Andrés Manuel López Obrador y el papa Francisco |
Se disparó el amor entre Andrés Manuel López Obrador y el papa
Francisco. No hay día en que la Santa Sede y el gobierno mexicano no
intercambien palabras dulces, no se prometan fidelidad, no renueven su promesa.
Cada uno encontró la mitad que buscaba: se completan. Debe estar la gracia de
Dios de por medio.
Una gran metáfora histórica se oculta detrás de este emocionante
encuentro. Recuerda la parábola del hijo pródigo: México, hijo predilecto de la
Iglesia Romana, la había renegado al convertirse en adulto. ¡Pregúntenle a
Benito Juárez! Conflictos, violencias, ríos de sangre. Durante décadas, la
ficción continuó: un pueblo entre los más católicos de la tierra encuadrado en
uno de los regímenes políticos más seculares del mundo. ¿Gracioso, no? O
farisaico, quien sabe. C'est fini: solamente un heredero de esa misma
tradición nacionalista podía cerrar el círculo y volver al redil. Y se requería
un latino en el Vaticano, para olfatear el retorno de las "ovejas",
como llama a los bienaventurados.
No hay nada de que sorprenderse. Dan muchas vueltas, pero siempre ahí
vuelven los "revolucionarios" latinoamericanos. Pasan por el fascismo
como con Perón o el marxismo como con Castro, por el indigenismo con Morales o
por el laicismo con López Obrador. Pero todos regresan al punto de partida:
entre los brazos acogedores de la Iglesia Católica. Ella los recibe materna,
como soldados de la eterna cruzada contra el enemigo liberal y capitalista que
inocula la corrupción en el alma cristiana del pueblo.
Se dirá: ¡cosas viejas, palabras antiguas! Tendría cuidado: a menudo
estamos tan absorbidos por el presente, que nos creemos libres del peso del
pasado. Grave error: no hay hoy sin ayer. Los temas vuelven: política y
religión, comunidad e individuo, fe y razón, moral y riqueza. Bien: acerca de
todos estos temas, el Papa y AMLO pertenecen a la misma familia de linaje
antiguo. Aspiran a una comunidad paternalista, pedagógica, moralizadora, sobre
la cual vigila un estado ético que combate la tentación del dinero y distribuye
los panes y los peces, erradica el egoísmo y el individualismo, siembra la
planta de la solidaridad. ¿Cómo no amar parecido orden, tan parecido a una
reducción jesuita de los tiempos modernos?
Un día Fidel Castro intentó construirla en un pueblo cubano; un famoso
director de cine europeo fue a filmarla. El experimento murió joven y de muerte
natural. De buenas intenciones, se sabe, está pavimentado el camino del
infierno. ¿Cuántas veces ya ha ocurrido que, en nombre de valores tan nobles,
la comunidad aplastara al individuo, el estado convirtiera a garrotazos, los
nuevos sacerdotes se volvieran una casta privilegiada, panes y peces
desaparecieran porque nadie tenía incentivos para producirlos? ¿Cuántas veces
el sueño del Reino de los Cielos se ha revelado el infierno en la tierra?
¿Cuántas veces la moralidad se ha vuelto hipocresía, la igualdad miseria, la
honestidad corrupción, la fe dogma, la democracia dictadura? ¿Habrá una razón?
No haría tantas preguntas retóricas si no fuera por los últimos casos
bajo nuestras narices: uno se llama Venezuela, el otro Nicaragua; habría un
tercero, papá de ambos. Y si no fuera que en los casos de Venezuela y
Nicaragua, el Papa y AMLO se pasaron la antorcha, encontraron las razones de su
comunión afectiva. No me sorprende: ambos regímenes, aunque tengan manos sucias
de sangre, son ovejas de su rebaño. Ellos también nacieron para redimir a los
pecadores, luchar contra el capital, incluir a los últimos, servir al bien
común, transformar al lobo en hermano; invocaron a Cristo y lucharon contra el
demonio liberal. Por milésima vez en la historia: aquellos que dicen poseer el
bien absoluto, usarán en su nombre la violencia absoluta.
Así es como AMLO repite, tres años después, el mismo guión del Papa
Francisco, uno de los pasos menos felices de su pontificado. ¿Alguien lo
recuerda? Fue cuando recibió a Nicolás Maduro en el Vaticano mientras más
precaria era su posición. Para dialogar, reconciliar, mediar, dijo urbi et
orbi. ¿Resultados? Ninguno. El tiempo pasaba, la gente preguntaba, él respondió:
estamos trabajando, no todo se puede hacer a la luz del sol, la diplomacia está
construyendo puentes. Hoy Maduro está firme en su trono defendido por las
bayonetas de los militares, los venezolanos se están escapando por doquier, su
régimen está sentado en el cadáver de la democracia. Resumamos: el salvavidas
del Papa lo ayudó. De su mediación no se volvió a hablar. La iglesia
venezolana, al igual que la iglesia nicaragüense, predica en el desierto: ni el
Papa las escucha.
Ahora el gobierno mexicano hace lo mismo: empuñada la bandera panlatina,
se dijo "preocupado" por la situación en Nicaragua y Venezuela. ¡Vaya
eufemismo! ¿Solución? Dialogar, reconciliar, mediar, dijo urbi et orbi.
No hay víctimas y verdugos; "los últimos" no son tales si no
"saben a oveja". Así que AMLO le dio la espalda al grupo de Lima y a
las sanciones contra Maduro y Ortega: comienza una nueva "mediación"
¿Con qué medios y con qué fines? Quién sabe. ¿No será otro salvavidas?
Para justificarse, invocó la doctrina Estrada: ¡ay de cuestionar el
régimen político de un país soberano! Es una doctrina enunciada en 1930. En ese
momento, era un intento de frenar el intervencionismo: era una práctica común
de Estados Unidos y ninguna organización internacional tenía la fuerza y el prestigio
para ponerle límites. Sirvió para negar al poderoso el arma del no
reconocimiento para derribar gobiernos. ¿Tiene sentido hoy? Casi un siglo
después, el derecho internacional se ha desarrollado, el multilateralismo es la
norma, las organizaciones internacionales tienen más credibilidad. Invocar hoy
la soberanía como fetiche es como decir: cada uno en su casa hace lo que
quiere; es un poco como cuando al código civil se le negaba el ingreso al
hogar, a menudo escena de violencias inauditas. ¿Es eso lo que quiere México?
Mediar entre los que tienen todo el poder y los que no tienen nada como si
fueran la misma cosa? ¿Entre quién mata y quién muere? Felicidades. Pero de las
dos, una: o adhiere a la doctrina Estrada o a la carta democrática
interamericana. Un pie en dos zapatos no entra.
(*)
Ensayista y profesor de Historia en la Univesidad de Bolonia, Italia
© La Nación
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