Un cartel que conmemora el sexagésimo aniversario de la Revolución cubana en Santiago de Cuba. (Foto/Yamil Lage/Agence France-Presse) |
Se cumplen sesenta años de la Revolución cubana,
que el Partido Comunista celebró el martes 1 de enero, y la isla está estable.
El país logró superar amenazas existenciales, como la invasión de playa Girón
en 1961, la Crisis de los Misiles de 1962 y medio siglo de aislamiento
diplomático y sanciones económicas devastadoras impuestas por Estados Unidos.
Cuba también sobrevivió al colapso de la Unión
Soviética, su principal benefactor durante la Guerra Fría, y a una serie de
disturbios internos traumáticos, incluidos el éxodo del Mariel en 1980 y el
éxodo de los balseros en 1994. Por último, pero no menos importante, Cuba ha
gestionado bien sus primeras transiciones políticas importantes: la que se dio
en 2016, después de la muerte de su máximo líder, Fidel Castro, y la sucesión
en 2018 de su hermano menor, Raúl Castro, por Miguel Díaz-Canel Bermúdez, un hombre de 58
años que ha sido un integrante fiel del Partido Comunista.
En otras palabras, por primera vez desde 1959 no
hay un Castro en el gobierno de Cuba y el país ha manejado la transición sin el
drama ni el derramamiento de sangre que muchos otros Estados revolucionarios
han experimentado después de la muerte de sus patriarcas.
El sistema comunista cubano no muestra signos de
colapso. Sin embargo, ya está muy avanzada la discusión interna sobre si debe
haber más democracia o continuará una dictadura, aunque no se usan esos
términos.
La forma en la que esa disputa se resuelva
determinará el futuro de la nación. Aunque la retórica usada en buena parte del
debate es casi litúrgica por lo restrictiva, hay un espacio cada vez más amplio
para los puntos de vista divergentes. Cada vez es más evidente que la sociedad
cubana ya no es un bloque homogéneo —si alguna vez lo fue— de trabajadores
revolucionarios dispuestos simplemente a aplaudir o guardar silencio ante las
decisiones de sus líderes.
Una posible señal de cambio es que se hará un referéndum en febrerosobre el proyecto
constitucional que remplazará a la carta magna de los tiempos de la Guerra
Fría. El anteproyecto ha tenido numerosas modificaciones para
incorporar las opiniones de los ciudadanos cubanos que fueron consultados sobre
las reformas propuestas. No todos los cambios son progresistas: a consecuencia
de una supuesta demanda pública generalizada, se eliminó una cláusula que
habría permitido de manera explícita el matrimonio igualitario; otra
modificación reinstauró el lenguaje que describe que el mayor objetivo político
de Cuba es “el avance hacia la sociedad comunista”.
También hubo un rechazo público contra un proyecto
de ley que prohibía la acumulación de propiedad privada. Al final, el gobierno
cedió y accedió a un acuerdo en el que reguladores estatales determinarán, caso
por caso, qué propiedades se pueden poseer. Otro decreto que ha generado resistencia
social es el que propone un sistema de aprobación oficial previa para la
realización de actividades culturales y de censura al arte que, se considere,
contenga contenido “vulgar y obsceno” o en el que se haga mal uso de los
símbolos patrios. El gobierno ya prometió que se revisarían aspectos del decreto.
Estos desacuerdos ponen en evidencia la naturaleza
cambiante de la lucha por definir al Estado cubano. Algunas de las
preocupaciones que se han planteado en el proceso de consulta reflejan de
manera clara la voluntad de los cubanos de mayor edad, muchos de los cuales son
socialmente conservadores, han pasado la mayor parte de sus vidas en el régimen
comunista y son un porcentaje cada vez mayor de la población. Otras inquietudes
dan cuenta de la influencia y la incipiente confianza en sí mismos de los
cubanos más jóvenes: un porcentaje cada vez más grande de esta generación forma
parte de la nueva economía del país, conocida como “cuentapropismo” o
autoempleo, que se autorizó y expandió de manera significativa durante el
mandato de Raúl Castro.
El cuentapropismo es el tipo de empleo de casi
600.000 personas (alrededor de un 13 por ciento de la fuerza laboral de
Cuba) y se puede decir que actualmente constituye la parte más vibrante,
innovadora y lucrativa de la economía del país. Sin embargo, la tendencia del
gobierno ha sido tratar de desacelerar su crecimiento mediante controles más
estrictos. Recientemente, los taxistas privados declararon una huelga informal —una
acción casi inaudita— después de que el gobierno anunció nuevas reglas que
limitaban su oficio y sus planes de aumentar la cantidad de transporte público.
Algunas de las principales preocupaciones del
gobierno de Cuba son cómo sostener una economía que tuvo una tasa muy baja de
crecimiento el año pasado —1,4 por ciento— y cómo equilibrar su presupuesto sin
eliminar sus sistemas de salud y educación gratuita y la seguridad alimentaria,
de empleo y de vivienda.
Sin embargo, aunque la mayoría de las noticias que
llegan de Cuba estos días tienen que ver con la economía, hay algunas novedades
que podríamos considerar de otro tiempo. En diciembre, por ejemplo, aparecieron encabezados que describían
cómo ahora los cubanos tendrán acceso a la red 3G en sus celulares. Se trata de
un acontecimiento anodino en la mayoría de los países occidentales, pero de una
enorme importancia en Cuba, donde los ciudadanos ni siquiera tenían permitido
usar un celular hasta 2008, cuando Raúl Castro lo autorizó
mediante un decreto.
Otra noticia destacada a finales del año pasado fue
que Cuba alcanzó un nuevo récord de turistas: 4,75 millones. Es casi el doble
del número de visitantes que recibió la isla hace solo cuatro años, cuando el
presidente Barack Obama y Raúl Castro anunciaron sus avances diplomáticos, que
restablecieron las relaciones entre Estados Unidos y Cuba después de medio
siglo de ruptura.
En contraste con el gobierno de Obama, el de Donald
Trump ha adoptado una postura de hostilidad hacia Cuba y ha impuesto una serie
de sanciones que pretenden restringir la
inversión o la asistencia financiera a empresas e instituciones —incluyendo
algunos hoteles y centros turísticos— vinculadas con las fuerzas armadas o los
servicios de inteligencia cubanos.
Las relaciones entre ambos países también se han
deteriorado a consecuencia de los misteriosos “ataques sónicos” que ocurrieron en la isla
y afectaron a varias decenas de diplomáticos estadounidenses y canadienses
desde finales de 2016. Esto ha provocado el cierre virtual de la presencia
diplomática estadounidense en el país. El Departamento de Estado de Estados
Unidos trasladó sus servicios consulares para cubanos a su embajada en Guyana,
a más de 3000 kilómetros. En noviembre de 2018, el asesor de seguridad nacional
de Trump, John Bolton, dio un discurso en el que reprendía a Cuba, Nicaragua y
Venezuela por ser la “troika de la tiranía” y prometió impulsar
políticas que ayudaran a derrocar sus gobiernos.
Aunque la relación oficial entre Cuba y Estados
Unidos sigue siendo precaria, el contacto entre ciudadanos cubanos y
estadounidenses comunes y corrientes, en general, se ha profundizado y ha
mejorado. El hecho de que los cubanos ahora puedan ser propietarios de negocios
y viajar —algo que no podían hacer sin un permiso oficial hace tan solo una
década— significa que ya no están tan aislados como solían estarlo y que tienen
más libertades que en el pasado.
Todos estos cambios son buen augurio para el futuro
de Cuba, aunque sus gobernantes todavía necesitan convencerse de que no hay que
temer a la libertad de expresión, asociación, arte, literatura y prensa.
También deberán seguir siendo astutos en sus negociaciones con Estados Unidos
para evitar que se repitan el tipo de políticas de contención que los aislaron
durante la Guerra Fría, y que ahora se están implementando para aislar al
régimen de Nicolás Maduro en Venezuela.
En una época en la cual Estados Unidos ya no puede
decir que es el bastión democrático que alguna vez fue, Cuba tiene una
oportunidad de competir, aunque a una escala mucho menor. A pesar de todos sus
defectos, buena parte del mundo respeta a Cuba por haberse enfrentado al
gigante estadounidense durante la última mitad del siglo. También se admira y
quiere a Cuba por su programa de asistencia médica internacional, por su
música, su danza y por sus logros en el arte y el deporte. Sin embargo, estas
virtudes y los logros del pasado no son suficientes para que la isla siga
adelante.
Para existir de una forma en la que la
supervivencia no sea la única aspiración, Cuba necesita reinventarse. Puede
comenzar por no tomar partido en el nuevo orden mundial tan polarizado.
De manera más inmediata, eso significa replantearse
su relación con Venezuela y Nicaragua. Ambos son países con los que Cuba tiene
lazos antiguos y mucha historia compartida, pero que se han vuelto cada vez más
represivos y ya no son amigos de los que pueda enorgullecerse. Para hacer lo
correcto, no es necesario que Cuba traicione a sus amigos: podría desplegar sus
considerables recursos políticos y diplomáticos para asumir un papel de
liderazgo en garantizar que las necesarias transiciones políticas en Venezuela
y Nicaragua sean pacíficas.
Los gobernantes de Cuba también necesitan continuar
su ruta de apertura. Así como lo hizo hace sesenta años con una revolución que
—para bien o para mal— contribuyó a definir el mundo moderno, Cuba puede una
vez más elegir su propio camino, y de nuevo ser un líder entre las naciones.
Puede elegir ser un país más democrático. Eso sí que sería
verdaderamente revolucionario.
(*) Jon Lee Anderson es reportero de The New Yorker
y autor de “Che Guevara: Una vida revolucionaria”.
© The New
York Times
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