Un texto de José
Ingenieros
Desprovistos de alas y de penacho, los caracteres mediocres
son incapaces de volar hasta una cumbre o de batirse contra un rebaño. Su vida
es perpetua complicidad con la ajena. Son hueste mercenaria del primer hombre
firme que sepa uncirlos a su yugo. Atraviesan el mundo cuidando su sombra e
ignorando su personalidad. Nunca llegan a individualizarse: ignoran el placer
de exclamar "yo soy",
frente a los demás.
No existen solos. Su amorfa estructura los obliga a
borrarse en una raza, en un pueblo, en un partido, en una secta, en una
bandería: siempre a embadurnarse de otros. Apuntalan todas las doctrinas y
prejuicios, consolidados a través de siglos. Así medran. Siguen el camino de
las menores resistencias, nadando a favor de toda corriente y variando con ella;
en su rodar aguas abajo no hay mérito: es simple incapacidad de nadar aguas
arriba. Crecen porque saben adaptarse a la hipocresía social, como las
lombrices a la entraña.
Son refractarios a todo gesto digno; le son hostiles.
Conquistan "honores" y alcanzan "dignidades", en plural;
han inventado el inconcebible plural del honor y de la dignidad, por definición
singulares e inflexibles. Viven de los demás y para los demás: sombras de una
grey, su existencia es el accesorio de focos que la proyectan. Carecen de luz,
de arrojo, de fuego, de emoción. Todo es, en ellos, prestado.
Los caracteres excelentes ascienden a la propia dignidad
nadando contra todas las corrientes rebajadoras, cuyo reflujo resisten con
tesón.
Frente a los otros se les reconoce de inmediato, nunca
borrados por esa brumazón moral en que aquéllos se destiñen. Su personalidad es
todo brillo y arista:
"Firmeza y luz, como cristal de roca",
breves palabras que sintetizan su definición perfecta. No la
dieron mejor Teofrasto o Bruyére. Han creado su vida y servido un Ideal,
perseverando en la ruta, sintiéndose dueños de sus acciones, templándose por
grandes esfuerzos: seguros en sus creencias, leales a sus afectos, fieles a su
palabra. Nunca se obstinan en el error, ni traicionan jamás a la verdad.
Ignoran el impudor de la inconstancia y la insolencia de la ingratitud. Pujan
contra los obstáculos y afrontan las dificultades.
Son respetuosos en la victoria y se dignifican en la derrota
como si para ellos la belleza estuviera en la lid y no en su resultado.
Siempre, invariablemente, ponen la mirada alto y lejos; tras lo actual fugitivo
divisan un Ideal más respetable cuanto más distante. Estos optimates son
contados; cada uno vive por un millón. Poseen una firme línea moral que les
sirve de esqueleto o armadura. Son alguien. Su fisonomía es la propia y no
puede ser de nadie más; son inconfundibles, capaces de imprimir su sello
indeleble en mil iniciativas fecundas. Las gentes domesticadas los temen, como
la llaga al cauterio; sin advertirlo, empero, los adoran con su desdén. Son los
verdaderos amos de la sociedad, los que agreden el pasado y preparan el porvenir,
los que destruyen y plasman. Son los actores del drama social, con energía
inagotable. Poseen el don de resistir a la rutina y pueden librarse de su
tiranía niveladora. Por ellos la Humanidad vive y progresa. Son siempre
excesivos; centuplican las cualidades que los demás sólo poseen en germen. La
hipertrofia de una idea o de una pasión los hace inadaptables d su medio,
exagerando su pujanza; mas, para la sociedad, realizan una función armónica y
vital. Sin ellos se inmovilizaría el progreso humano, estancándose como velero
sorprendido en alta mar por la bonanza. De ellos, solamente de ellos, suelen
ocuparse la historia y el arte, interpretándolos como arquetipos de la
Humanidad.
El hombre que piensa con su propia cabeza y la sombra que
refleja los pensamientos ajenos, parecen pertenecer a mundos distintos. Hombres
y sombras: difieren como el cristal y la arcilla.
El cristal tiene una forma preestablecida en su propia
composición química; cristaliza en ella o no, según los casos; pero nunca
tomará otra forma que la propia. Al verlo sabemos que lo es,
inconfundiblemente. De igual manera que el hombre superior es siempre uno, en sí,
aparte de los demás. Si el clima le es propicio conviértese en núcleo de
energías sociales, proyectando sobre el medio sus características propias, a la
manera del cristal que en una solución saturada provoca nuevas cristalizaciones
semejantes a sí mismo, creando formas de su propio sistema geométrico. La
arcilla, en cambio, carece de forma propia y toma la que le .imprimen las
circunstancias exteriores, los seres que la presionan o las cosas que la
rodean; conserva el rastro de todos los surcos y el hoyo de todos los dedos,
como la cera, como la masilla; será cúbica, esférica o piramidal, según la modelen.
Así los caracteres mediocres: sensibles a las coerciones del medio en que
viven, incapaces de servir una fe o una pasión.
Las creencias son el soporte del carácter; el hombre que las
posee firmes y elevadas, lo tiene excelente. Las sombras no creen. La
personalidad está en perpetua evolución y el carácter individual es su delicado
instrumento; hay que templarlo sin descanso en las fuentes de la cultura y del
amor. Lo que heredamos implica cierta fatalidad, que la educación corrige y
orienta. Los hombres están predestinados a conservar su línea propia entre las
presiones coercitivas de la sociedad; las sombras no tienen resistencia, se
adaptan a las demás hasta desfigurar-se, domesticándose. El carácter se expresa
por actividades que constituyen la conducta. Cada ser humano tiene el
correspondiente a sus creencias; si es "firmeza y luz", como dijo el
poeta, la firmeza está en los sólidos cimientos, de su cultura y la luz en su
elevación moral.
Los elementos intelectuales no bastan para determinar su
orientación; la febledad del carácter depende tanto de la consistencia moral
como de aquéllos, o más. Sin algún ingenio, es imposible ascender por los senderos
de la virtud; sin alguna virtud son inaccesibles los del ingenio. En la acción
van de consuno. La fuerza de las creencias está en no ser puramente racionales;
pensamos con el corazón y con la cabeza. Ellas no implican un conocimiento
exacto a de la realidad; son simples juicios a su respecto, susceptibles de ser
corregidos o reemplazados. Son instrumentos actuales; cada creencia es una
opinión contingente y provisional. Todo juicio implica una afirmación. Toda
negación es, en sí mismo, afirmativa; negar es afirmar una negación. La actitud
es idéntica: se cree lo que se afirma o se niega. Lo contrario de la afirmación
no es la negación, es la duda. Para afirmar o negar es indispensable creer. Ser
alguien es creer intensamente; pensar es creer; amar es creer; odiar es creer;
vivir es creer.
Las creencias son los móviles de toda actividad humana. No
necesitan ser verdades: creemos con anterioridad a todo razonamiento y cada
nueva noción es adquirida a través de creencias ya preformadas. La duda debiera
ser más común, escaseando los criterios de certidumbre lógica; la primera
actitud, sin embargo, es una adhesión a lo que se presenta a nuestra
experiencia. La manera primitiva de pensar las cosas consiste en creerlas tales
como las sentimos; los niños, los salvajes, los ignorantes y los espíritus
débiles son accesibles a todos los errores, juguetes frívolos de las personas,
las cosas y las circunstancias. Cualquiera desvía los bajeles sin gobierno.
Esas creencias son como los clavos que se meten de un solo golpe; las
convicciones firmes entran como los tornillos, poco a poco, a fuerza de
observación y de estudio. Cuesta más trabajo adquirirlas; pero mientras los
clavos ceden al primer estrujón vigoroso, los tornillos resisten y mantienen de
pie la personalidad. El ingenio y la cultura corrigen las fáciles ilusiones primitivas
y las rutinas impuestas por la sociedad al individuo: la amplitud del saber
permite a los hombres formarse ideas propias. Vivir arrastrado por las ajenas
equivale a no vivir. Los mediocres son obra de los demás y están en todas
partes: manera de no ser nadie y no estar en ninguna.
Sin unidad no se concibe un carácter. Cuando falta, el
hombre es amorfo o inestable; vive zozobrando como frágil barquichuelo en un
océano. Esa unidad debe ser efectiva en el tiempo; depende, en gran parte, de
la coordinación de las creencias. Ellas son fuerzas dinamógenas y activas,
sintetizadoras de la personalidad. La historia natural del pensamiento humano
sólo estudia creencias, no certidumbres. La especie, las razas, las naciones,
los partidos, los grupos, son animados por necesidades materiales que los engendran,
más o menos conformes a la realidad, pero siempre determinantes de su acción.
Creer es la forma natural de pensar para vivir.
La unidad de las creencias permite a los hombres obrar de
acuerdo con el propio pasado: es un hábito de independencia y la condición del
hombre libre, en el sentido relativo que el determinismo consiente.
Sus actos son ágil es y rectilíneos, pueden preverse en cada
circunstancia; siguen sin vacilaciones un camino trazado: todo concurre a que
custodien su dignidad y se formen un ideal. Siempre están prontos para el
esfuerzo y lo realizan sin zozobra. Se sienten libres cuando rectifican sus
yerros y más libres aún al manejar sus pasiones. Quieren ser independientes de,
todos, sin que ello les impida ser tolerantes: el precio de su libertad no lo
ponen en la sumisión de los demás.
Siempre hacen lo que quieren, pues sólo quieren lo que está
en sus fuerzas realizar. Saben pulir la obra de sus educadores y nunca creen
terminada la propia cultura. Diríase que ellos mismos se han hecho como son,
viéndoles recalcar en todos los actos el propósito de asumir su
responsabilidad.
Las creencias del Hombre son hondas, arraigadas en vasto
saber; le sirven de timón seguro para marchar por una ruta que él conoce y no
oculta a los demás; cuando cambia de rumbo es porque sus creencias de la Sombra
son surcos arados en el agua; cualquier ventisca las desvía; su opinión es
tornadiza como veleta y sus cambios obedecen a solicitaciones groseras de
conveniencias inmediatas. Los Hombres evolucionan según varían sus creencias y
pueden cambiarlas mientras siguen aprendiendo; las Sombras acomodan las propias
a sus apetitos y pretenden encubrir la indignidad con el nombre de evolución. Si
dependiera de ellas, esta última equivaldría a desequilibrio o desvergüenza;
muchas veces a traición.
Creencias firmes, conducta firme. Ése es el criterio para
apreciar el carácter: las obras. Lo dice el bíblico poema: ludicaberis ex
operibus vestris, seréis juzgados por vuestras obras. ¡Cuántos hay que parecen
hombres y sólo valen por las posiciones alcanzadas en las piaras mediocráticas!
Vistos de cerca, examinadas sus obras, son menos que nada, valores negativos.
Sombras.
De El hombre mediocre (CAPÍTULO IV/I – LOS
CARACTERES MEDIOCRES)
Selección y
transcripción: Agensur.info
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