Por Juan Manuel De Prada
La
infausta moda del cognitivismo postula que la inteligencia humana, antes que
otra cosa, es un mecanismo que sirve para procesar información, al modo de una
computadora.
Durante las últimas décadas, se han impuesto una serie de nefastos
conceptos –sociedad de la información, sociedad del conocimiento, sociedad del
aprendizaje, etcétera– que asumen las tesis cognitivistas, tras las cuales se
oculta la consideración de la mente humana como una suerte de procesador de
datos.
Según esta deplorable concepción, existirían dos tipos de conocimiento:
el conocimiento funcional, que está reservado a una casta superior de
programadores; y el conocimiento de señales, que comparten las computadoras y
los ‘usuarios’. Y de los ‘usuarios’ se espera lo mismo que de las computadoras:
una reacción automática ante determinadas informaciones o estímulos que los
distinga como personas ‘hábiles’ y ‘preparadas’ para afrontar los retos que les
ofrece nuestra época. Ya no importa el conocimiento profundo y verdadero de las
cosas; basta con que sepamos procesar correctamente los datos. De este modo, se
acepta que el comportamiento humano pueda ser ‘programado’, igual que el de las
máquinas, mediante algoritmos.
De
este modo, nuestra relación con el mundo es la misma que tenemos con una
lavadora, de la que podemos hacer un uso ‘utilitario’ después de leer su
prospecto de instrucciones. Pero, del mismo modo que una lavadora estropeada
nos resulta un cachivache inservible, el mundo se nos antoja un tiovivo de
banalidad y aturdimiento cuando nos falta la clave esencial para su
interpretación, que sólo podremos hallar mediante su contemplación y estudio,
como nos enseñaba Aristóteles. Para el cognitivismo, en cambio, el conocimiento
es una mera capacidad para procesar informaciones y una ‘destreza’ para
ejecutarlas. Inevitablemente. Así, la educación se convierte en una especie
de coaching cuyo objetivo último no es otro sino moldear
personas entrenadas en diversas ‘competencias’ técnicas y emocionales que
faciliten su encaje en el mercado laboral. Y las escuelas (como las
universidades) se transforman fatídicamente en centros de selección de personal
donde ya no se alimenta el anhelo de saber, sino que se orienta a los alumnos
hacia aquellas áreas de la economía que favorezcan su ‘empleabilidad’. Así, la
transmisión cultural queda aparcada, o incluso vedada, para formar
‘emprendedores’ (este término es terriblemente cínico) flexibles y adaptables,
siempre prestos a la movilidad geográfica, que no sepan nada de filosofía o
latín pero en cambio sepan inglés, informática y ‘educación financiera’,
que es lo que interesa al ‘mercado laboral’. De este modo, la educación
se convierte en una especie de taller cognitivo para el adiestramiento de la
futura mano de obra.
Y
contra esta tendencia debemos rebelarnos. No podemos admitir que nuestros hijos
sean convertidos en dóciles receptores de adiestramientos que garanticen su
eficiencia económica. Nuestros hijos deben formar un juicio crítico sobre el
mundo; y para formar ese juicio necesitan cultivarse en disciplinas que no
tienen una inmediata traducción económica (pero que, cuando faltan, nos
convierten en parias que desconocen su genealogía espiritual, en masa
cretinizada y fácilmente manipulable). A nadie se le escapa que estas técnicas
cognitivas resultan, sin duda, extraordinariamente rentables para los tiranos
de turno, que convirtiendo a los seres humanos en meros procesadores de datos
los pueden modelar luego en la asimilación automática de las ideologías en
boga; pero la escuela no está para formar jenízaros de ninguna ideología, ni
para satisfacer las demandas del mercado. Tampoco se le escapa a nadie que
estas técnicas convierten a nuestros hijos en seres sin arraigo a los que sólo
resta amustiarse, en mónadas extraviadas en la vastedad de un mundo lóbrego.
Así, además, los tiranos de nuestro tiempo fomentan el funesto individualismo e
incapacitan a las nuevas generaciones para las empresas colectivas y los
empeños comunes.
Hace
más de cien años Azorín nos brindaba una definición perfecta del individualista
que las técnicas cognitivas están convirtiendo en prototipo del hombre
contemporáneo: «Alguien que no siente el todo social, que no siente la
tradición, la historia, el arte y hasta el paisaje de su patria. Alguien
incapaz de abnegación y de sacrificio, en quien los apetitos propios y las
pasiones dominan; alguien que va recta y brutalmente a su objetivo, sin
importarle nada la solidaridad social ni sentirse ligado a su patria».
© XLSemanal
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