Por Arturo Pérez-Reverte |
Cierto es que nadie resulta perfecto, claro. Por mucho que lo procure. Los perros,
los niños y los ancianos siempre me produjeron humedades sensibles, aunque con
matices. Los ancianos, por ejemplo -ya estoy cerca de serlo-, me causan ternura
por su indefensión. En momentos complicados de mi vida vi a ancianos abrumados
por la tragedia y la violencia, y no es un recuerdo grato. Pero siempre quedó y
queda el vago consuelo de pensar que ellos mismos fueron jóvenes en otro
tiempo, quizá alguno tan malvado como los responsables hoy de su desgracia, y
tal vez culpable, también, del mundo y las gentes que ahora lo maltratan.
Sobre los perros hablo con frecuencia en esta
página. Si me gustan poco los gatos porque se nos parecen demasiado a los seres
humanos, lo que me gusta precisamente de los perros es lo poco que se nos
parecen. Lo diferentes que son. Valor, dignidad y lealtad, sus principales
virtudes, es justo lo que me gustaría encontrar en los humanos, incluido yo
mismo. Y podríamos resumir la cosa señalando que, si en rarísimas ocasiones
estaría dispuesto a matar a un ser humano -decir nunca es no tener idea de los
recovecos de la vida-, sé con plena certeza que sería, o que soy, capaz de
matar con mis propias manos a quien abandona o maltrata a un perro. Pumba,
pumba. Cabrón. Cartuchos de posta lobera, y punto. Y dormir después a pierna suelta,
sin complejos ni remordimientos.
Los niños ya son otra cosa. Los he visto sufrir de
verdad. Y alguno, como aquel del barrio de Dobrinja, Sarajevo 1993, reventado
por un cañonazo serbio, se me desangró entre los brazos porque no llegamos a
tiempo al hospital, que estaba en la otra punta de Sniper Alley, y anduve luego
tres días sin poder lavarme y con la camisa y las uñas manchadas de su sangre.
Quiero decir con eso que tengo un montón de fotos de niños en la memoria, de
las que no se olvidan. Y tales fotos se parecen mucho al dolor, la impotencia e
incluso -ahí sí- el remordimiento, pues cuando tienes que transmitir una
crónica a tal hora hay muchas cosas que sacrificas para hacer bien tu trabajo,
aunque luego esas cosas te remuevan la memoria durante el resto de tu puta
vida.
Dicho en corto: los niños me tocan la fibra. Viví
dos décadas largas en la parte mala del mundo, y sé que esa parte no está tan
lejos de ellos como creemos. Los veo pasar camino del colegio, o en fila cuando
van por la calle cogidos de la mano, o sentados en un museo -igual que
prisioneros de guerra iraquíes- mientras las profesoras se lo explican, y me
gusta observarlos, acechar sus gestos y palabras. Su inocencia y primeras
exploraciones del mundo y la vida. Intentar adivinar en ellos lo que, bueno o
malo, brillante o mediocre, tal vez serán de mayores.
Esto me lleva a lo que afirmaba en la primera
línea. Siento que me estoy ablandando, y puede que sea la edad. La semana
pasada estaba en la Plaza Mayor de Madrid, mirando a los niños montados en los
caballitos del tiovivo que ponen allí por Navidad y Reyes, con sus gorros de
lana, sus bufandas y sus padres vigilándolos de cerca. Se movía el artilugio,
las monturas subían y bajaban, sonaba la música, y los críos se agarraban a los
barrotes saludando a sus familiares cada vez que pasaban ante ellos. Cabalgaban
serios, íntegros, formales, creyéndoselo de verdad. Consecuentes como sólo
ellos pueden serlo. Con esa inocente honradez que sólo un niño pequeño posee y
que luego la vida le arrebata poco a poco. Los veía pasar y pensaba que eran
afortunados por ser todavía lo que eran, asomados apenas a los complejos
lugares por donde la vida acabaría llevándolos. Y al observar sus rostros
extasiados y felices, la confianza con que miraban a padres y abuelos mientras
sus manitas se agarraban a los barrotes de los caballitos pintados, vi en ellos
los rostros de otros niños en otros lugares; y también vi el mío hace sesenta
largos años, cuando desde la rueda móvil de un tiovivo miraba el mundo girar en
torno, con idéntica inocencia. Entonces me toqué la cara y comprobé que estaba
llorando como un perfecto gilipollas.
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