Por Manuel Vicent |
La luna de Calígula está aquí en la tierra donde
cualquiera que remonte el río de la memoria hallará un aroma, el tacto en otra
piel, un sabor en el paladar, el sonido de una música evanescente o una imagen
velada en el espejo del pasado cuyo recuerdo le nublará el cerebro y le hará
saltar las lágrimas de placer.
Un instante de esta felicidad da sentido a toda una vida y
en esas sensaciones hay que apoyar la palanca para sobrevivir. No seré yo quien
se atreva a imponer a nadie una receta para ser feliz. Prohibido volver la
vista atrás y hacer balances. Pero a la hora de alcanzar la luna de Calígula en
mi caso este año han sido suficientes dos o tres buenas películas, dos
exposiciones de pintura, algunas sobremesas agradables con amigos, tres o
cuatro libros, el mar gratuito, un jazz escogido para el crepúsculo, una
radiografía y una analítica favorables como un viaje a ninguna parte en busca
de dioses derribados en los intestinos.
Considero que si estos fueran frutos agrarios no sería una
mala cosecha. La felicidad consiste sobre todo en que el cuerpo guarde silencio
por dentro. ¿Qué te duele? Nada. ¿Qué esperas? Que suene el teléfono con una
noticia agradable que te permita en medio de la basura tirar de la vida hacia
una primavera inexorable hasta la sandía abierta del verano. Después nada,
salvo un verso de Hörderlin, como si fuera siempre un día de fiesta.
© El País (España)
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