Por Arturo Pérez-Reverte |
Quienes solemos
equivocarnos somos los lectores, eligiendo el libro inadecuado o el momento inoportuno
para leerlo. Una novelita banal, que leída ayer o mañana nos sería por completo
indiferente, puede hoy, tal vez, cambiar nuestra forma de mirar o el rumbo de
nuestra vida.
Pensaba en esto ayer por la tarde, mientras
reordenaba la parte de mi biblioteca donde están las novelas policíacas. Ese
apartado contiene medio millar de títulos y autores que van de los albores del
género, con Edgar Allan Poe –todos los policías y detectives son hijos o nietos
de Los asesinatos de la calle Morgue–, o el Rocambole de
Ponson du Terrail hasta algunos de los más recientes, como Dennis Lehane, Fred
Vargas, Volker Kutscher, Camillieri o Banville. Y entre esos títulos, a modo de
tatarabuelo de todos, tengo el Ayante de Sófocles, en
cuyo primer acto, Ulises, con su olfato de perra laconia, estudia
las huellas dejadas en la arena por el loco que, durante la noche, degolló a
todas las reses capturadas a los troyanos.
El caso es que, mientras reordenaba esos volúmenes
–acomodar cada nuevo libro obliga a mover los demás–, pasé un buen rato
hojeando viejas ediciones, alguna de las cuales poseo desde hace más de
cincuenta años. Y ésos sí están todos leídos. Cuando era jovencito tuve la
suerte de que una de mis abuelas fuese lectora de bestsellers de la época
–Slaughter, Yerby, Colette, Vicki Baum, Anita Loos, Saint Laurent– y también de
novelas policíacas. En su casa leí a Eric Ambler, Hammett, Chandler, Stout,
Charteris (El Santo) y Stanley Gardner (Perry Mason). Tenía un armario lleno
con títulos del género, y me dejaba llevarme cuanto quería. De ese paraíso
lector conservo medio centenar de títulos de la colección Oro de la editorial
Molino, y también de aquella magnífica GP Policíaca de los años 50-60: Harmon
Coxe, Peter Cheyney, E. Phillips Oppenheim y tantos otros.
De toda la literatura negra o criminal, la que más
disfruto desde niño es la analítica: el detective, hombre o mujer, enfrentado a
un enigma cuya resolución exige menos disparos que cerebro. En ese club selecto
del crimen figuran en mi biblioteca, con todos los honores, los primeros
grandes maestros y sus criaturas: el malvado Fantomas, el detective Lecoq, el
elegante ladrón de guante blanco Raffles, Arsenio Lupin, Rouletabille y el
maligno villano Fu-Manchú. A nivel más sofisticado se avecindan, naturalmente,
Chesterton con su padre Brown y S. S. Van Dine con Philo Vance. También el
inspector Maigret anda cerca, aunque debo confesar que a Simenon nunca le cogí
del todo el punto, y prefiero las películas interpretadas por el formidable
Jean Gabin; igual que prefiero Un maledetto imbroglio de
Pietro Germi –obra maestra del cine negro– a la novela original de Carlo Emilio
Gadda, que leí con desgana y deseando acabarla pronto.
En cualquier caso, llegando al nudo del asunto, a
la parte noble de mi sección criminal, puede decirse que ésta descansa, Hammett
y Chandler aparte, en cuatro pilares básicos: las novelas de Edgar
Wallace, las de Ellery Queen, las de Conan Doyle sobre Sherlock Holmes y las de
Agatha Christie. A Wallace lo considero –en exacta definición de Patrick Thompson–
el Alejandro Dumas de los bajos fondos (Hay crímenes para los que la ley no
basta como adecuado castigo, subrayé hace más de medio siglo en una de sus
novelas). Al detective privado Ellery Queen –cuyo autor firma con ese mismo
nombre– le debo fascinantes enigmas por resolver, cercanos al juego de rol,
hasta el punto de que me distraían de mis deberes escolares. En cuanto a Agatha
Christie, la más extensa y fértil de todos ellos, miss Marple y Hércules Poirot
bastarían para hacerla inmortal; pero es que además escribió la mejor novela
criminal de todos los tiempos: El asesinato de Rogelio Ackroyd. Sobre
Sherlock Holmes y Watson, a los que considero sin reservas los personajes
detectivescos más grandes, fascinantes y originales de la literatura universal,
poco más puedo decir a estas alturas, aparte de que ocupan, entre novelas,
tratados y ensayos, dos largos estantes en mi biblioteca, y que uno de mis
perros se llama Sherlock. Además, Irene Adler –la mujer que derrotó a Holmes–,
con la Milady de Los Tres Mosqueteros, marcó para siempre mi vida.
Pero ésa ya es otra historia.
© XLSemanal
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