Por Martín Caparrós |
Lo mismo hicieron, tiempo después, estas religiones
contemporáneas que llamamos patrias. No hay patria que no se pague cuatro o
cinco festivos al año para ensalzar sus mitos fundadores: el día en que un
grupito dio un golpe de Estado e inventó el país, el día en que murió un
general que había matado suficientes enemigos, el día en que los grandes
ancestros mataron suficientes. Cada patria tiene las suyas —como cada religión
las tiene— y le sirven para diferenciarse, reunirse con los propios y separarse
de los otros, reafirmarse.
Pero estos tiempos de globalización globalizan también
—están globalizando— las fiestas. Primero fue la Navidad. Era más fácil: en
casi todos esos sitios ya se celebraba, así que solo se trataba de cambiar el
modo. Poco a poco la mayoría de los ritos fueron siendo reemplazados por el
modelo estadounidense: el árbol, pelotas en el árbol, zoquetes en el árbol, un
mensajero obeso de ropa roja y barba blanca con regalos.
Después, más complicada, vino Halloween. Aunque era,
también, más marginal: esa fiesta rara, mezcla de carnaval, pordioseo y
aquelarre, nunca tuvo pretensión general y siempre se limitó a los niños y
algunos que querían parecerlo. Su negocio, además, es relativo: unas máscaras,
harapos recién hechos, calabazas huecas.
San Valentín es otra cosa. Aunque comparte con las
anteriores una cuna: los Estados Unidos de América. Ya ningún otro país,
ninguna otra cultura exporta sus fiestas al mundo mundial; ninguno tiene el
poder marketinero suficiente.
San Valentín es reciente, el penúltimo éxito de la cultura
estadounidense. Su mito de origen es católico apostólico y romano, y viene de
aquellos años en que aquellos creyentes creían tanto que se hacían matar por
sus creencias. Alguien podría postular que el gran cambio en una religión
sucede cuando sus fieles dejan de querer morir por ella para querer matar por ella.
Suele pasar cuando una religión termina de volverse institución, instrumento de
poder: se convence de que su dios justifica que mate y lo usa para eso.
Pero el cristianismo todavía no era así en el año 270,
cuando un cura Valentín desafiaba a un emperador —que había prohibido las
bodas— y casaba parejas. Lo descubrieron, detuvieron, torturaron y decapitaron;
tiempo después el mismo imperio lo aceptó como santo y se volvió el patrono de
los enamorados. Pero nadie le hizo mucho caso hasta que, a fines del siglo
XVIII, con el desarrollo de imprentas y correos, los novios ingleses empezaron
a mandarse tarjetas con corazones y lacitos y cupidos. Estados Unidos retomó la
costumbre; hacia 1840, una chica de Worcester, Massachusetts, Esther Howland,
se lanzó a producir en la imprenta de su padre esas tarjetas. Se hizo rica, y,
diez años después, una revista yanqui se jactaba de que San Valentín ya era una
fiesta nacional.
Desde entonces, el invento de un día para celebrar a los
enamorados no dejó de crecer en los países anglos; solo lleva unos años en el
resto del mundo. El negocio, dicen, es redondo: los enamorados necesitan
asegurarse, impresionarse mutuamente y, si la costumbre está establecida, es
difícil negarse a ofrecerle al otro un regalo, una comida bien regada, un
viajecito incontinente. Todo sea para celebrar —y salvaguardar— el amor.
Que necesita, claramente, ser salvaguardado: hay pocas cosas
más inverosímiles. Es, para empezar, inverosímil que una persona que a uno le
interese se interese por uno. Es, para seguir, inverosímil que ese interés —o
cualquier otra cosa— dure. Es, para seguir más, inverosímil que a partir de ese
interés dos tomen decisiones que involucran tan variados aspectos de su vida.
Es, para terminar, inverosímil que tanto se sostenga en algo que puede
naufragar en cualquier momento por cualquier interferencia, cualquier
malentendido. El amor es zozobra, oscilación, incertidumbre. Es razonable que
ese día en que muchos simulan que es todo lo contrario —ese día en que por un
momento lo imaginan sólido, duradero— se haya convertido en un rito mundial.
Porque el amor es necesario. En las últimas décadas se ha
vuelto casi indispensable para sostener la especie: esa idea curiosa de que
debe intervenir en la reproducción se ha difundido por el mundo y ya solo se le
resisten unos pocos —la mitad de los indios, por ejemplo, algunos chinos y
vecinos varios—.
Y es, además, el rito de pasaje en un mundo donde se
terminaron los ritos de pasaje. Durante milenios, las culturas marcaron con un
hecho o una ceremonia el paso de la infancia a la adultez: la primera caza, la
primera regla, el servicio militar, el baile de largo. Ya casi no hay, más allá
del amor: ahora el enamoramiento —los ritos supuestos del amor— es la prueba de
que una niña o niño han dejado de serlo; por eso, entre otras cosas, se los ve
tan ansiosos por probarlo. Que haya un día para celebrarlo como se debe
facilita las cosas.
Digo: como se debe. El amor puede ser de tantos modos, pero
San Valentín consagra uno de sus modelos, el más ñoño, de romance joven, a ser
posible hetero, champán, babita y velas. Al festejar San Valentín reproducimos
la ilusión de ese formato, proclamamos que ese es el bueno y que, si acaso no
lo concretamos, el problema no es del formato sino nuestro.
Porque el amor es, por supuesto, un deber ser contemporáneo:
el deber ser contemporáneo. Hay pocas cosas más obligatorias que el amor: quien
no lo tiene viene a ser alguien que no supo o no pudo, un ser fallido. El que
no puede festejar San Valentín ha fracasado.
Así que sirve para tanto y, sobre todo: para el noble fin de
convencer a millones de que es un día para gastos. Pero a quién le importan
unos pesos cuando está enamorado, y quién que pueda estarlo no va a festejarlo.
El chantaje San Valentín funciona a tope. Y yo también te quiero, mi amor, pero
qué tonta.
Posdata: San Valentín es la penúltima, pero la
máquina de vender fiestas nunca se detiene. La última se llama Black Friday
—Viernes Negro— y celebra el consumo sin disfraces, sin papás noeles ni reyes
magos ni cumpleaños ni sandeces: el consumo por el consumo mismo. En el último
lustro se ha difundido a buena parte del planeta y ya tiene, por supuesto, sus
mitos fundadores. Falta todavía para que empecemos a conmemorarlo, pero su
mártir ya existe. Se llamaba Jdimytai Damour, tenía 34 años, medía casi dos
metros y pesaba 120 kilos, era negro. Otro día contaremos su historia.
©
The New York Times
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