Dicen que la última carta auténtica en papel se enviará
en esta
generación. ¿Quién de nosotros la escribirá?
Por Cristian
Vázquez
1
“El arte de escribir cartas se ha perdido”. ¿De cuándo puede ser esa
afirmación? La mayoría de nosotros pensaría que de hace unos pocos años, cuando
se masificó el correo electrónico y ya no hubo necesidad de escribir en un
papel, guardar el papel en el sobre y arrojarlo en un buzón para que, con
suerte, le llegue al destinatario unos cuantos días o semanas después. Pero no
es reciente.
El lamento tiene exactamente un siglo: lo publicaba la Yale
Review, de Estados Unidos, en enero de 1919. “Algunos culpan al teléfono, a
la máquina de escribir, al telégrafo o al ferrocarril”, señalaba la revista.
“Otros dicen que el arte se perdió con la pluma de ganso. Pero la mayoría
achaca la pérdida al moderno arte del ocio”.
Tenemos la tendencia a ver el pasado como un sitio luminoso, donde todo
era mejor que ahora. A menudo añoramos tecnologías o costumbres que la memoria
selectiva ha asociado con sensaciones placenteras, pero que en su momento eran
fuente de constantes quejas y dolores de cabeza. Pensando en eso, me pregunto:
¿no es un poco absurdo el lamento por haber dejado de escribir cartas de papel,
en tiempos en que todos llevamos en el bolsillo un aparato con el cual no solo
podemos enviar y recibir mensajes escritos, sino también fotos y grabaciones de
voz y de video, en fracciones de segundo, desde y hacia casi cualquier parte
del planeta? ¿Acaso la añoranza por la vieja correspondencia no es también un
error, un engaño de la memoria, una fantasía pergeñada por el paso del tiempo?
Estoy convencido de que la respuesta a esas preguntas es un rotundo no.
2
A argumentar las razones de ese no se dedican las
quinientas páginas del libro To the Letter —traducido al
castellano como Posdata—, de 2013, escrito por Simon Garfield
(autor del también hermoso Es mi tipo, libro sobre la tipografía
del que ya hemos hablado por aquí). Dice Garfield que “existe una
integridad en las cartas que no existe en ninguna otra forma de comunicación
escrita”. Y añade que “en parte esto tiene que ver con la aplicación de la mano
sobre el papel, con el paso del papel a través del carro de la máquina de
escribir”. Es decir, el valor de la carta como objeto físico: no es solo un
texto que se transmite, sino un elemento material que ha sido forjado por las
manos de una persona y llega a las manos de otra. El medio como mensaje.
Este es un valor que han tenido en cuenta todos los corresponsales desde
que las cartas existen. De ahí que se dé tanto valor a los manuscritos
originales de las grandes obras. De ahí que, hace dos siglos, en julio de 1819,
el poeta John Keats le hiciera a su amada Fanny Brawn un pedido clásico en la
historia de la correspondencia: “Escribe las palabras más dulces y bésalas para
que yo pueda al menos posar mis labios allí donde han estado los tuyos”.
El libro de Garfield incluye, intercalado entre sus capítulos, un
intercambio epistolar entre un soldado británico durante la Segunda Guerra
Mundial y su amada, que lo aguardaba en Londres, un relato que se lee como una
verdadera novela. “Lo único que quería en ese momento era leer tus palabras,
esa pequeña parte de ti, una y otra vez”, dice el soldado en una de sus notas.
Y luego le hace el pedido clásico, aunque es conciente de que está repitiendo
una historia y que, por lo tanto, debe tener su parte de farsa: “Cuando se
seque mi firma, la besaré. Si tú haces lo mismo, cerraremos el círculo (no muy
higiénico, por otra parte)”.
Por cierto, las “XXX” con que los anglosajones expresan “besos” al final
de sus misivas proviene de una costumbre similar. Y de hace mucho tiempo: en la
Edad Media, se dibujaba una cruz sobre los documentos, en señal de fe y temor
de Dios, y después se besaba esa cruz. Un hábito que parece moderno y que en realidad
es antiquísimo. No es el único.
3
Podemos sentirnos muy modernos por escribir WTF o LOL en Twitter, pero
ya los romanos de hace dos milenios escribían SVBEEQV en sus cartas: Si
vales bene est, ego quidem valeo, o sea: “Si estás bien, estupendo. Yo estoy
bien”.
También hubo ya, con las cartas del siglo XIX, códigos para decir cosas
sin decirlas. En Suecia, según el lugar del sobre o de la postal en que se
pegara la estampilla, se podía significar “quema mi carta”, “has pasado la
prueba” o mensajes tan específicos como “la fidelidad es una recompensa en sí
misma”. Como en los orígenes del correo el gasto por los envíos no los pagaba
el remitente sino el destinatario, y este tenía la posibilidad de rechazarlos,
muchas cartas se enviaban con un código de rayas o dibujos en la parte externa
del sobre. De ese modo, la persona podía recibir el mensaje gratis, pues se
negaba a pagar por quedarse con el papel (una versión epistolar de las
“llamadas perdidas”, la forma de avisar, por ejemplo, “he llegado bien”,
haciendo sonar dos veces el teléfono y luego colgando, para evitar el gasto
económico de una llamada).
Las quejas y reprimendas por no responder los mensajes anteriores
tampoco son una característica de nuestro tiempo: también hace dos mil años lo
hacían quienes se escribían cartas. Y ni siquiera son exclusivamente nuestros
los mensajes brevísimos que enviamos por WhatsApp. Cuentan que Víctor Hugo,
preocupado por la repercusión de Los miserables, a comienzos de la
década de 1860, le escribió a su editor una de las dos cartas más breves de la
historia. Decía: “?”. La segunda carta más breve de la historia fue la
respuesta del editor: “!”.
4
Pero hasta aquí no hemos mencionado la —quizás— principal pérdida que
implica el abandono de las cartas. Tras citar una hermosa carta del escritor y
poeta Ted Hughes a su hija, Garfield se plantea: “¿Podría haberse escrito esta
carta como correo electrónico? No lo creo. Está redactada con demasiado esmero,
con demasiadas capas. Transporta demasiada carga. No se mira a sí misma; es
simplemente una obra correcta, íntima y afectuosa, con naturalidad lírica. En
mi opinión, esa carta habría resultado demasiado literaria en formato de correo
electrónico. Quedaría demasiado patente el desfase con la tecnología con que se
creó”.
En este sentido, hay otra cuestión fundamental: el tiempo. Entre el
envío de una carta en papel y la llegada de su respuesta había un período de
espera. Un lapso de reposo. La vida transcurría y, sin saberlo, alimentaba la
carta siguiente. Garfield cuenta una anécdota protagonizada por su hijo Ben. De
vacaciones en Lisboa, conoció a una chica.
“Querían seguir en contacto, así que decidieron escribirse. Ben se
imaginó vagamente algún tipo de correspondencia epistolar a la antigua usanza,
con sobres y sellos, pero, tal y como son las cosas ahora, lo dejaron estar y
empezaron a escribirse por correo electrónico. El problema era que todo
resultaba demasiado instantáneo. Él escribía, ella contestaba, y entonces él
estaba obligado a responder, probablemente el mismo día. Pero no había nada
importante que contar, así que todo se fue a pique casi tan rápidamente como
había empezado”.
5
“Con el tren, el barco de vapor y la imprenta, esta vida nuestra se ha
convertido en una masa monstruosa”, le escribía Thomas Carlyle a Ralph Waldo
Emerson en 1835. Y con internet ni hablar, podría añadir algún apocalíptico de
nuestros días. Podemos citar cartas como la de Carlyle, pero lo más probable es
que la gente del futuro no pueda leer casi ninguna carta de nuestro tiempo. Los
correos electrónicos y los chats telefónicos se desvanecen en el aire. He ahí
una pérdida más.
“La última carta llegará en esta generación”, aventura Garfield.
“¿Cuándo llegará ese día memorable, esa última carta auténtica? ¿El próximo
miércoles? ¿Dentro de un año? ¿Dentro de cinco años? No sabremos que era la
última hasta meses o años después, cuando miremos atrás ponderando el pasado…”
¿Quién de nosotros escribirá esa última carta?
Existen clubes de cartas, gente que se dedica a escribirse de puño y
letra, a esperar con paciencia mensajes que siguen recorriendo un camino
trazado por buzones, empleados de correos, carteros y agentes del azar. La
sabiduría popular enseña que no hay que confundir lo urgente con lo importante.
Pues bien, quizás haya que limitar la mensajería instantánea a lo urgente, y
darnos la posibilidad de seguir volcando, al menos cada tanto, lo importante en
el papel. Tal vez de esa forma podríamos sentir, como Virginia Woolf, que “el
género epistolar es el arte más humano, que hunde sus raíces en el amor a los
amigos”. O lo que apuntó, en el siglo IV, un autor llamado Demetrio: “Todo el
que escribe una carta lo hace como imagen de su propia alma. En todas las
formas de discurso puede apreciarse el carácter del escritor, pero en ninguna tan
claramente como en la epistolar”. Y así, a lo mejor, si tenemos el privilegio
de recibir alguna carta más alguna vez, podamos experimentar lo que Emily
Dickinson: “Una carta te hace sentir inmortal, porque es solo la mente del
amigo, sin el cuerpo”, aunque Katherine Mansfield le escribió una vez a un
amigo: “Esto no es una carta, son mis brazos rodeándote un momento”. Si alguien
quiere escribirme un día una carta en papel, que sepa que me hará feliz.
© Letras Libres
0 comments :
Publicar un comentario