Por Carmen Posadas |
Rebobinemos
ahora para contar que hace unos años tres profesores universitarios, Peter
Boghossian, Helen Pluckrose y James Lindsay, decidieron exponer la realidad de
lo que ellos llaman «estudios de agravios o quejas», escritos académicos que,
en su opinión, están corrompiendo las investigaciones universitarias.
Para hacerlo, se dedicaron a escribir artículos en
los que se defendían verdaderos dislates que enviaron luego a importantes
publicaciones dedicadas a los siguientes temas: estudios de género, teoría
crítica de la raza, también de la diversidad sexual y de otras áreas
políticamente aceptables. Así, se dieron cuenta de que la actual división de la
sociedad en grupos de oprimidos y opresores, muy paradójicamente, da carta
blanca para publicar alegatos increíblemente racistas y sexistas siempre y
cuando se elija bien la raza o el sexo a los que se quiere denostar.
Por ejemplo, en el antes mencionado caso de Mein
Kampf, bastó con cambiar la palabra ‘judío’ por el concepto ‘hombre blanco’
para colar esta frase del Führer: «[…] Si no erradicamos al hombre
blanco pronto celebraremos el funeral de la humanidad». En otro artículo
llamado Reacciones humanas a la cultura de la violación y
performatividad en parques urbanos para perros (sic) se sostenía que,
para que el feminismo acabara de una vez por todas con las violaciones, había
que educar a los hombres igual que si fueran mascotas.
Este paper universitario –que fue
recibido con enorme entusiasmo hasta el punto de recomendar que a sus autores
se les extendiera la beca y se les concediera algún premio– contó sin embargo
con un pequeño reproche por parte de los responsables de la acreditadísima
revista al que fue enviado: se lamentaba que tal vez, al realizar su estudio,
los autores hubieran violentado a las mascotas examinando sus genitales. Por su
parte, Entrando por la puerta de atrás, otra original propuesta
para luchar contra la homohisteria y la transhisteria masculina, proponía que a
partir de ahora los hombres blancos heterosexuales se autopenetrasen con
consoladores, una práctica que, con toda seguridad, los volvería menos
homofóbicos y más feministas al comprobar en sus carnes los horrores de la
violación. Veinte estudios de este tipo lograron publicar los tres profesores
hasta que, por fin, uno de sus delirantes trabajos publicado en el Journal
of Feminist Geography llamó la atención de alguien que empezó a
sospechar de que tal vez, quizá, quién sabe, se tratara de una broma.
Boghossian, Pluckrose y Lindsay explicaron entonces que su intención era dar un
toque de atención, abogar por que de ahí en adelante las universidades
acometieran una revisión exhaustiva de aquello que se publica en el campo de
las humanidades, las ciencias sociales y la antropología. Y puestos a revisar,
¿por qué no extenderlo también a otras áreas académicas en las que la
corrección política acaba dando por buenos no pocos disparates? ¿Y qué creen
que pasó entonces? ¿Que las sesudas y prestigiosas publicaciones
académicas pidieron disculpas, entonaron el mea culpa, prometieron
enmienda? No, señor.
Lo único que ocurrió fue que los tres profesores
cayeron en el más negro ostracismo. Todos sus colegas comenzaron a esquivarlos
por miedo a ser considerados unos machistas y/o unos fascistas reaccionarios. O
dicho en palabras de un buen amigo de Lindsay: «Chico, perdona, ellos saben que
los habéis cogido bien cogidos, pero los que están de acuerdo con vosotros, yo
incluido, estamos demasiado asustados como para decirlo en voz alta. ¿Tú me
comprendes, verdad?».
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