El misterioso escritor habitado por
un rebelde héroe solitario
Julio Verne: "Soy libre. Tomo un lápiz, un papel en blanco. Me aíslo, y heme sentado sobre el Popocatepetl o chapoteando en el Titicaca”. |
Por José Manuel Fajardo
“Me siento el más desconocido de los hombres”. Esta
frase de Julio Verne, pronunciada al final de su vida como un amargo balance,
puede resultar chocante hoy, viniendo de un autor cuya fama, poco más de un
siglo después de su muerte, es universal. Con ella comienza también la espléndida biografía que sobre él publicó el escritor
español Miguel Salabert en 1985. Un libro de referencia obligada
cuando se quiere escribir sobre la vida y obra del novelista francés.
En buena
lógica con ella, el libro de Salabert llevaba el título de El desconocido Jules Verne. ¿Por qué un autor que
disfrutó de una enorme popularidad en vida, tanta como para que el Bey de Túnez
le enviara su tren particular para que pudiera visitar su país, se quejaba de
ser un desconocido? La respuesta a esta pregunta es una invitación al lector
para viajar en el tiempo y tratar de desentrañar lo que, con toda propiedad, puede definirse como el misterio de
Julio Verne.
La literatura de Julio Verne ha sido encasillada como literatura de aventuras para jóvenes y
también como literatura de anticipación, predecesora del género de la
ciencia-ficción. ¿Quién no ha leído en su infancia alguna novela de
Verne o visto alguna de sus adaptaciones al cine? ¿Quién, habiéndolo leído, no
se identificó de niño con su joven capitán de quince años o no admiró al
capitán Nemo? Por otra parte, el listado de innovaciones técnicas y científicas
que imaginó y que alcanzaron celebridad en sus novelas antes de formar parte de
nuestra realidad cotidiana es asombroso: del submarino al
helicóptero, pasando por los viajes espaciales. Y nadie puede negar
que su viaje a la Luna es la primera narración de un viaje espacial que se
atiene a criterios científicos.
Todo eso es cierto, el problema es que sólo
representa la mitad de la verdad y las medias verdades pueden ser más engañosas
que las mentiras. Porque el proyecto literario de
Julio Verne fue mucho más ambicioso que una simple colección de libros para
jóvenes y su imaginación utilizó la ciencia como metáfora,
haciendo correr por detrás de su fachada objetiva y realista un caudaloso río
de obsesiones y símbolos que es el que dota de verdadera fuerza a toda su
literatura. El universo simbólico enmascarado en sus novelas es el primer
secreto del misterio Verne. Un universo que durante mucho tiempo pasó
desapercibido para la crítica literaria. Por eso Salabert afirma con razón que
“Verne, uno de los autores más leídos, es el peor leído”.
Pero, como en toda vida, hay que ir al inicio, hay
que regresar a los primeros años de la existencia de Verne para encontrar las
claves de su principal secreto, las pistas de su personalidad oculta, aquella
que mantuvo siempre escondida tras su fachada de hombre de orden, burgués y
conservador. Ese otro Verne al que con toda propiedad, cual si de un precursor desdoblamiento borgeano se tratase,
se debe adjudicar la autoría de sus novelas.
A la sombra del padre y de los amores contrariados
Julio Verne nació el 28 de febrero en la isla
Feydeau. No se trataba de una solitaria isla del Pacífico como a la que fueron
a parar los personajes de su novela La isla misteriosa,
sino de una pequeña isla fluvial, situada en el estuario del Loira a su paso
por la ciudad francesa de Nantes. Una isla que ya no existe, devorada por el
crecimiento urbanístico de la villa, pero que en aquel año de 1828 ofrecía
todavía un vivo paisaje marinero. Su padre era un reputado abogado,
hijo de abogado a su vez, y un hombre de estricta mentalidad católica,
obsesionado por el orden y la disciplina. Su manía le llevó al extremo de
instalar un catalejo que le permitía observar el reloj de la torre de una
iglesia vecina por el que se regía, con precisión casi militar, la vida
doméstica del hogar de los Verne. Resulta muy difícil no ver en el protagonista
de La vuelta al mundo en ochenta días, el metódico
Phileas Fogg, una irónica referencia de Julio Verne a la figura de su
padre. Pero ésas eran bromas que podía permitirse el Verne secreto,
porque el otro, el que debía dar la cara ante el mundo, sabía por experiencia
que con su padre no se podía jugar.
Una noche del verano de 1839, con tan solo once
años de edad, Julio se dispuso a hacer realidad sus fantasías. Las historias
que su primera maestra, viuda de un capitán de barco desaparecido treinta años
atrás, le contaba sobre su esposo le habían llenado la imaginación de viajes y
aventuras marinas. Y la belleza de su prima,
Caroline Tronson, había despertado en su corazón un primer amor que chocaba con
la indiferencia de su amada. De modo que aquella noche, Julio Verne
se dispuso a conquistar por fin a su prima emprendiendo una aventura a la
altura de sus aspiraciones. Se escapó de su casa y se enroló como grumete en
el Coralie, un barco que zarpaba hacia la India. Sin
embargo, a la mañana siguiente y justo antes de la partida del barco, fue
localizado a bordo por su padre y llevado de vuelta a casa, donde recibió una terrible sesión de latigazos en presencia de
toda la familia, después de confesar que pretendía ir a la India para traerle a
su prima un collar de coral. El niño estuvo enfermo y a pan y agua
durante semanas, y sólo se le levantó el castigo cuando juró formalmente que
“no viajaría más que en sueños”. Esa fue su brutal acta de nacimiento como
escritor, obligado a soñar lo que no podía vivir.
Lo cierto es que aprendió a reprimir sus deseos y
sus pensamientos y desarrolló una gran afición por
los criptogramas (llegó a componer cuatro mil a lo largo de su
vida) y, en general, por las máscaras. Sin embargo, incluso esa ambición
literaria surgida de la represión de su espíritu aventurero tuvo que mantenerla
Julio Verne contra la voluntad de su padre, quien contaba hacer de él un
abogado que continuara la tradición familiar. Como había aprendido bien la
lección del látigo, se las apañó para evitar la confrontación. Menos
suerte tuvo con su prima Caroline, pues ésta no sólo siguió ignorando su amor
sino que, cuando Verne contaba diecinueve años, anunció su compromiso con un
joven de buena familia de Nantes. El noviazgo concluyó en una “boda execrable”,
en palabras del propio Verne, que le dejó un poso de amargura y resentimiento
que se puede rastrear a lo largo de su vida y de su obra.
Las relaciones de Verne con las mujeres se
enfriaron hasta temperatura casi cero, lo que ha llevado a algunos biógrafos,
como Marc Soriano, a considerar una posible bisexualidad del autor, y el matrimonio pasó a revestir para él una función exclusivamente
económica, un contrato comercial como el que acusaba a su prima de
haber contraído. Unos años después escribiría a su madre, no sin cierta
rechifla: “Cásame, mamá, tomaré la mujer que quieras, con los ojos cerrados y
la bolsa abierta”. Y cuando llegó por fin a contraer matrimonio con la joven
viuda Honorine de Viane en 1857, su boda casi clandestina (apenas una docena de
invitados) fue el prólogo de una vida marital en la que nunca se sintió
a gusto y que le llevó pronto a pasar la mayor parte de su tiempo encerrado en
su despacho.
Por otra parte, en sus novelas los personajes
femeninos apenas tienen relieve, suelen aparecer idealizados hasta la
irrealidad y abundan los argumentos en los que una boda, execrable o no, juega
un papel destacado en la historia, como si nunca hubiera podido librarse de la
decepción de aquel primer amor. Quizá la expresión más
apasionada y de mayor altura literaria de esa frustración latente sea su
novela El castillo de los Cárpatos, un relato gótico,
rara obra de pura fantasía en su producción literaria marcada por la ciencia,
donde recreó la pérdida de la mujer amada. Sin embargo, esta novela tardía,
escrita cuando Verne tenía casi sesenta años, no sólo era el eco del primer
amor frustrado, sino que recogía también la tristeza de un segundo episodio
amoroso en su vida del que muy poco se sabe.
Cuando llevaba veinte años de casado y pasaba buena
parte del tiempo en París, alejado de su hogar conyugal en la ciudad de Amiens,
empezó a frecuentar la casa de “una dama seria, de espíritu
abierto, con la que él podía conversar de los temas que le interesaban”,
en palabras de su nieto y biógrafo, Jean-Jules Verne. La dama en cuestión se
apellidaba Duchesne. Nada más se sabe de ella, salvo que para él representaba
la antítesis de la dama burguesa que era su esposa. Un reproche éste que
muestra las orejas del lobo de la personalidad oculta de Verne, pues evidencia que detestaba la convencional mentalidad burguesa
que él mismo defendía públicamente. El caso es que sí se sabe que su
misteriosa amiga falleció en 1885, un duro golpe que resuena en las lúgubres
páginas de El castillo de los Cárpatos,
escrito al año siguiente.
El mundo en la cabeza
Pero el joven Verne no podía siquiera adivinar esos
golpes que iba a depararle el porvenir. En 1848, tras la boda de su prima, nada
le retenía en Nantes, de modo que decidió aprovechar el interés de su padre en
que fuera abogado para marchar a París a cursar estudios de derecho. Aquello
tenía también mucho de frustración, porque mientras él emprendía viaje
hacia unos estudios que no le interesaban, su hermano menor Paul, a quien
estuvo muy unido toda su vida, se hacía a la mar como marino. La
paradoja era que, cediendo al mandato paterno, Verne se colocaba en realidad en
posición de poder eludirlo, al menos en parte. Ir a estudiar a París
significaba ponerse fuera del alcance de la disciplina paterna (aunque seguía
dependiendo económicamente del escasísimo dinero que aquél le enviaba) y, al
mismo tiempo, entrar en contacto con el mundo de las letras.
Como buen joven escritor, conoció la miseria
inherente al oficio y buscó en las invitaciones a las tertulias el modo de
poder comer algo sólido, pues allí se ofrecían tentempiés a los invitados. Perofue su encuentro con Alejandro Dumas, padre e hijo, el que marcó
verdaderamente su vida de escritor. Dumas padre fue quien le estrenó
por primera vez una obra teatral, quien le acogió a su mesa (famosa por su
prodigalidad) y quien desempeñó un papel de padre espiritual, que venía a
compensar el permanente desencuentro que Julio Verne mantenía con su padre
biológico. Un papel paternal que desempeñó después también el que sería su editor de por vida, Jules Hetzel.
Aunque Verne consiguió convencer a su padre de que
debía intentar una carrera literaria (“yo puedo ser un buen literato y no seré
más que un mal abogado”, le escribió), lo cierto es que, después de unos
primeros años más o menos bohemios en París, tuvo que buscar ingresos
económicos al margen de las letras, sobre todo a partir de su
matrimonio con Honorine. El proyecto literario que le rondaba la cabeza exigía
una larga y minuciosa preparación, que se tradujo en prolongadas visitas
vespertinas a la Biblioteca Nacional para ponerse al día de los más diversos
conocimientos de la época, desde la Historia a la ingeniería. Pero las mañanas
las dedicaba a trabajar en la Bolsa de París, donde pudo establecerse como
agente gracias a un préstamo que le hizo su padre. A esas alturas (él tenía 28
años de edad), su tenaz y sutil oposición a los designios paternos dio el
paradójico fruto de recibir, junto al préstamo para la Bolsa, el comentario de su padre en el que lamentaba que aquel trabajo
pudiera arruinar su carrera literaria. Toda una vuelta de tuerca en
las relaciones familiares.
El resultado de semejante y agotador plan de
trabajo fue que la familia Verne (su mujer tenía ya dos hijas de su fallecido
primer esposo) disfrutó de un cierto acomodo económico, pero Julio Verne empezó a sufrir crisis de insomnio y parálisis
faciales, que se le repetirían cada vez que el sobreesfuerzo lo vencía.
Verne llegó a decir de sí mismo que era un hombre que “trabaja como una bestia
de carga y cuyo cráneo va a estallar”. Hay que pensar que en aquel momento
estaba comenzando la escritura de sus Viajes Extraordinarios,
esas sesenta y cuatro novelas que forman un esfuerzo literario
monumental y para cuya redacción acumuló, ya desde los primeros
tiempos de estudio en la Biblioteca Nacional, 25.000 fichas de documentación.
Una tarea titánica y devastadora.
La primera novela del ciclo fue Cinco semanas en globo, editada por Hetzel en 1863,
justo en el momento en que la aeronáutica estaba más de moda y todo el mundo hablaba de África debido a la búsqueda del doctor
Livingstone emprendida por Stanley. El éxito fue inmediato y Hetzel
le propuso un contrato para publicar las siguientes novelas. De hecho, fue con
Hetzel que Verne trazó el plan general de sus Viajes Extraordinarios:
“un paseo completo por el cosmos del hombre del siglo XIX”. Se trataba de crear la literatura de la edad de la ciencia,
y para ello tenía que ser capaz de “alojar el inmenso universo en el
microcosmos de mi cerebro”.
El fruto de ese empeño fueron títulos inolvidables,
como Viaje al centro de la Tierra, Las
aventuras del capitán Hatteras, De la Tierra a la Luna o Los hijos del capitán Grant. En algunos casos, al ser
publicadas las novelas por entregas como folletón en algún diario
popular, los lectores llegaron a creer (o mejor, jugaron a creérselo) que
les estaban narrando hechos verdaderos, prodigiosos viajes a la Luna
o a través del continente africano.
Y en 1869, Verne publicó la obra que mejor expresa
esa segunda personalidad oculta durante toda su vida: Veinte mil leguas de viaje submarino. En ella sobresale
el que Salabert califica de “personaje absoluto de Verne”: el capitán Nemo, un hombre misterioso, cuyo origen e historia se
desconocen, pero que está en guerra permanente contra los ingleses y
vive apartado de la Humanidad a bordo de su submarino, el Nautilus. Nemo es en realidad el Verne
que nunca se atrevió a salir a la luz, el hombre que amaba la
libertad por encima de todas las cosas y que se quedó encerrado en una vida
burguesa, atado a un escritorio. En un análisis grafológico de la firma de
Verne, el grafólogo Pierre Louys concluyó que su personalidad, en realidad, era
la de un “revolucionario subterráneo”, poseído por una “determinación secreta
contra todo”; un orgulloso, solitario y mudo. El retrato del anarquista
individualista que nunca llegó a ser, pero que encarnó en la piel de papel del
capitán Nemo.
De todos modos, el odio a la tiranía y al
colonialismo, personificado para él en el imperio inglés, y la admiración hacia los hombres que luchaban por la independencia
de sus pueblos, desde la India (donde resultó haber nacido Nemo,
según se desveló en la novela que probablemente sea la obra cumbre de
Verne, La isla misteriosa) hasta Irlanda, Polonia o Grecia,
están presentes a lo largo de toda su obra. Una obra que alcanzó fama mundial y
le generó cuantiosas ganancias con la publicación, en 1873 (al año siguiente de
la muerte de su padre), de La vuelta al mundo en ochenta
días. Sobre todo, porque su adaptación teatral se estuvo representando durante cincuenta años consecutivos en el
teatro Châtelet de París. A lo largo de su vida, esa novela alcanzó
la cifra récord, para los índices de lectura de la época, de 108.000
ejemplares, y eso solamente en las ediciones no ilustradas. El doble que Veinte mil leguas de viaje submarino.
El éxito le permitió hacerse con un hermoso yate y
cumplir los sueños marineros de su infancia. Y, gracias a
él, logró no quedar reducido a ser un soñador de despacho, cosa que
sí le ocurrió a otro célebre autor de novelas de aventuras, Emilio Salgari. Cuando tuvo oportunidad (generalmente
gracias a los contactos de su hermano Paul, el marinero) se embarcó en largos
viajes. A Escocia y a Noruega, también a Nueva York. Y cuando al fin dispuso de
barco propio, navegó por el Mar del Norte y se adentró en el Mediterráneo. Cada
año, dedicaba los meses de junio a octubre a navegar, y el resto
permanecía enclaustrado en la escritura de sus novelas.
Un oscuro futuro
Sin embargo, aquel feliz equilibrio al fin
alcanzado se vio roto el 9 de marzo de 1886, cuando un hombre le disparó dos tiros a la puerta de su casa, un
atentado que venía a culminar una serie de desgraciados incidentes que habían
ido oscureciendo su vida, y cuyo resultado inmediato fue dejarle cojo y
apartarle definitivamente del mar, obligándole a vender su preciado velero.
El cerco de desdichas que había ido estrechándose a
su alrededor estaba compuesto de muy diferentes elementos. De un lado
estaba su pésima relación con su hijo Michel, que venía a
reproducir casi como un sarcasmo el conflicto que él había vivido con su padre.
Michel era un joven rebelde e irresponsable, siempre cubierto de deudas y por
completo reñido con el trabajo, que le generó mil quebraderos de cabeza. Quizá
era aquella la factura sentimental que Verne debía pagar por la poca atención
que le había dedicado, siempre metido en su mundo. La situación llegó al punto
que Verne embarcó a su hijo en un navío con rumbo a la India, a fin de intentar
domarle a base de disciplina marinera. Paradójico castigo que
consistía en infligirle aquello que él había deseado para sí desde la infancia.
A esa conflictiva situación se unieron el fallecimiento de su madre y el de su
misteriosa amiga de Asnières, madame Duchesne. El hecho de que el autor del
atentado resultara ser su propio sobrino Gaston, hijo de su querido hermano
Paul y víctima de un grave desequilibrio mental, vino a poner un cruel remate a
su creciente melancolía.
Pero, además, el progreso del siglo XIX, ese
progreso que él había querido traducir en términos literarios en sus Viajes Extraordinarios, había
terminado por conducir en el mundo real a una serie de guerras feroces, la última
de ellas entre Francia y Alemania en 1870. Los avances técnicos se
aplicaban a la guerra, la floreciente industria llenaba Europa de obreros
hambreados y los movimientos socialistas espantaban al burgués que Verne, pese
a todo, seguía siendo. Así, mientras proclamaba su fe en la libertad de los
pueblos de otros países, propugnaba fusilar a los
revolucionarios de la Comuna de París. El progreso escondía
contradicciones que se reflejaban en su propio contradictorio carácter y que
empezaron también a hallar eco en su obra.
De ese modo, las novelas de los últimos años de
Julio Verne fueron tornándose más oscuras y empezaron a
dibujar un futuro que no era ya el de la optimista fe en el progreso de sus
primeras obras. Éstas llaman hoy la atención por sus
anticipaciones técnicas, aunque el propio Verne relativizó ese aspecto de su
literatura al afirmar: “No me enorgullece particularmente haber escrito sobre
el automóvil, el submarino, el dirigible, antes de que entraran en el dominio
de las realidades científicas. Cuando he hablado de ellos en mis libros como de
cosas reales ya estaban inventados a medias”. Sin embargo, sus últimos libros
destacan por otro tipo de anticipación: sus previsiones de tipo social.
Así, previó que en el siglo XX las tres grandes potencias del mundo serían Estados Unidos, Rusia
y China, e incluso anunció que la entonces todopoderosa Inglaterra
terminaría siendo un mero apéndice de la nación americana. Pero fueron sus
novelas Los quinientos millones de la Begun y La asombrosa aventura de la misión Barsac las que
más certeramente presagiaron la llegada de los
totalitarismos a Europa y, en particular, del nazismo. Mientras en
la primera habla del militarismo alemán y de una sociedad industrial
militarizada, en la segunda da un paso más y plantea la responsabilidad de los
científicos que trabajan al servicio de maquinarias de destrucción, cerrando
los ojos a las consecuencias de sus obras.
Sus dos obras póstumas remataron el pesimismo de su
última mirada. En El eterno Adán, un sabio del futuro
descubre las huellas de una antiquísima civilización desaparecida, la europea,
que se creía eterna. Y en Los náufragos del Jonathan,
Verne vuelve por última vez al escenario de una isla, en esta ocasión aquélla
en la que se ha recluido Kaw-Djer, un auténtico héroe libertario en la estela
del capitán Nemo, y a la que llega por azar un grupo de náufragos. La sociedad
que constituyen expresará lo peor de la condición humana y el trágico final de
muchas de las buenas intenciones: “El libertario había mandado, el igualitario
había juzgado a sus semejantes, el pacifista había hecho la guerra, el filósofo
altruista había diezmado a la muchedumbre; y su horror de la sangre no
había conseguido otra cosa que verterla aún más”, escribió. ¿Puede
haber un balance que nombre más certeramente el mundo actual?
El 24 de marzo de 1905, Julio Verne fallecía en su
casa de Amiens. Había conseguido enderezar la relación con su
hijo. Sus libros tenían millones de lectores, aunque la crítica
hubiera empezado ya a relegarlos al estante de literatura juvenil, donde iban a
pasar casi un siglo. Había sido concejal en Amiens por una agrupación de
radicales de izquierdas, última paradoja de su vida: ser un conservador en las
filas de la izquierda, antisemita convencido y moderado en política, pero
progresista en educación y en urbanismo. Y, sobre todo, había conseguido vivir la extraña libertad de su intimidad
inconfesada. Poco antes de fallecer destruyó casi la totalidad de su
correspondencia, sus anotaciones y sus manuscritos, en un último intento de
borrar las huellas del otro Verne, ese Verne que quedó recluido en las páginas
de sus novelas, en el dominio de los sueños al que lo había condenado su padre
sesenta y seis años antes. Ese dominio del que había escrito una vez: “¡Qué
bella profesión! Soy libre. Tomo un lápiz, un papel en blanco. Me aíslo, y heme
sentado sobre el Popocatepetl o chapoteando en el Titicaca”. Y es que, por mucho que lo ocultara toda su vida, Julio Verne
siempre estuvo secretamente habitado por un rebelde héroe solitario.
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