Por Héctor M. Guyot
Los argentinos conocemos la incertidumbre. Estamos
acostumbrados a convivir con ella. Durante el año pasado, ese sentimiento que
arrebata el presente en el vértigo que produce un futuro también escamoteado se
ha expandido en el mundo, así como han crecido los políticos que aprovechan el
desconcierto en beneficio propio. Todo indica que durante 2019 esta tendencia
no solo se afirmará, sino que incluso podría resultar más intensa.
Si
esperábamos un año más compasivo que el anterior, no sería este. Y es que tanto
en la Argentina, con elecciones presidenciales en octubre, como en buena parte
de los países democráticos, lo que en el fondo está en jaque es el sistema
republicano de división de poderes y garantías individuales que tanto ha
costado conseguir.
¿Qué fue lo que nos robó el futuro? ¿Dónde nace esta
incertidumbre que se palpa incluso en la vida diaria? Creo que el futuro fue
fagocitado por la aceleración del presente que trajo consigo la revolución
tecnológica, que lo ha cambiado todo, desde el ritmo que llevaba la
globalización hasta la forma en que nos comunicamos, pasando por cómo
entendemos y abordamos eso que llamamos realidad. El sustrato cultural que
sostenía valores y jerarquías más o menos aceptadas se ha resquebrajado y, como
en un sismo, todo aquello que encontraba apoyo en él ha comenzado a temblar. Ya
nada es lo que era. Hoy los trabajos son precarios. Y las economías, tan
volátiles como las creencias. En medio de una desigualdad creciente, vastos
sectores de la población de muchos países se sienten abandonados a su suerte.
Ante la falta de certezas, el futuro, que había sido la oportunidad de
progreso, hoy resulta una amenaza. Así crecen el miedo y el resentimiento,
materia prima de los populistas que han empezado a multiplicarse a lo largo del
globo.
¿Cómo se entiende, si no, que lleguen a la presidencia
candidatos que desprecian abiertamente a las minorías, machistas y misóginos,
que no muestran ningún respeto por los que piensan distinto? Lo que parecía
difícil de creer ha vuelto a ocurrir y puede suceder otra vez. Primero fue
Trump, y luego, más cerca, Bolsonaro . Ambos han acicateado el miedo y el
resentimiento entendibles de buena parte de sus sociedades para promover una
polarización sin matices que los entronizara en lo más alto del poder.
Mesiánicos y redentoristas, apelan a un nacionalismo elemental desde el que
pretenden rescatar a sus respectivos países del mal para devolverlos al bien,
que ellos encarnan mucho menos en sus ideas, si las tienen, que en sus
personas.
Algunos analistas han comparado este tipo de populismo, que
llegó al poder también en Italia y Hungría, con el fascismo de entreguerras. El
historiador italiano Enzo Traverso, en cambio, lo llama posfascismo. La
diferencia es que aquellos fascistas buscaban instaurar un orden nuevo, en
tanto que sus descendientes se sirven de las urnas para alcanzar el poder. Sin
embargo, unos y otros tienen muchas cosas en común, como enumeró el sociólogo
español Enrique Gil Calvo en un artículo publicado hace unos días en el diario
El País: "La xenofobia, el nacionalismo, la misoginia, el desprecio por la
ley, la falsificación de la realidad y el rechazo de los derechos ajenos".
Además de incertidumbres, los argentinos conocemos algunas
de estas cosas. También aquí hubo un líder que llegó al poder por medio del
voto y buscó alterar el sistema desde adentro. Y lo hizo despreciando la ley,
falsificando la realidad y promoviendo el odio entre su pueblo para obtener los
costosos beneficios de la polarización. Lo que sugiere que en los extremos no
hay ideología. Derechas e izquierdas dejan de importar allí donde las ideas y
las palabras son solo un instrumento para dividir y concentrar poder. Estamos
en la era de la psicopolítica, y esto comprende tanto a las sociedades,
dominadas por sentimientos complejos, como a los líderes que sintonizan y
muchas veces manipulan esos sentimientos. La distancia ideológica que existe
entre las posturas políticas adoptadas por Trump y las de nuestra expresidenta
queda relativizada si se repara en la forma en que ambos ejercen el poder. Ahí
talla la personalidad y empiezan a aflorar similitudes: las tendencias
autoritarias, los arrebatos fanáticos, la inestabilidad. Ambos son dominados
por sus emociones, sobre todo la ira, cuando alguien no responde a sus deseos o
la realidad no los obedece. Hay que someterse a su voluntad o quedar fuera de
juego. Otra semejanza, en estos tiempos en los que todo pasa y nada queda, es
que los dos parecen blindados contra el escándalo.
A mi juicio, ambos ejercen lo que el escritor Antonio Muñoz
Molina llamó, para describir a los recientes populismos de derecha, la
"política de la revancha". ¿Con qué antídotos cuenta la democracia
republicana para defenderse, aquí y en el resto del mundo? A mediano plazo,
resulta imperioso acortar la brecha enorme entre ricos y pobres. En lo
inmediato, apelar a la razón, la ley, el diálogo, la pluralidad. Y, como
escribió hace poco Moisés Naím: "Hay que reconstruir la capacidad de la
sociedad para diferenciar entre la verdad y la mentira". El costo del
engaño ya lo conocemos.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario