Por Javier Marías |
Vivimos una época en la que proliferan tales políticos. Son los que, sin apenas motivo ni base, “vierten su pestilencia en los oídos”, por parafrasear las palabras de Yago. Estamos rodeados de Yagos.
Quizá no tengan muy
presente el Otelo de Shakespeare. Puede
que muchos jóvenes ni siquiera lo hayan leído ni visto representado.
Recordémoslo un poco, por si acaso. Otelo, moro y general de Venecia, se ha
casado a escondidas con Desdémona, hija de un senador al que poca gracia hace
esa unión, por cuestiones de origen y raza. Pero no le queda más remedio que
aceptar los hechos consumados, y al fin y al cabo Otelo goza de reputación por
sus victorias. El conflicto “natural” es por tanto menor, y pronto se ve
neutralizado. Claro está que si no hubiera más no habría tragedia, las cuales
son emotivas en la ficción, pero en la realidad una desdicha. Yago está
resentido porque su superior Otelo ha nombrado lugarteniente a Cassio y no a
él, al que ha relegado al cargo de abanderado. Poca cosa en el fondo (hablé
hace semanas de que cualquiera puede estar resentido, hasta los más poderosos y
afortunados: véase Trump, sin ir más lejos), pero suficiente si el despecho se
convierte en el motor de nuestras acciones. Yago ha pasado a la historia como
la encarnación de la astucia, de la intriga, de la frialdad, de la calumnia y,
sobre todo, de la insidia. Para él, toda pasión es controlable, para caer en
ellas se precisa “un consentimiento de la voluntad”. Si la voluntad no
consiente, no hay amor ni lascivia ni ambición que valgan, todo eso es
reprimible, desviable, encauzable, descartable. Pero sabe que pocos humanos
niegan su “consentimiento”, y cuán fácil le resulta al individuo taimado, como
él, inducirlos, engañarlos, instigarlos y manipularlos. Sabe que basta con
deslizar una duda o una creencia en la mente de alguien para que aquéllas la
invadan entera, sobre todo si son bien alimentadas. El veneno va penetrando.
Nada hay reprobable en el comportamiento de Desdémona, que de hecho ama
cabalmente a su marido; y sin embargo entre los dos cónyuges se abre un abismo
sin el menor fundamento, excavado en la nada. Se pueden inventar sospechas y
desconfianzas, se puede persuadir a cualquiera de que lo que no es, es; y de
que lo que es, no es. Dice Yago al hablar de Desdémona: “Yo convertiré su
virtud en brea”, es decir, “la haré aparecer como una sustancia negra y
viscosa”.
Hoy la pestilencia
no se vierte con susurros al oído, sino que se proclama a los cuatro vientos en
las pantallas y en las redes sociales. Los Yagos no actúan furtivamente, sino
bajo los focos, como Putin. Pero no por eso son menos Yagos: gente que crea y
fomenta disensiones y odios donde no los hay, o sólo en escaso grado hasta que
los magnifican ellos. Si uno bien mira, no había ninguna razón objetiva y de
peso para que un analfabeto tiránico como Trump triunfara.
¿Acaso estaban las
cosas fatal con Obama? Hasta la economía era boyante. ¿Estaba mal Gran Bretaña
en la Unión Europea? Es obvio que va a estar peor y a ser más pobre fuera de
ella. ¿Estaba Cataluña oprimida hace seis años, cuando se inició el procés, o lo está ahora? Es un país tan libre como el
que más en Europa. ¿No se le permitía votar, como claman los Yagos
independentistas? No ha cesado de votar todo lo votable durante los últimos
cuarenta años. ¿Son los inmigrantes una verdadera amenaza para Europa o los
Estados Unidos, como braman Salvini y Casado? No de momento, más bien son
necesarios. La nación más agresiva con ellos, Hungría, alberga tan sólo un 4% o
5% de extranjeros, pero allí hay un Yago notable llamado Orbán, dedicado a la
insidia. ¿Nuestra democracia parlamentaria es abyecta y franquista, como
sostienen Pablo Iglesias y sus acólitos, esa cofradía de Yagos? ¿Hay que acabar
con ella, que ha permitido a España las mejores décadas de su larga historia?
¿A santo de qué? ¿Por resentimientos particulares? Siempre hay defectos,
injusticias, desigualdades. Cierto que la brutal recesión económica los
gobernantes la han cargado sobre las espaldas de las clases medias y bajas,
empobreciéndolas. Pero ¿es eso suficiente para derribar el edificio entero, sobre
todo cuando no está listo —qué digo, ni concebido— el que habría de
sustituirlo? Cuando Otelo asume que va a matar a Desdémona, se despide de su
vida anterior con amargura: “Desde ahora, y para siempre, adiós a la mente
tranquila, adiós al contento… La ocupación de Otelo ha terminado”. ¿Desea la
gente entonar esta despedida, aquí, en Italia, en América o en Gran Bretaña, en
Polonia, en Brasil o Hungría, en Francia? ¿“A partir de ahora, y para
siempre…”? Yago lo confiesa al principio: “Yo no soy lo que soy”. Ninguno de
estos políticos son lo que son o dicen ser, aunque se exhiban y vociferen.
También en la exhibición y en la vociferación se esconde uno, y engaña, difama
y emponzoña.
© El País Semanal
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