Por Loris Zanatta (*)
¿Por qué tantos argentinos volverían a votar por Cristina
Kirchner? Según las encuestas, claro. Basándose en la lógica y en los hechos,
es difícil de entender. Puede ser que muchos no admitan, no conozcan, no estén
interesados en el desastroso estado en que dejó la economía y las instituciones
argentinas; es probable que hagan una ecuación: no nos gustó el gobierno de
Mauricio Macri, mejor volver atrás; es posible también que consideren la
macroeconomía un juego para iniciados y la corrección institucional, una
sutileza para educandos, ambas inútiles para ganar elecciones. ¡Pero la
corrupción!
Tales y tantas son las informaciones, las admisiones, las
descripciones detalladas de la inmensa red de corrupción orquestada por ella y
su entorno que la pregunta es obligada: ¿cómo puede ser todavía creíble? Sin
embargo, para muchos lo es. Suena tan curioso que debe de haber algo grande por
debajo, una explicación no trivial.
No es una peculiaridad argentina: pasó muchas veces en la
historia que el pueblo soberano adorara, eligiera y volviera a elegir a
presidentes deshonestos; sucedió también con asesinos redomados. Da miedo, pero
la indignación sirve para poco: es un fenómeno que debe explicarse. La obvia y
desencantada pregunta que surge es: ¿qué importancia tiene la legalidad en la
escala de valores de los argentinos? Y digo argentinos como podría decir
italianos, brasileños, españoles, mexicanos. Obviamente no existe "el
argentino", sino muchos argentinos, todos diferentes entre ellos, por lo
que es imposible medirla. De hacerlo, la respuesta sería: ¡mucha!
La preocupación por la corrupción ocupa un lugar muy alto en
la escala de valores de la población. No hay razón para dudar de la sinceridad
de las respuestas, pero la pregunta entonces es: ¿cuál corrupción es la
preocupante? ¿La corrupción de todos o la corrupción de los demás? ¿Somos tan
intransigentes con nosotros mismos y con aquellos en quienes creemos como con
aquellos que no nos gustan? ¿Creemos en un valor abstracto y universal, la
honestidad, o en un valor concreto y relativo, que tiene un peso específico
diferente dentro o fuera de nuestro círculo, partido, entorno?
Es un poco como preguntarnos cuánto somos ciudadanos y
cuánto, en cambio, miembros, tal vez sin saberlo, de un clan, una familia, una
corporación; como preguntarnos en qué se basa nuestra sociedad: ¿en un
principio de ciudadanía universal o en una sumatoria de cuerpos sociales que se
protegen a sí mismos anteponiendo la lealtad entre sus miembros? La lógica
corporativa es poderosa: la corporación más antigua, la Iglesia, es la mejor
prueba; ¿no ha azotado durante siglos los "pecados" sexuales de los
ciudadanos? Hoy descubrimos que estaba ocultando aquellos de sus propios
representantes.
Como en todas partes, en la Argentina hay honestos,
deshonestos, y honestos y deshonestos a corriente alterna. Siempre tenemos
buenas razones para ser honestos a medias: los impuestos son demasiado altos,
el Estado nos brinda malos servicios, la burocracia nos oprime. Pero ¿qué tiene
todo esto que ver con Cristina Kirchner y las encuestas? Tiene mucho que ver:
apostaría a que para aquellos que expresan la intención de votarla nuevamente,
la corrupción es una fuente de inmensa indignación, igual que para todos los
demás. Pero que si bien combatirla ocuparía el primer lugar de su escala de
valores si un ministro de Macri fuera sorprendido manejando ebrio, esa
preocupación estaría mucho más abajo en esa misma escala si el ebrio fuera
"suyo" y estuviera al mando del país. Así es la lógica corporativa,
partidista, clánica.
Es difícil persuadir a alguien de que cambie de opinión,
para que desconfíe de aquellos en quienes siempre confió: no es una cuestión de
lógica, sino de fe, de pertenencia, de "identidad", palabra tan
bella, manida, traicionera. ¿Cuántas veces preferimos aferrarnos a nuestras
creencias y a las personas que las encarnan en lugar de aceptar una realidad
desagradable? Se entiende así que muchos seguidores de Cristina Kirchner
prefieran sus convicciones a la realidad; no crean en la prensa que publica las
noticias sobre su corrupción; no crean en las instituciones que investigan ni
en los tribunales que dictan sentencias; no crean en los políticos que la
denuncian. Más: precisamente porque esas son las fuentes que acusan, lo creen
aún menos. ¿Por qué? Porque no son "sus" periódicos, "sus"
tribunales, "sus" políticos.
En un contexto y en una cultura en que el impulso
corporativo prevalece sobre el espíritu de ciudadanía, en que muchos son
piadosos en familia y cínicos en sociedad, honestos entre partidarios y
bandidos con los extraños, dispuestos a dar la vida por un compadre y a engañar
sin escrúpulos a un desconocido, hay miles de recursos para negar o justificar
la corrupción. Incluso para transformarla en un arma a favor, en un búmeran
para aquellos que la denuncian.
La victimización es el recurso más poderoso: la lista de
figuras históricas que han fabricado imperios sobre la victimización es
infinita. ¿Lo ves? Me calumnian porque soy valiente, no me doblo ante los
intereses de los poderosos, porque "el pueblo" me ama. Por eso me
crucifican; ¡defiéndanme, vótenme! De ahí a justificar cualquier medio para
alcanzar sus elevados fines hay un solo paso: es verdad, ha habido algunos
"errores", "excesos", "desviaciones", pero
nuestra camiseta es la correcta, nuestra causa es la del bien; mejor un
revolucionario incapaz y deshonesto pero fiel, han dicho muchos, que un hombre
competente y honesto pero independiente.
Llevada al extremo, la victimización se convierte en
complejo de persecución, en teoría de la conspiración; lo cual, si le hacen
caso, es la sublimación de la mentalidad corporativa: estoy tan ensimismado en
mi grupo que me imagino un mundo hostil allá afuera que conspira contra
nosotros: el gran capital, las multinacionales, la CIA. ¿Los cuadernos de las
coimas? ¿Que habrá detrás de ellos?
¿Hay una moraleja en esta historia? Tal vez no: ha sido
siempre así, así será siempre; inútil predicar la honestidad, la legalidad, el
universalismo: todos lo hacen, pero la doble moral al final triunfa. O tal vez
sí haya una moraleja: porque esta es la clave de la fragilidad institucional de
la Argentina y muchos otros países; del escaso respeto por el Estado y sus
instituciones, aunque a muchos les guste invocar más Estado: "su"
Estado. Por suerte, el futuro no es espejo fiel del pasado y acaso el tránsito
de la tribu a la ciudadanía ya haya empezado. El primer paso, el más
importante, es aceptar que en la política, como en la vida, el juego no es
entre dos, nosotros contra ellos, sino que se trata de un juego entre muchos.
Si es así, es saludable cambiar, en lugar de volver siempre a lo antiguo.
(*) Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
© La Nación
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