Por Carlos Ares (*) |
Temprano, descorren las cortinas de los ventanales que dan a
la calle y allí están ellos, mirando de perfil lo que se ve pasar. Un poco
menos de todo, como es habitual en enero, autos, bondis, el 28, el 24, alguna
moto roncando mal, con el escape abierto, vecinos del lado de la sombra. La
calle queda desierta a la hora de la siesta. Algunos suben a sus habitaciones
hasta que llaman para la merienda. Otros, no. Prefieren esperar despiertos. Tal
vez, para asegurarse de que todo duerma con ellos por la noche. Sin sobresaltos
ni necesidad de pastillas adicionales.
La diagonal, desde esta ventana hacia abajo, impide que
nuestras miradas se crucen. Puedo verlos sin que me vean. Ellos esperando y yo
aquí, esperando. Ahora mismo debería bajar, cruzar la calle, pedir permiso al
responsable de turno y sentarme a la mesa de quien estuviera solo. A qué tantas
dudas. Quizás les encantaría ser sorprendidos así. Como si de pronto se abriera
una ventana y soplara una ventolina de ésas que llegan desde el río.
Estoy pensando en ellos como masa madre de lo que somos.
Desprendidos de toda vanidad y ambición, ya amasados por el tiempo, podrían
explicarnos y hacernos entender con palabras simples y en formatos analógicos
lo que pasó y pasa. Pero nadie les pregunta nada. Tampoco yo, ahora. Tengo
cierto pudor. No soy de meterme así en las vidas ajenas ¿Cómo arranco? ¿Qué le
digo? “Usted es harina integral de la masa madre de esta sociedad, necesito
saber por qué no nos sale un pan, un país, saludable para todos”. Me como un
bife y llama al de seguridad.
Una pena que no lo veo a Juan, el único con el que tengo
algo de confianza ¿Cuánto ya, que no aparece? Es de los pocos que salen a
caminar. A dar vueltas por el barrio. Para en la esquina. Da una mano en la
florería de Alberto. Saca las macetas. Riega las plantas. Hasta hace un tiempo
se ofrecía a lavar los autos estacionados en la calle para sumar unos pesos.
Ya, no. Le invitaría a un par de cafés en el bar. Y una copita de algo. Pasa
que no debe andar con ganas. Mucho calor.
¿Y, Juan, cómo la ves? Ríe, Juan. ¿Siempre igual, pibe, me
diría? ¿Todos los eneros la misma? Y, ¡¿qué querés, Juan, desde hace más de
treinta años no hay otra?! ¿Treinta nada más?, duda Juan. Ponele setenta,
ochenta, Juan. Cada día hay que andar preguntando qué será de mañana y mañana
cómo será pasado. Así no se puede construir nada que dure, Juan. Mirá los
titulares. Asesinatos, robos, crisis, la corrupción, el choreo más grande de la
historia sin condenados todavía, la Justicia que manipula todo y encima
reaparecen los fantasmas, Massa, Aníbal Fernández, Scioli, Boudou, Moyano, o te
proponen a Lavagna como salvador. Hasta el Hantavirus vuelve. Es la eterna
repetición de lo mismo.
Me extraña, pibe, explica Juan. El invento tiene millones de
años. Preguntale a los muchachos del Vaticano. Dios te va a castigar, pero por
boludo, por creer. Meter miedo es el recurso del método del poder ¿El recurso
del método, Juan? Sonríe, Juan, ¿no leíste la novela de Alejo Carpentier?,
dice, con cara de “largá las pantallitas”. Astuto, Juan. El “recurso” es su
forma de recaer en Descartes, el “discurso del método”. Parece revivir cierta
euforia de años intensos cuando se entusiasma. Le reluce otro brillo en los
ojos. “La duda, pibe, la duda, eso te va a salvar. Nada de certezas, nada de
seguros de vida, desconfiá de todo aquel fanático que te venga con una verdad,
rajale también a ésta, a lo que digo, a mí”.
Masa padre, Juan. Ahora que lo pienso, que no lo veo por ahí
desde hace ya, ¿cuánto?, creo que me anda evitando. ¿Todos los eneros lo mismo,
pibe?
(*) Periodista
©
Perfil.com
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