Por Jorge Fernández Díaz |
Ha recibido, últimamente, los consejos jacobinos de la filósofa
belga Chantal Mouffe, pero sin perder por un segundo la contraria voluntad de
irradiar hacia afuera una imagen pasteurizada de sí misma, acorde con la idea
de que regresa dialoguista, autocrítica y amplia; sin sectarismos ni
corrupciones y sin ánimo de violentar las reglas democráticas ni
"limpiar" a los disidentes. Mordiendo ese anzuelo pueril, desfilan
como sonámbulos por su elegante búnker peronistas arrepentidos, militantes
clericales, empresarios sin escrúpulos y progres de diversa neurosis que la
combatían hasta hace cinco minutos por negligente, por autoritaria y por
comandar una asociación ilícita. Algunos emergen de esas aguas bautismales con
la cara plácida y dispuestos a misionar la buena nueva: Cristina ya no muerde.
Conviene, sin embargo, desmenuzar el verdadero proyecto fáctico e ideológico
que la doctora esconde y premedita en las salas más herméticas del Instituto
Patria, o al menos el marco conceptual que el gran traductor de Laclau susurra
en sus oídos. Me refiero al politólogo Edgardo Mocca, articulista interesante,
autor del reciente ensayo "El antagonismo argentino", ex
marxista-leninista, enemigo de la socialdemocracia y nacionalpopulista
ilustrado, algo que se echa de menos en ciertos kirchneristas de renombre, más
afectos al panfleto que a los libros. De Mocca ha dicho la propia Chantal:
"Es uno de los mejores analistas de la política argentina". Se sabe
que este ortodoxo del cristinismo, muy cercano a la gran dama, coincide con
Carlos Zannini y con quienes labran el verdadero disco rígido para un eventual
retorno al poder. Que por supuesto incluye la eliminación de los "medios
hegemónicos", una colonización a fondo de la Justicia y una reforma
constitucional: hay que librar a nuestra Carta Magna de las rémoras liberales.
A Mocca el kirchnerismo lo obligó a releer en profundidad la
historia vernácula, y a reconocer que sigue sobreviviendo aquella vieja
división sarmientina aunque aggiornada a nuestros tiempos y enriquecida por
corrientes y experiencias modernas. Dos proyectos heterogéneos en pugna, que
más allá de chicanas folclóricas representan dos enfoques genuinos, diferentes
y tal vez complementarios, aunque Cristina rechaza por supuesto esta última
posibilidad. No puede concebir un nuevo bipartidismo, a la manera de la Transición,
donde las dos Españas cedieron los extremos para acordar un sistema común, base
real de su impresionante prosperidad. Mocca lo dice con todas las letras:
"La solución no es un consenso racional basado en la mutua comprensión. El
antagonismo desemboca en la hegemonía. Es decir, en una situación tal en la que
una de las partes logra constituirse en la expresión del conjunto". Cuando
un periodista de Página/12 le pregunta, con toda lógica, si este desenlace
hegemónico puede dar lugar en algún momento "a la eliminación del
otro", Mocca rechaza la violencia física, porque como setentista la sufrió
en carne propia; olvida que su generación también la infligió y de la manera
más cruel. A continuación, sin embargo, hace un parangón inquietante: la concepción
del liberalismo debe ser "derrotada definitivamente, así como Estados
Unidos resolvió en la segunda mitad del siglo XIX la hegemonía de la burguesía
del norte frente al esclavismo del sur. Ojalá nuestro modo no pase por una
guerra civil destructiva, ni por ninguna otra forma de violencia
generalizada". Si el listón se pone tan alto, si aunque para rechazarla,
esa comparación es con una conflagración sangrienta, todas las medidas hostiles
que luego se apliquen desde el gobierno con el objeto de crear un nuevo régimen
resultarán suaves y lícitas para la militancia. La revolución es así.
La argumentación viene además con una trampa: así como para
Bolsonaro todo lo que no sea propio es ridículamente "comunista",
para Cristina todo lo que no sea populista es maníacamente
"neoliberal". En el Instituto Patria, el liberalismo que debe ser
aplastado para siempre incluye a republicanistas independientes, a liberales de
izquierda, a socialdemócratas (llamados "socialistas gorilas"), a
centristas, a radicales, a desarrollistas y a derechistas de la ortodoxia.
Incluso también a "peronistas del orden", tal como denomina
despectivamente Mocca a los justicialistas que renunciaron a los aspectos más
autoritarios del otrora Movimiento de Perón. Esta visión simplificadora, que menta
al pueblo y que prefiere doblegar a convivir, se basa en la idea de que el
liberalismo político es necesariamente sinónimo de oligarquía y en todo caso
representativo de sectores sociales minoritarios. Por ahora las dos últimas
elecciones y las encuestas de diciembre solo muestran exactamente lo contrario:
el chavismo argentino sigue en clara minoría. A tal punto que precisa aliarse
con otros sectores moderados (meterlos en la "red", como dice Mocca)
para ganar en las urnas. La idea de que la democracia liberal fabrica
"esclavismo" sirve para la desafortunada alegoría de la Guerra de
Secesión, pero resulta una falacia: tras doce años de viento de cola y poder
absoluto, los kirchneristas dejaron un Estado quebrado y una pobreza
consolidada y penetrada por la droga. Uno de cada tres argentinos era pobre
cuando "la nueva abanderada de los humildes" se retiró de Balcarce
50. Presentar las actuales penurias como resultado de un liberalismo
caricaturesco y no de la aplicación de un traumático programa de normalización
económica es un truco que permea el sentido común y ciertos medios de
comunicación. Se confunden allí las dificultades y los errores del jefe de la
Brigada de Explosivos con la responsabilidad de quien dejó la bomba atómica y
reza desde el primer día para que todo estalle por el aire.
En el corazón del búnker de la calle Rodríguez Peña se
observa con mordaz indulgencia el regreso al pago de viejos enemigos acérrimos
que limaron durante siete años la autoridad de la arquitecta egipcia. Son un
mal necesario. "En el Instituto Patria, pusieron un talonario, como en las
farmacias, donde todo el mundo saca número para verse con Cristina -ironiza
Mocca-. Después van a la televisión a contar lo que hablaron". Para
convencer a los hijos pródigos y aventar el miedo (que no es zonzo) de los conversos,
en ese círculo áulico se relativiza lo único cierto: la radicalización del
proyecto. Aunque se hace de un modo significativo: "¿En qué sentido fue un
extremo Cristina? ¿Qué estructuras, qué sector social privilegiado fue
condenado, expropiado, maltratado, perseguido, puesto preso? -le pregunta
públicamente el politólogo a Felipe Solá -. Agarrá hoy a los grandes
empresarios y te dicen: 'Ganaba más guita con Cristina'". Tal vez sin
querer esa refutación encierra el carácter punitivo pero farsesco que tuvo
aquella "revolución imaginaria" (Asís dixit), aunque la verdad es que
el proceso kirchnerista solo sabe redoblar apuestas y fanatizarse, en una
peligrosa espiral ascendente. Ese secreto a voces, esa amenaza concreta, es el
gran drama que mantiene en vilo a toda la política nacional.
© La Nación
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