Por Isabel Coixet |
Soy muy consciente de mi propia
‘bocachanclez’ y por eso me mantengo vigilante ante mis salidas de tono, que me
dejan siempre un regusto amargo, culpable y triste, que ni aun las disculpas
más sinceras consiguen mitigar. También intento distinguir entre el enfado
genuino que da lugar a veces a exabruptos que me parecen justificados (aunque
inútiles) y los cabreos pasajeros, frutos de manías y fobias que, aunque
preferiría no tener, me parece que también forman parte de la idiosincrasia de
cada uno y que no necesitan más que un rato de calma para diluirse en el aire.
Pero
hay un sector de la vida que siempre consigue sorprenderme por el altísimo
nivel de ‘bocachanclas’ que posee y que, sinceramente, pienso que debería
hacérselo mirar. Me refiero al fútbol. Cada vez que abro un diario deportivo o
miro las noticias deportivas en los informativos, el nivel de insultos
homófobos, sexistas y racistas, las metidas de pata, las salidas de tono y la
violencia en general me parecen de un nivel difícilmente justificable. Sea en
la liga de Primera División, en los alevines o en los clubes veteranos, los
insultos que se cruzan entre jugadores, el público entre sí, y entre jugadores
y público son de una violencia y una crudeza completamente injustificable y
fuera de toda medida. Y las explicaciones de que es un asunto de testosterona,
de emoción y de tensión y nervios son una pobre excusa. Un partido de Primera
División no es un asunto de vida o muerte, y todo lo que se juega en él es un
vago sentimiento de orgullo y pertenencia y muchos millones de euros para unos
pocos. El último suceso que ha tenido por protagonistas a los veteranos del
club Terrassa es realmente asqueroso: que los de un club insulten al
equipo femenino de su propio club porque les iba a tocar empezar su partido más
tarde es propio de una pandilla de descerebrados que deberían fregar los
vestuarios del estadio cada día para el resto de sus vidas, que es el único
castigo que se me ocurre que podría funcionar.
Señores,
ustedes tienen un problema que se llama ‘mala educación’. Un problema que tiene
solución. De entrada, callarse la boca y, después, aprender a canalizar las
emociones, lo que hacemos los demás cuando los vemos a ustedes comportarse como
cafres: insultarlos mentalmente y luego pasar a otra cosa.
© XLSemanal
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