Por David
Bowman
La ortografía no es una ciencia, sino una técnica.
La ortografía resulta útil para reproducir el lenguaje por escrito; si hablar
es natural, la ortografía es una convención artificial e
imprescindible para entendernos visualmente, y no sólo oralmente. Un
código gráfico, un invento genial, en suma, que conviene respetar como si de un
ídolo sagrado se tratase. Empiezas ignorándolo y acabas por no saber quién
eres, dónde estás ni qué rayos te pasa.
En un artículo aparecido el otro día en El País, firmado por la
socióloga Olivia Muñoz Rojas, se aseguraba que los ya
celebérrimos chalecos amarillos franceses (gilets jaunes) “se sienten menospreciados por
numerosos representantes de la República (francesa, of course) que no pueden evitar sonreír con
displicencia ante su manera de expresarse o sus faltas ortográficas en las
redes”.
Lejos de mí despreciar a nadie por cometer faltas
ortográficas. Yo mismo cometo muchas y con ello, como los gilets jaunes, doy armas a mis enemigos. Quizá sea por eso que lo único que desprecie sea quitar
importancia al hecho de cometer faltas de ortografía. Y es que lo
peor de la ignorancia es que sea tanta que uno ignore incluso que es ignorante.
Y, claro, que no pelee por acabar con la tal ignorancia, labor tan importante
como acabar con las injusticias de este mundo cruel, como sabían aquellos
incipientes sindicatos obreros del siglo XIX que hicieron de la instrucción un
deber casi sagrado para el proletario. La lucha ímproba y heroica que emprendieron
no fue en vano: nunca antes de ahora hubo a mano tantos recursos para
instruirse. Alfabetización generalizada, enseñanza obligatoria, libros a
mansalva, institutos de bachillerato por doquier, bibliotecas a cascoporro, torrentes de información y, para
colmo, ese desmesurado escaparate que es la web de webes. El loable esfuerzo personal que
supone aprovechar tan ingentes recursos para corregir la propia
ignorancia debiera empezar, pienso, por la disciplina ortográfica.
Insisto: empiezas ignorando la ortografía y acabas por no saber quién eres,
dónde estás ni qué rayos te pasa.
Todos nos sentimos menospreciados por no sé quién
alguna vez. Yo mismo, sin ir más lejos. Otra cosa es que lo seamos realmente,
pero da igual: lo sentimos y a ese sentimiento pudieran deberse fenómenos
superferolíticos como los propios gilets jaunes,
el Brexit, el Procés, el trumpismo, el voxismo, el salvinismo, el podemismo y
hasta el bolsonarismo brasileño. Hace un par de meses, y a
propósito de las elecciones brasileñas, la periodista Naiara Galarraga Gortázar apuntabaque los
mentados fenómenos políticos se resumen en ese “gusto por un estilo de hombre
duro que llama a las cosas por su nombre y que tanto triunfa en estos tiempos”. Vamos, que Berlusconi fue un tráiler. Un avance
de lo que tenemos por doquier: mucha fe depositada en hombres enérgicos,
furiosos y supuestamente capaces de volver las aguas a su cauce y a nosotros
volvernos guapos, ricos y cresos, para lo cual no tendrían más que ostentar
carácter, hablar alto y sacudir puñetazos en la mesa. Por desgracia, las aguas
nunca volverán a su cauce. El siglo XXI se está labrando un cauce novedoso y si
queremos tener alguna opción de ser, no sé si guapos, pero ricos y cresos al
menos, más nos vale a cada uno aprender a navegar por sus complejos meandros.
Cierto que para lograrlo no todo cristo recibe las
mismas cartas al comienzo de la partida. La vida es en gran medida un juego de
naipes, y ahí radica, quizá, el éxito de los naipes en todas las épocas, aunque
también es cierto que nunca hubo como ahora tanto naipe circulando por la mesa
ni tanta libertad para jugarlos, así que ojo, porque a cada quisqui le toca
hacer juego sin otras armas que su sabiduría, habilidad y gracia personal para
mover y presentar sus cartas. Conviene, para ello, tener
presentes cuatro axiomas que suelen olvidarse con frecuencia. Uno,
que el uso de la libertad personal lleva anexa una gran responsabilidad, no
menos personal, que pasa factura, también personal, exactamente lo mismo que en
los naipes. Dos, que el interesado debe saber quién es, al margen de lo que
digan sus títulos de nobleza. Vivimos unos tiempos extraños en los que
“titulación” se confunde con “instrucción” y si bien una cosa debiera
corresponder con precisión a la otra, no tiene por qué ser necesariamente así
ni siempre lo es. Por fortuna, nadie sabe mejor que uno lo que vale uno, y por
eso la gran pregunta que se hace a los niños no debiera ser “¿qué quieres ser?”
sino “¿quién quieres ser, guapo?” O sea, “¿qué persona?”. Y es que “nuestro
oficio no es nuestro destino”, como nos advirtiera León Felipe Camino Galicia
un día intensito que tuvo. Lástima que cada vez se lea menos, y no sólo a León
Felipe Camino Galicia, que cuando era bueno era muy bueno y que cuando se ponía
plasta alcanzaba cotas extraordinarias de plastez, lo
cual consuela algo: ni los más grandes se libran de hacer el ridi de vez en cuando. El tercer axioma es otra
advertencia particularmente breve y contundente: pase lo que pase, la banca
siempre gana. Así que cuidadito con ella, añado yo. El cuarto axioma, por
último, establece que el tablero en el que se juega el futuro ya no es, como
hasta hace bien poco, el pueblo de cada hijo de vecino. Tampoco la patria ni el
patio de casa. En el siglo XXI, el tablero donde se juega
todo, donde cada uno se juega su futuro personal, es el Mundo.
Atención, pues, a la ortografía, señoras y caballeros, y no sólo a la de la
lengua materna, porque ya están rodando los dados y los grandes tahúres del
planeta, esperando a ver nuestra ortografía para tomarnos la medida. ¡Hagan
juego, señores! ¡Hagan juego! Se ha puesto la ruleta en marcha y circulan las
cartas. Rien ne va plus!
© Zenda – Autores, libros y compañía
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