Por Carmen Posadas |
Se atusaron sus extensiones, pusieron cara de selfie
(dos rutinas que cada día les reportan un pastón) y más de una suspiró
aburrida por la obviedad de la pregunta, mostrando a la concurrencia su
penúltima extravagancia: un par de fundas dentales de oro y brillantes. Solo le
faltó añadir, como Yaveh ante la zarza ardiente, «nosotras somos las que somos»
u otra cosa igualmente inescrutable y divina.
Razón no les falta. Porque ¿quién en este mundo no
conoce a las Kardashian? Las cinco gloriosas ‘K’: Kourtney, Kim, Khloe, Kendall
y Kylie. Siete si sumamos a Kris, la matriarca del clan, y a su exmarido, el
medallista olímpico Bruce Jenner, padre de las dos menores y ahora, bisturí de
por medio, convertido en la explosiva Caitlyn. Caitlyn con ‘C’, no con ‘K’ (no
sé por qué perdió la ocasión de sumarse a la tradición familiar en materia de
iniciales, pero seguro que habrá una buena razón –fácilmente traducible en
parné– para que sea así sea). ¿Habrán hecho un brainstorming familiar
retransmitido en directo y con gran pico de audiencia para decidir este punto?
¿Un concurso entre sus millones de seguidores patrocinado por varias marcas
comerciales? Posiblemente, porque todo lo que ellas hacen, piensan, sueñan o
sienten se retransmite en directo.
Así llevan más de once años viviendo en un Show
de Truman o en un perpetuo Gran Hermano. Solo que ni Peter
Weir, director de la primera, ni George Orwell, padre del segundo, fueron tan
lejos en imaginar semejante futuro. Tanto Weir como Orwell presentaron la idea
de que el ser humano tuviera que vivir continuamente observado por otros como una
atroz pesadilla. En El show de Truman, Jim Carrey sufre mil
penalidades antes de conseguir escapar de esa vida en un escaparate a la que lo
han condenado.
En 1984,
de Orwell, Gran Hermano es un temible ser supremo que todo lo ve y todo lo
juzga, una metáfora de poder omnímodo que condena a la gente al sometimiento, a
la pérdida de intimidad y, por tanto, de toda libertad: «Big brother is
watching you» es su eslogan: estáis todos fichados, controlados, por
siempre escrutados. Seguro que a las Kardashian, de saber (cosa que dudo
muchísimo) cuáles son los antecedentes intelectuales de su exitoso show
familiar, les daría un ataque de risa colectivo. ¿Malo que a uno lo
escruten? ¿Que el mundo entero sepa con quién nos acostamos, con quién nos
levantamos, si nos ha salido un forúnculo o nos ha bajado la regla? Todo esto
es pasta y, por tanto, música para nuestros oídos.
Como yo soy una persona muy reservada, para mí todo
esto es un misterio insondable. No puedo comprender que a alguien le guste
vivir en un escaparate, por no decir en una urna translúcida o en una pecera
con millones de ojos pendientes de mí. Pero obviamente soy un pitecántropo, un
fósil del pasado. Ahora, todo el mundo quiere ser una Kardashian; así lo
atestiguan los millones de blogueros e influencers que
retransmiten su vida en directo hasta en los detalles más íntimos y escabrosos.
Por eso este año que empieza he decidido
enmendarme, cambiar de vida, convertirme a la nueva fe del exhibicionismo.
¿Estaré aún a tiempo de reciclarme? Solo me hace flaquear en mi empeño la frase
final de la aterradora distopía de Orwell: «Había alcanzado la perfección. Por
fin se había vencido a sí mismo y ahora –como todos– amaba a Gran Hermano».
© XLSemanal
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