Por Arturo Pérez-Reverte |
O que soy de derechas o izquierdas según el
pie que me pisan. Otras veces, cuando escucho la radio o miro los periódicos y
lo que anhelo es que llueva napalm y se vaya todo a tomar por saco, lo que digo
es que me gustaría ser jacobino con guillotina incorporada. Chas, chas, chas.
Pero la mayor parte de las veces suelo decir la verdad. Que soy republicano,
pero con un matiz importante: republicano de la república romana. No
confundamos las cosas.
El
matiz importa mucho, porque me temo que lo que algunos entienden por república
peca de irreal en este país donde la historia no sirve como aprendizaje para el
futuro sino como arma arrojadiza para envenenarlo. Ese paraíso idílico del que
un pueblo noble y feliz fue arrancado dos veces por cuatro curas, banqueros y
generales tiene poco que ver con lo que uno ha escuchado, ha leído e incluso, a
cierta edad, ha visto. Además, ¿imaginan ustedes una república cuya autoridad
máxima pasara cada cuatro años de mano en mano entre individuos como Aznar,
Zapatero, Rajoy, Sánchez, Casado, Abascal, Rivera, Torra, Echenique o
Iglesias?… Busquen ustedes entre nuestra clase política, por favor, un
presidente de república sereno, culto, prestigioso, honrado, ecuánime y
decente. ¿A que no salen nombres? Por eso, como he dicho alguna vez, soy
republicano de razón y monárquico por necesidad. Felipe VI me parece una buena
persona, muy bien formada e inteligente, que conoce perfectamente su papel y lo
ejecuta de modo impecable. Y además, habla idiomas. Puedo equivocarme,
naturalmente; pero con él no espero sorpresas ni ambiciones más allá de lo que
hay. Está sometido a escrutinio y controlado por leyes que no puede manipular.
Si da un resbalón, se cae con todo el equipo. Lo tenemos controlado hasta para
saber qué marca de pasta de dientes utiliza.
Todo
lo cual me lleva, como les decía, a ese republicanismo romano del que antes
hablaba. A esa república del siglo II antes de Cristo, también ideal para mí
–cada cual tiene sus irrealidades en la mollera–, que tanto admiré desde que
empecé a declinar rosa, rosae, y que lamento haya sido borrada
de los planes escolares, pues tal vez con su conocimiento estrecho, con su
referencia aunque fuese lejana, nuestra clase política sería menos analfabeta,
menos estúpida y más honorable en actitudes y discurso. Me refiero a mi período
favorito de la república romana, la época de los Escipiones –con su toque
hermanos Graco para darle sal y pimienta popular–, antes de que todo se sumiera
en la podredumbre y el caos de las guerras civiles que terminaron con ella:
la humanitas de Cicerón como visión del Estado, y la virtus alabada
por Salustio –capaz incluso de reconocerla en el criminal Catilina– como regla
moral y ciudadana.
Qué
ejemplar, por citar sólo ésa, la vida de uno de mis personajes más admirados de
entonces, Lucio Emilio Paulo, que tras vencer en la batalla de Pidnia, cuyo
botín fue tan enorme que los ciudadanos romanos dejaron de pagar impuestos,
sólo se reservó para sí, como trofeo, la biblioteca del derrotado rey Perseo,
para que sus hijos tuvieran mejor ilustración. El Lucio Paulo que en vísperas
de una batalla hizo explicar qué era un eclipse de luna a sus legionarios para
que éstos no se aterrorizaran con el fenómeno que iba a ocurrir en mitad de la
lucha. El hombre que, al recibir Italia a un millar de griegos como rehenes,
escogió entre ellos, como preceptor para sus hijos, a un culto joven llamado
Polibio, que fascinado por el poder mundial de Roma escribiría la primera gran
historia de ésta. Lucio Emilio Paulo, en fin: el exitoso militar y político
que, tras una vida de triunfos, virtud, dignidad y honor, murió tan pobre como había
vivido, y lo que dejó fue tan poco que apenas sirvió para pagar la dote de su
segunda esposa.
Qué
nutritivas lecciones podrían extraer nuestros analfabetos políticos actuales si
mirasen hacia aquel tiempo. Si tuvieran decencia y leyeran, o si adquiriesen
alguna decencia leyendo. Cuánto podrían aprender de aquellos personajes y de
aquel mundo; cuando Roma aún prefería la libertad, con sus consecuencias, a la
tranquilidad y seguridad personal que iban a darle los emperadores y las
tiranías que venían de camino.
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