivalente moderno de la “buena cosecha” con que
soñaban los gobernantes de generaciones anteriores. Por supuesto, dista de ser
alentador el que, como ha sido el caso desde el siglo XIX, la eventual
salvación del país dependerá menos de su capital humano que de los recursos
naturales proporciona dos por la geología, pero tal y como están las
cosas sería muy poco realista apostar a que un nada probable renacimiento
educativo sirviera para que la Argentina recuperara el lugar en el concierto
internacional que una vez ocupó.
Desde hace
muchos años, los angustiados por la decadencia prolongada del país dicen creer
que todo iría mejor si se superaran las viejas “antinomias” o, últimamente,
“grietas” para que se pusieran en marcha “políticas de Estado”. A pesar de
los esfuerzos vigorosos de los kirchneristas y sus amigos, que tienen motivos
decididamente personales para oponerse a todo cuanto hace el gobierno macrista,
las brechas actuales entre las distintas agrupaciones son menos significantes
que las que se dan en Estados Unidos, el Reino Unido, Francia, España, Italia y
otros países europeos, pero sucede que el consenso embrionario que está
gestándose amenaza con privar a la política de buena parte de su contenido
emotivo, lo que, a juzgar por la experiencia ajena, podría ser peligroso.
A menos que
haya conflictos que se deben a algo más que las ambiciones personales de
quienes aspiran a destacarse por encima de los demás y hacen de la política una
especie de juego de serpientes y escaleras, la mayoría perderá interés en
las actividades de quienes se suponen sus “dirigentes” hasta que, un buen día,
decida que ha llegado la hora de rebelarse contra “elites” que a su parecer
privilegian sus propias prioridades corporativas, lo que haría votando a favor
de individuos como Trump, Bolsonaro o Salvini.
© Revista Noticias
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