Por Javier Marías |
Son sólo cincuenta
páginas, fechadas en 1980, cuando nuestra democracia era muy joven. En 2012 las
reeditó en forma de librito la editorial Fórcola, bajo el título La Guerra Civil ¿cómo pudo ocurrir?En
su día me había gustado mucho —no todo lo de mi padre me gustaba cabalmente,
como supongo que a él tampoco lo mío—, y si ahora he vuelto a él no ha sido
porque vea el menor peligro de una situación parecida a la que desembocó en
aquella Guerra, ni de lejos. Pese a que el panorama político y económico de
nuestro país sea declinante desde hace un decenio o más, no hay que ser nunca
agorero ni exagerado.
Precisamente con esta última palabra se inicia este
texto. Mi padre tenía veintidós años cuando estalló la Guerra, y recuerda que
su primer comentario cuando comprendió que se trataba de eso y no de un golpe
de Estado o insurrección triunfantes o fallidos —es decir, de escasa duración
en cualquiera de los casos— fue: “¡Señor, qué exageración!” A lo largo de las
cincuenta concisas páginas va señalando cómo aquello no le pareció inevitable,
en contra de lo que tantos han pensado, sino absolutamente evitable y
desproporcionado; por mucho que la convivencia estuviera deteriorada y
maltrecha, que los problemas fueran enormes y que casi todos los políticos se
comportaran con frivolidad teñida de mala fe. Sostiene que la mayoría de los
españoles no querían esa Guerra, sino si acaso su resultado, esto es, la
derrota de una porción de sus compatriotas a los que unos y otros no podían
ver. Pero sin pasar por una matanza desaforada como la que se produjo durante
tres años. Mucho menor en los frentes que en las respectivas retaguardias.
Menos sufrida por los combatientes reales que por la población civil. Si he
releído este librito no es, como he dicho, por temor, sino por la extraña
persistencia española (andaluza, madrileña, catalana o vasca, tanto da) en caer
en las peores tentaciones cada cierto tiempo. Mi padre relata demasiadas
actitudes reconocibles. Al hablar de la discordia, dice: “Entiendo por tal no
la discrepancia, ni el enfrentamiento, ni siquiera la lucha, sino la voluntad
de no convivir, la consideración del ‘otro’ como inaceptable, intolerable,
insoportable”. Habla de la terrible consigna, tantas veces oída, “Cuanto peor,
mejor”, y acuña una expresión para explicar el progresivo envilecimiento: “el
temor y respeto a lo despreciable, clave de tantas conductas
sucias en la historia”. Y en efecto, cuando los dichos y hechos despreciables
empiezan a “pasarse”, a no condenarse con energía y a no ponérseles inmediato
freno, uno puede estar seguro de que no van sino a crecer, a ir a más, hasta
que llegue un punto en que se admita “todo (incluida la infamia), con tal de
que sea ‘de un lado”. Y agrega: “Nadie quería quedarse corto, ser menos que los
demás en la adulación de los que mandaban o en la execración de los
adversarios”.
Advierte de “la necesidad de un pensamiento alerta,
capaz de descubrir las manipulaciones, los sofismas,
especialmente los que no consisten en un raciocinio falaz, sino en viciar todo
raciocinio de antemano”. (Ay, hoy se ensalzan las “emociones”.) Hubo
intelectuales que lo intentaron, pero “se les opuso una espesa cortina de
resistencia o difamación…, y llegó un momento en que una parte demasiado grande
del pueblo español decidió no escuchar,
con lo cual entró en el sonambulismo y marchó, indefenso o fanatizado, a su
perdición”. Para él, el verdadero origen de la Guerra no fue la situación objetiva de España, sino su interpretación, o el desajuste de dos interpretaciones
que llegaron a excluir a las demás. Esto fue posible por algo que hoy, con las
redes sociales, padecemos de manera más extrema: “una forma de sofisma
consistente en la reiteración de algo que se da por supuesto”.
Cuando se proporciona una interpretación de las cosas que ni se justifica ni se
discute, y se parte de ella una vez y otra como de algo obvio que no requiere
prueba, la pereza se adueña del escenario y se inocula fácilmente a “las
personas sin influencia en la vida colectiva, con un mínimo de responsabilidad,
sujetos pasivos de todas las manipulaciones”. A la mayoría, por tanto, que
asume con holgazanería las conclusiones simplistas con que se la aturde. Todo
esto, por desdicha, resulta hoy reconocible. Al menos nos zafamos de la peste
de las tres o cuatro décadas siguientes, en las que se perpetuó el espíritu de la Guerra, para vivir literalmente de las
rentas los vencedores, moralmente los perdedores supervivientes. Éstos no
fueron muchos, porque millares de ellos fueron ejecutados por Franco cuando ya
no había guerra, pero se siguió fomentando su interpretación. Tal vez lo malo
no sea nunca tanto lo que nos pasa, cuanto lo que nos hacen creer que nos pasa.
© El País Semanal
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