Por Javier Marías |
Hay
“cajas de resistencia”, dicen; deben de estar repletas, para cubrir a quince
mil conductores. No voy a entrar en el fondo de la cuestión porque ignoro
demasiadas cosas sobre el litigio que los
enfrenta con los VTC. Puede que los taxistas tengan toda la razón o
ninguna, o —lo más probable— que la tengan en parte y en parte no.
Hace tiempo que muchas huelgas de nuestro país
parecen haber perdido de vista dos factores primordiales: 1) a quién se
presiona, contra quién se protesta; 2) a quién se perjudica con la suspensión
de actividades. Los obreros de una fábrica lo tienen claro. Se presiona a los
dueños o empresarios para que mejoren las condiciones de los trabajadores o
humanicen los turnos, y asimismo se los perjudica a ellos, que no producen ni
venden. Estas huelgas son nítidas e irreprochables. Hay otras en las que la
relación directa está menos clara: una compañía extranjera decide sacar de
España —o de tal o cual autonomía— sus fábricas, que son privadas; al instante
se inicia una protesta contra el Gobierno, que las más de las veces no puede
hacer nada al respecto; la compañía extranjera es libre de trasladar su
negocio, por mucho que casi siempre lo haga sin tener en cuenta el daño que
inflige a sus empleados de decenios y la pésima situación en que los deja. Y
luego están las huelgas en las que se hace presión a las autoridades y se perjudica sólo a los ciudadanos,
que no suelen tener culpa en el conflicto ni capacidad para remediarlo. Son las
huelgas de trenes y aviones, metro y autobuses, basureros y barrenderos,
enfermeros y médicos. Dado que todos dependemos de esos servicios, a todos nos
afectan y fastidian, o nos ponen en peligro. La idea es que la sociedad, al
verse privada de cosas fundamentales, presione a su vez a las autoridades para
que cedan a las reclamaciones —justas, a menudo— de los huelguistas. Pero la
sociedad no es homogénea, está dispersa, y sólo converge en su cabreo y su
hartazgo, no está muy claro si contra esas autoridades inflexibles o contra los
huelguistas también inflexibles. Lo cierto es que a quienes se toma como
rehenes es a los ciudadanos sin arte ni parte.
Esta huelga es
distinta, porque no va dirigida a fastidiar a la población entera, sino a los
amigos de los taxistas. No castiga a quienes sólo cogen el autobús y el metro,
ni a quienes tienen coche, ni a quienes ya les han dado la espalda hace tiempo
y prefieren los VTC. Perjudica tan sólo a quienes, fielmente, nos subimos a los
taxis con frecuencia. A los que carecemos de smartphones y
por lo tanto de apps con las que contratar
Cabify o Uber. A quienes seguimos siendo sus clientes y —no me gusta la frase,
pero la aventuro— les procuramos el sustento, con nuestra lealtad a ese viejo
medio de transporte. Esta huelga va exclusivamente contra nosotros, algo que
los taxistas no se han parado a pensar o que les trae al fresco. En estos días
ya he leído cuatro artículos de columnistas que, como yo, se confesaban
usuarios del taxi, y se prometían no volver a cogerlos. Se comprarán un smartphone y prescindirán de ellos. Este puede
ser el resultado de su huelga desproporcionada, salvaje y desconsiderada hacia
sus fieles. En estas dos semanas me he dado caminatas de ocho kilómetros, un
poco excesivo. No he podido ir a ver a hermanos que viven en Majadahonda o en
Torrelodones. Me he visto muy limitado en mis movimientos. Un buen amigo, que
desde hace meses va con muletas y no puede ni llegarse a una boca de metro,
lleva confinado en su casa todo este tiempo, con grave perjuicio para sus
quehaceres. Miles de personas han debido arrastrar maletas o cochecitos de niño
desde las estaciones o el aeropuerto, algunas ancianas o en mal estado físico.
El segundo factor que he mencionado —a quién se perjudica— no se ha tenido en
cuenta, de manera contraproducente: los únicos a los que se daña y
se indigna son precisamente aquellos que no han “traicionado” al taxi. (Ojo,
no eximo de culpa al incompetente y holgazán Ministro Ábalos ni al vengativo y
haragán Presidente madrileño Garrido, pero esa es otra historia.)
Yo he recurrido al taxi incluso para viajes cortos
a otras poblaciones, es decir, soy un gran entusiasta. No sé si, como esos
colegas míos, me compraré un teléfono que me permita olvidarme de ellos. Puede
que no, pese a todo. Lo que sí sé es que mi trato con los conductores ya no
será nunca el mismo. Se acabaron las propinas o redondeos. Se acabó la charla
que a veces es bienvenida y a veces en absoluto. Se acabó oír con paciencia la
emisora que, a todo volumen, lo obligan a uno a padecer con frecuencia. Lo
único que me saldrá decirles será “Buenas tardes”, la dirección y “Adiós,
gracias”. No hay por qué ser cordial con quienes tratan a patadas,
precisamente, a sus aliados más fieles.
© El País Semanal
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