Empieza un nuevo
año y mucha gente se llena de propósitos
y buenas intenciones.
Por Cristian
Vázquez
1
Un meme que circula
bastante en cada cambio de año. Una viñeta muy simple en que se ve el Sol y un
planeta con su órbita alrededor. Del planeta surge una línea de diálogo:
“¡Feliz año nuevo!”. El Sol reflexiona: “No entiendo por qué hacen tanto
alboroto cada vez que pasan por ahí”.
El chiste radica,
por supuesto, en el carácter puramente arbitrario de la fecha en que elegimos
cambiar de calendario. Lo hacemos en ese momento como podríamos hacerlo en
cualquier otro, como de hecho lo hacen otras culturas. No obstante, esa forma
de organizar el tiempo atraviesa nuestras vidas y los últimos días de diciembre
nos encuentran a casi todos haciendo balances y listas de lo mejor y lo peor
del año, mientras que, en los primeros de enero, no podemos evitar la
enumeración, siquiera mental, de propósitos y buenas intenciones, esos
objetivos que –sí, esta vez sí– vamos a alcanzar.
Otra especie de
meme, la web HipDict –un “diccionario colaborativo”
que toma conceptos conocidos y propone nuevas acepciones cargadas de ironía–
compartió en estos días una entrada para Propósitos de año nuevo:
“Metas poco realistas que compartes en las redes sociales para obtener el apoyo
de amigos a los que nunca ves”. No suena muy equivocado: hay estadísticas que afirman que solo una
de cada diez personas cumple lo que se propone a comienzos de año, y que casi
el 42% se da por vencido antes de que acabe el mismo mes de enero.
2
Entre esas “metas
poco realistas” hay algunos auténticos clásicos, como dejar de fumar, empezar a
hacer deporte o aprender inglés. Y también: leer más. ¿Es posible planteárselo
como intención para el año nuevo? Sí, sin dudas. Para ello, puede ser muy útil
el listado de los libros leídos, del que hemos
hablado hace algunas semanas. Si sabés cuántos libros leíste el año pasado,
podés proponerte una nueva temporada superadora.
Pero además pueden
plantearse otros objetivos, que no tienen que ver con cifras absolutas sino con
cuestiones más específicas. Por ejemplo: leer más libros escritos por mujeres.
O más libros de autores de tu país o de tu región. O más libros en su idioma
original en vez de traducciones. O más clásicos.
A comienzos de 2018
cumplí cuarenta años y en lo único en lo que sentí algo parecido a eso que
llaman “crisis de los cuarenta” fue al advertir que había libros que
supuestamente tendría que haber leído a esta edad y no lo
había hecho. Entonces, en estos meses, leí Guerra y paz, Historia
de dos ciudades, El retrato de Dorian Gray, El ruido y
la furia, El Gatopardo, 2666… y sigue siendo tan
alta la pila imaginaria de los clásicos que me quedan por leer…
Cuando se lo conté
a una amiga psicoanalista, me dijo que lo que había obrado en mí había sido la
culpa. No me gusta verlo de esa forma, pero quizá tenga razón. En cualquier
caso, lo fundamental es que, siempre por delante, siga marchando el placer.
Proponerse ciertas lecturas no debería ir, en ningún caso, en desmedro del
goce. Si no hubiera disfrutado de Tolstoi, Dickens, Wilde, Faulkner, Lampedusa
y Bolaño, no habría continuado (de hecho, a Faulkner lo retomé después de
haberlo abandonado tiempo atrás). Ya hemos citado esta frase de Borges en alguna ocasión: “No lo lean porque es
famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo.
Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo. Ese libro no ha sido escrito para
ustedes. La lectura debe ser una forma de la felicidad”.
Ese debiera ser
siempre, al hablar de lecturas, el propósito mayor.
3
Existen metas que
son primas hermanas de las de lectura: las de escritura. Hace poco una chica me
contaba que, desde largo tiempo atrás, tiene deseos de escribir un diario. De
hecho, todos los años empieza a hacerlo. Empieza cuando hay que
empezar: el 1 de enero. Y lo prosigue el día 2, y también el 3. Pero luego le
falta disciplina y el cuaderno queda ahí, abandonado como un bote en la orilla,
y ella no vuelve a escribir su diario hasta el primer día del año siguiente.
Nos imaginamos una novela compuesta por las notas de un diarista inconstante:
el lector conocería las vicisitudes de la vida del personaje, su evolución, el
paso del tiempo, solo a través de esos apuntes siempre ilusionados y siempre
condenados a la interrupción. Le pusimos título a la novela, por supuesto: Tres
días de enero. Alguien debería escribirla.
Después me encontré
con un viejo amigo a quien llevaba varios años sin ver. En la época en que nos
frecuentábamos, hace unos tres lustros, él publicó un libro de cuentos y
llevaba un diario y se imponía la obligación de escribir en su diario todos los
días. Todos. Aunque al final del día estuviera muerto de sueño y sintiera que
no podía, escribía siquiera lo mínimo: la fecha. “3 de enero, jueves”. Como si
ese día no hubiera pasado nada. Pero al menos algo había pasado, algo de lo que
quedaba registro: él había escrito la fecha en su cuaderno.
Aquello fue una
enseñanza para mí, una meta, porque por entonces yo también sentía el deseo de
escribir un diario. Lo empecé tiempo después, y sigo haciéndolo. Durante muchas
épocas no fue un verdadero diario, ya que no escribía todos los días. Podían
pasar semanas e incluso meses sin ninguna anotación. En los últimos tiempos,
por fin, he logrado una disciplina cercana a aquella autoimposición: apuntar
todos los días algo, aunque más no sea la fecha. Y la disfruto. “3 de enero,
jueves”.
Cuentan que una vez
le preguntaron a John Updike, quien publicó más de cuarenta libros a lo largo
de su vida, cómo hacía para escribir tanto. Updike respondió que era muy
simple: escribía dos páginas cada mañana. No parece mucho, pero eso equivale,
en un año, a más de 700 carillas. No son pocas. Quienes nos dedicamos a
escribir no siempre podemos escribir dos páginas por día; a veces no podemos ni
una, ni media; hay días y días en que no redactamos más que asuntos laborales,
la lista de la compra, mensajes de whatsapp. Escribir el diario, en esos días,
es un bálsamo, un paliativo, un refugio. Aunque sea una línea, la del día de
hoy.
En su novela Para
español, pulse 2, publicada hace unos meses, la española Sara Cordón
responde con humor a la vieja pregunta de a partir de cuándo alguien que escribe se convierte en
un escritor. Habla de alguien que “en Nueva York aprendió muchas
cosas. Una de ellas es que ser escritor consiste en que los compañeros del
gremio te dejen serlo. También en escribir de vez en cuando”. El diario también
puede ayudar a cumplir con ese requisito.
4
Suelen aconsejarse
las metas pequeñas o de corto plazo, que son más fáciles de alcanzar. De ahí,
por ejemplo, propuestas como el NaNoWriMo, el desafío de escribir una
novela en un mes. Pero también puede ser recomendable tomarse los objetivos con
calma. Que sean un faro que guíe a la distancia, pero que no haga perder de
vista cuestiones más cercanas y cotidianas. Si leemos más de tal o cual cosa,
que sea una forma de la felicidad. A veces conviene virar el rumbo poco a poco.
Lo escribe alguien que tardó más de quince años en acostumbrarse a apuntar cada
día al menos la fecha en su diario. Y cuando pasen los meses y se acerque un
nuevo fin de año y los objetivos incumplidos sigan estando ahí, lo mejor será
pensar en el Sol, que no entiende por qué a cada vuelta que damos hacemos tanto
alboroto.
© Letras Libres
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