El chico que se suicidó y los tweets del odio y la imbecilidad (Agensur.info) |
Era cuestión de tiempo y oportunidad. Acaso porque el odio
es más rápido que el amor. El odio no necesita tiempo, se dispara en un
instante. El amor, en cambio, es una construcción. Y el tiempo es ingrediente
esencial de toda construcción. El odio es ciego, no necesita mirar ni conocer,
solo necesita un objeto sobre el cual dispararse. El amor es discernimiento,
encarna en un sujeto al cual se ha aprendido a conocer.
El odio es un rayo,
destruye y se esfuma. El amor es un árbol que crece desde las raíces. El odio
se expande en un instante, contagia, enciende pasiones oscuras, bajas. Se hace
colectivo. El amor mira a quien ama, lo reconoce, no puede ser colectivo ni
instantáneo porque ignoraría todo del otro.
El odio cobró hace un par de semanas una nueva víctima, esta
vez en Bariloche. Se llamaba Agustín Muñoz, tenía 18 años. Una chica que decía
ser su amiga se enojó con él por una nimiedad y no tuvo mejor idea que acusarlo
de abusador sexual en Instagram. El infundio se viralizó con la velocidad
inusitada con que las mentiras, las notas morbosas, lo bizarro, la ignorancia,
el resentimiento y otros excrementos de una sociedad enferma recorren las redes
sociales convirtiéndolas en cloacas laberínticas. El escrache se transformó en
linchamiento colectivo. En un país acostumbrado a este ejercicio abonado por la
cobardía y el anonimato, en un país en donde el prejuicio es deporte nacional y
el razonamiento agoniza, en donde los jueces y verdugos amateurs son plaga, la
frágil estructura psíquica y emocional del adolescente no resistió. Cuando su
“amiga” se arrepintió y confesó su infamia ya era tarde. Agustín Muñoz se había
suicidado. Ninguno de los miles y miles que acceden a las redes para hacer su
ejercicio cotidiano de escrache, verdugueo y linchamiento publicó una palabra
de arrepentimiento. De nada hubiera servido, pero no lo hizo. Se sabe que las
desmentidas y los arrepentimientos siempre llegan tarde y rara vez reparan lo
que dañaron. La única e ingenua esperanza que queda en estos casos es que la
conciencia de los verdugos, si existe, instale en sus vidas un insomnio
crónico, apenas interrumpido por oscuras pesadillas. También en quienes, como
es común, acusaron a la víctima (en este caso de “depresivo”), o en quienes
volvieron a matarla una vez muerta, como la hembrista (llamarla feminista es
insultar gratuitamente al feminismo) que celebró el episodio porque “cargarse a
unos cuantos inocentes es un precio que se debe pagar”.
El odio circula en las redes como un animal famélico
dispuesto a hincar el colmillo en lo primero que encuentre. Y en una sociedad
en la que una masa crítica de sus integrantes no puede ni quiere gestionar sus
disensos, incapacitada para debatir, infectada por la intolerancia y el
prejuicio, las oportunidades para que el odio haga su trabajo se multiplican.
La política, el deporte, las cuestiones de género y de sexo, las étnicas y el
fanatismo nacionalista las ofrecen a cada momento. Cunden las ejecuciones
virtuales, la difamación, la descalificación, la mentira. Cunden y crean
adicción. Agustín Muñoz, de quien ya no se habla porque en un par de semanas
todo pasa al olvido (incluso en los medios) para dar paso a la próxima dosis de
morbo, fue una víctima de carne y hueso. Un muerto real. Pero en el universo
virtual lo real ya no se distingue. Ni importa. Iba a ocurrir y ocurrió. Si el
odio y la responsabilidad se asocian, el cóctel es fatal. Esta vez se cobró una
vida. Pero minuto a minuto arrasa con reputaciones, con logros duramente
conseguidos, con historias personales, familiares, profesionales,
organizacionales, institucionales forjadas con trabajo, dedicación y valores.
Así como el cuchillo no es el culpable en un crimen por
apuñalamiento, tampoco lo son las redes en estos casos. Siempre hay alguien que
los usa. Si serán arma o herramienta depende de ese responsable (aunque se
oculte en el anonimato). Cuando se manejan con odio, las redes sociales pueden
ser redes mortales. No importa si el odio, hipócrita, se esconde tras disfraces
políticamente correctos.
(*) Periodista y escritor
© Perfil.com
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