Por James Neilson (*) |
Uno puede decir muchas cosas acerca de Donald Trump, Matteo Salvini. Jair Bolsonaro, Viktor Orbán
entre otros, pero a nadie se le ocurriría calificarlos de aburridos.
Pocos días
pasan sin que pronuncien barbaridades que enfurecen a la buena gente y que,
desde luego, los ayudan a mantenerse en el candelero. El epíteto preferido por
quienes aluden a tales políticos es “populista”, a veces acompañado por
“ultraderechista”, pero tales manifestaciones de desdén ya no los perjudican.
Todos estos “populistas” son explícitamente
reaccionarios. Quieren volver el reloj veinte, treinta o más años atrás. No son
los únicos que fantasean con regresar a tiempos presuntamente menos
problemáticos que los que corren.
Es que una ortodoxia, la reivindicada por los más
indignados por el renacer del “populismo” en lugares en que muchos lo creían en
vías de extinción, está muriendo. Será reemplazada por otra cuyo
perfil aún es borroso, de ahí la incertidumbre que se ha difundido
por buena parte del planeta, pero que con toda seguridad será muy diferente.
Hasta hace muy poco, palabras como “desarrollo” y
“progreso” tenían connotaciones positivas. Motivaban esperanza. Se suponía que,
andando el tiempo, cada vez más personas disfrutarían de los beneficios
posibilitados por los avances económicos, tecnológicos e incluso sociopolíticos
que se realizaban. El período así supuesto duró un par de siglos, pero ya
pertenece al pasado. En buena parte del mundo, se ha difundido la sensación de
que las sociedades más avanzadas se han acercado al final de un camino
y que no hay más opción que la de intentar encontrar uno nuevo.
Desgraciadamente para el gobierno de Mauricio Macri que apostó a “la normalidad” justo
cuando los países que en opinión de virtualmente todos la encarnaban, como el
Reino Unido y Estados Unidos, la abandonaban, nadie está en condiciones de
decirnos lo que será “normal” mañana.
Si bien no se equivocaban por completo aquellos
optimistas que, hasta ayer no más, mantenían su fe en el progreso –desde los
años setenta del siglo pasado, centenares de millones de chinos consiguieron
salir de la miseria ancestral–, en buena parte del mundo occidental está
consolidándose la convicción de que se trataba de una ilusión y que para la
mayoría es más que probable que el futuro sea peor, quizás
mucho peor, que el presente. Es por lo tanto comprensible que en docenas de
países hayan surgido movimientos populistas liderados por personajes que
quieren regresar a épocas que a su juicio eran mejores o, por lo menos, más
seguras que la actual.
Es muy fácil mofarse de las pretensiones en tal
sentido del norteamericano Trump, el brasileño Bolsonaro, el italiano Salvini,
el húngaro Orbán y los demás, pero cubrirlos de insultos ha
resultado ser contraproducente para los defensores del orden
establecido que está bajo ataque. Sólo ha servido para llamar la atención a la
brecha que separa al hombre común de “las elites” juzgadas responsables del
estado del mundo.
Mal que les pese a los acostumbrados a llevar la
voz cantante, en sociedades democráticas les es necesario tomar en cuenta las opiniones, por irracionales o retrógradas que
les parezcan, de quienes conforman la mayoría.
Todos los dirigentes populistas deben el poder que
han conquistado a través de las urnas a su voluntad de criticar con vehemencia
a menudo escandalosa la ortodoxia reivindicada por los “políticamente
correctos” que están atrincherados en las universidades, los medios
periodísticos más influyentes y diversas agrupaciones culturales y que suelen mirar por encima del hombro al resto del género humano.
Trump y sus émulos dan a entender que el pueblo
raso ha sido víctima de una serie de experimentos perversos emprendidos por
ideólogos que están resueltos a transformar todo, desde la configuración
demográfica de los países en que operan hasta la relación del hombre con la
mujer, tema este que es de primera importancia para los preocupados
por el impacto reciente del feminismo militante, un fenómeno que vinculan con
“el marxismo cultural” que, según ellos, está detrás de todo cuanto no les
gusta del mundo moderno.
El modo de pensar de tales personas fue expresado
muy bien por Damara Alves, la ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos
Humanos del gobierno de Bolsonaro, cuando dijo que “en Brasil, ahora niño viste
de azul y niña de rosa”. O sea, lo que quieren las nuevas autoridades
brasileñas y sus equivalentes de otras latitudes es que se
restauren los roles tradicionales para que los hombres vuelvan a ser
hombres como los de antes y las mujeres sean mujeres como Dios manda.
En opinión de quienes adhieren a la ortodoxia
saliente, la postura de los contrarios a lo que llaman “la ideología de género”
es propia de trogloditas. Así y todo, para incredulidad de muchos feministas, cuenta con el apoyo de una proporción significante de sus
“hermanas” que, cuando del papel de la mujer en la vida se trata,
comparten los puntos de vista nada progresistas de Evita Perón. Para ellas,
“machismo” no es sinónimo de “misoginia” sino más bien un antónimo.
Trump, Bolsonaro, Salvini y los muchos que los
apoyan creen que hace tiempo su propio país –cuando no el mundo occidental en
su conjunto–, emprendió un rumbo que lo llevaría hacia un abismo y que hay que
cambiarlo antes de que sea demasiado tarde.
Atribuyen lo que ha ocurrido a varias causas: la
globalización, es decir, a la irrupción de China
como una gran potencia comercial capaz de encargarse de sectores industriales
enteros; la inmigración irrestricta desde el mundo subdesarrollado; cambios
culturales que creen destructivos porque, entre otras cosas, han contribuido a
reducir drásticamente la tasa de natalidad de segmentos de la población, en
especial los conformados por “blancos”, que hoy en día están sufriendo una
crisis que amenaza con ser terminal.
También dan por descontado que la “autocrítica”
apasionada de todo lo hecho por generaciones anteriores que se puso de moda
hace medio siglo ha tenido consecuencias desmoralizadoras al socavar la
capacidad de los países occidentales de superar las dificultades que todos
enfrentan.
Puede que sea poco sofisticado el análisis que
hacen los populistas del origen de los problemas que afligen tanto a los países
del “Viejo Continente” como a los creados en otras partes del mundo en el
transcurso del casi medio milenio de supremacía europea, y que los remedios que
proponen sean demasiado rudimentarios, pero ello no quiere decir que sea
viable el orden contra el cual se han alzado. A menos que los
europeos logren revertir las tendencias demográficas de las décadas últimas,
países como Italia, Grecia, Alemania, España y Rusia tales como los conocemos
habrán dejado de existir bien antes de llegar a su fin el siglo XXI.
De más está decir que, para los más jóvenes, no es
nada reconfortante la conciencia vaga de que con toda probabilidad les aguarda
un futuro que podría ser muy pero muy sombrío. No extrañaría, pues, que en los
meses próximos muchos más, angustiados por el fracaso de gobiernos centristas,
se sintieran atraídos por los movimientos extremistas de
derecha o izquierda que están brotando por doquier al hacerse
evidente que los políticos moderados no tienen la menor idea de cómo impedir la
depauperación de franjas cada vez más anchas de la población.
En Italia, Francia y
otros países europeos, se ha desplomado el apoyo por el socialismo tradicional
y el conservadurismo tibio que solía acompañarlo; lo mismo podría suceder en
Alemania, Holanda y sus vecinos, en parte por motivos económicos pero también a
causa del malestar provocado por la inmigración descontrolada de
millones de personas de creencias y costumbres que son incompatibles
con las aún mayoritarias y que, para colmo, por lo general carecen de la
preparación académica y las aptitudes que les permitirían desempeñar funciones
útiles en una sociedad tecnológicamente avanzada.
Los movimientos populistas se nutren de la hostilidad que tantos sienten hacia “las elites”
globalizadoras. Mientras persistía la confianza en que la evolución
de la economía local produciría beneficios tangibles para casi todos, muchos
estaban dispuestos a aceptar que el nacionalismo era una emoción atávica que
acaso era tolerable cuando era cuestión de celebrar algo tan inocuo como un
triunfo deportivo, pero al entrar el mundo en una etapa en que los
acostumbrados a un buen nivel de vida han comenzado a sufrir los rigores de la
austeridad, el deseo de sentirse miembro de una comunidad coherente está
haciéndose más urgente.
Para estos, la nación o, si se prefiere, la patria,
seguirá ofreciendo un refugio en tiempos duros. Por mucho que los comprometidos
con la globalización o variantes regionales como la Unión Europea protesten
contra la “xenofobia” de quienes se aferran a las viejas identidades
nacionales, todo hace prever que en los años próximos tales
sentimientos continúen intensificándose en todos los países del mundo.
(*)
Periodista y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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