Por Manuel Rivas
En el mundo hay un
proceso de descivilización, una pandemia que afecta al pensamiento, y es el
negacionismo. Parecían darse por separado, los negacionismos: el negacionismo
de la evolución, el negacionismo del Holocausto, el negacionismo del cambio
climático y otros del estilo, como el castizo negacionismo franquista.
Pero
últimamente, con más celebridades y jactancia, se propagan ya, en un pack
único, todas las grandes mentiras que conforman el Negacionismo como una
ideología de una globalización reaccionaria. Está ahí, gobernando amplias zonas
del mundo, el partido de la inhumanidad, con su neoautoritarismo, su
neolenguaje y su neoverdad.
Se suele presentar
a los negacionistas como extravagantes o chiflados. Una especie de cascarrabias
que lo pasan bomba llevando la contraria a hechos probados. Es un error óptico
de muchas dioptrías. El cascarrabias es un personaje folk, que enriquece el
ecosistema y el patrimonio inmaterial.
Y de ser
cascarrabias a intentar ser sublime. Como el filósofo Emil Cioran. Este pensador hizo del abismo un
lugar de supervivencia. Para remontar, hay que tener una buena caída. Y Cioran
caía siempre en picado: “No creo haber perdido una sola ocasión de estar
triste”. Era su manera de volar alto: “El hecho de que la vida no tenga ningún
sentido es una razón para vivir, la única en realidad”. Eso sí que es un
cascarrabias competente. Nada de tonterías.
Mi padre hablaba de
un amigo músico, vocalista en una orquesta de verbenas, pero cabreado con el
mundo, que iniciaba la actuación con este grito prepunky, aunque su fuerte eran
los boleros: “¡Qué revienten las siete maravillas del mundo!”. De niño, me
parecía una barbaridad. Meterse con las maravillas del mundo. ¡Las pirámides de
Egipto, los Jardines Colgantes de Babilonia…! Justo uno de los asuntos que más
me gustaban en la enciclopedia escolar. Qué cosas decían algunos mayores. Como
los que entraban en la taberna de Leonor, cuando televisaban el esperado
partido de la selección española, al grito de: “¡Viva Rusia!”. Ahora los
recuerdo como entrañables cascarrabias, productores de ironía, al músico
reventador de maravillas y a los rusos tabernícolas.
El cascarrabias no
pretende imponer su malestar como doctrina. El cabreo existencial puede derivar
en un buen género humorístico.
Al contrario, el
negacionista es alérgico al humor y se suicidaría antes que reírse de sí mismo.
No es raro que se presente con el banderín de lo “políticamente incorrecto”. Ya
sabemos lo que ese eufemismo tan correcto suele encubrir: machismo, clasismo,
xenofobia y burla de las minorías más vulnerables. El negacionismo no es
tampoco un simple reducto de carcamales, es un movimiento moderno: el
modernismo reaccionario. De ahí su habilidad para explotar la fascinación
acrítica hacia nuevas tecnologías. Tiene una estrategia de poder y dominio, de
control de las mentes. Tiene unos intereses que defender. En el caso del
negacionismo del cambio climático, gran parte de las “investigaciones” están
financiadas por industrias petroleras. Y tiene una ideología, esa suma de
conformismo rencoroso, esa aleación de miedo y odio.
El hecho de que
Trump, Bolsonaro y otros jefes de Estado sean negacionistas del cambio climático es justamente la
prueba de la gravedad del calentamiento global y sus efectos. Son personajes
que echan humo por la cabeza. Trump es uno de los principales emisores de
dióxido de carbono. Hasta cierto punto es lógico que se oponga a las
limitaciones en el uso de los combustibles fósiles como fuente energética e
incluso abogue por su incremento. La verdadera razón de su negacionismo es que
Trump es en sí mismo un combustible fósil. Desde su entrada, se ha detectado en
la Casa Blanca una concentración inusual de gases de efecto invernadero, lo que
explicaría las continuas fugas en su equipo y las declaraciones enigmáticas de
alguno de sus exasesores: “El ambiente era irrespirable”.
El pionero fue el
negacionismo de la evolución. Hay muchos millones de personas en el mundo,
incluso con cátedra, que consideran que la única historia verdadera de la
creación es la que se cuenta en el Antiguo Testamento. En su literalidad. Y yo
ahí estoy de acuerdo, con matices, con un episodio genesiaco. El día en que Eva
comió el fruto del árbol prohibido nació la libertad. Lo mejor de la humanidad
fue ese acto de desobediencia en el Edén. ¡Viva el pecado original!
© El País Semanal
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