Por Julio María Sanguinetti (*) |
A la distancia de dos siglos nos llega esta triste
descripción con dramática actualidad. La diferencia está en que en aquel lejano
tiempo recién se estaban fundando nuestras repúblicas, en medio de las
turbulencias de la emancipación, mientras que Venezuela cae hoy en esta
situación luego de haber sido un país próspero y avanzado, que en los tristes
años de nuestras dictaduras de los 70 nos ofrecía amparo y hasta la envidia de
ver un sistema de partidos firme, casi calcado de los europeos.
Destruido todo aquello, nos encontramos en plena
devastación, como decía el Libertador. Los acontecimientos han sido impensables
y fulgurantes desde aquel 2 de febrero de 1999 en que tuvimos el triste
privilegio de, a pocos metros, observar a un exultante comandante Chávez, que
juraba sobre una Constitución "moribunda" e inauguraba el experimento
del "socialismo del siglo XXI", esa llaga tan difícil de curar.
Ese régimen, que fue liberticida desde el primer día, ha
tenido la activa complicidad de nuestros populismos sudamericanos, muy
especialmente el de los gobiernos Kirchner en la Argentina y los del PT en
Brasil. Uruguay no es ni ha sido ajeno a
esa fiesta, al punto de que el gobierno del presidente Mujica vivió una suerte
de idilio, abonado por regalos de escuelas y hospitales y una serie de negocios
comerciales que hoy no solo son la expresión de un costosísimo fracaso, sino
una nube de ocultamientos, favoritismos y corruptelas que van saltando una tras
otra.
Aquel Rey Mago chavista cambió su talante simpático cuando
apareció su sucesor, que heredó el desastre económico, pero lo profundizó, le
añadió atropellos aún mayores a las libertades y todavía le agregó una dosis de
grosería e incapacidad sin precedente. De todas las dictaduras latinoamericanas
no hay duda de que esta ha sido la más ineficiente, la más torpe, la que ha logrado
un nivel de destrozo de las estructuras productivas y sociales del país que
carece de antecedentes.
Uruguay acompañó al chavismo en todos sus desvaríos. Por eso
no cabe el asombro que muchos periodistas internacionales expresan ante la
actitud actual de nuestro gobierno, coherente con esa complicidad que viene de
lejos. Nunca ha pasado de expresar "preocupación" y no se ha
atrevido, en ningún momento, a calificar el régimen de dictatorial.
Resulta difícil de entender tal actitud en este Uruguay que
estuvo siempre, históricamente, del lado de las democracias, en las guerras
mundiales y en los conflictos latinoamericanos. La explicación es sencilla: la
coalición de gobierno, el Frente Amplio, ha tenido la astucia política de sumar
sectores democráticos, de origen socialdemócrata o incluso socialcristiano, con
movimientos que, como nuestro Partido Comunista, siguen reivindicando la lucha
de clases en clave de ortodoxia leninista, o como el viejo movimiento tupamaro,
que, aunque haya dejado las armas, no ha expresado una palabra de revisión de
sus convicciones y su pasado violento. Razón por la cual nuestro presidente, de
cuya condición democrática no cabe dudar, es prisionero de una mayoría
parlamentaria que se alimenta de una vacía retórica antiimperialista, vive en
los espacios mentales de la "guerra fría" y vive bajo la democracia y
la economía de mercado apenas con resignación. Dicho de otro modo: como la
realidad institucional sólida de la república le impone la necesidad de
respetar la propiedad privada y sus reglas comerciales, se refugia en la
política exterior para mantener viva aquella fachada envejecida de la izquierda
marxista y no sentirse tan traidora a lo que sigue siendo su convicción y
sentimiento.
Días pasados, nuestro admirado amigo Mario Vargas Llosa, con
ingenuidad política, ponía al Frente Amplio como ejemplo para la izquierda
latinoamericana. Mirando con superficialidad el funcionamiento democrático, le
parecía ejemplar que nuestros gobiernos frentistas no hayan llevado al país a
un desastre dictatorial o a una corrupción de magnitud "petista".
Bueno sería que hubiéramos de agradecerle al Frente que no hubiera atropellado
la Constitución, pero no se puede ignorar que despilfarró la bonanza económica
de las "commodities" de la década iniciada en 2003, arrastró al país
a una inseguridad sin precedente, degradó una educación otrora ejemplar y, como
si fuera poco, nos avergüenza con esta complicidad con una Venezuela que hoy se
riñe con todos los valores del Uruguay histórico. No olvidemos, porque allí
está la síntesis, que cuando se excluyó arbitrariamente al Paraguay del
Mercosur, para abrir la puerta al chavismo, nuestro presidente Mujica salió del
Uruguay diciendo que no se podía suspender a la república guaraní y retornó,
luego de reunirse con Lula y la doctora Kirchner, diciendo que votó lo
contrario porque "la política estuvo por encima de las leyes" .
Hoy felizmente el panorama ofrece un nuevo vuelco: la
situación internacional es hostil al chavismo y el liderazgo de la Asamblea
Nacional ha logrado unificar nuevamente a la oposición, a través de un
mandatario con legitimidad en el sufragio. De inmediato aparecen las propuestas
cómplices de mediación. Es claro que toda solución pacífica requiere algún
diálogo, pero este solo es honesto y conducente si se parte de la base de que
el régimen reconozca la legitimidad de la Asamblea Nacional y esté dispuesto a
convocar a elecciones. El tiempo y el modo de llegar a esa conclusión serían la
materia de esas transacciones, pero sentarse a conversar sin esos
prerrequisitos es, como ya ha ocurrido, solo darle oxígeno a la dictadura.
Desgraciadamente, solo la penosa asfixia económica parece el único camino.
Entristece trazar este panorama. Pero cuando la confusión
cunde, no hay otro camino que darle espacio a la denuncia clara. No podemos
callar. Como decía Cicerón, la verdad se hiere tanto con el silencio como con
la mentira.
(*) Expresidente de Uruguay
©
La Nación
0 comments :
Publicar un comentario