Por Graciela Guadalupe
"Mire, María: voy a terminar con esta fiesta de unos pocos. Tenemos
que pintar juntos un futuro de luz. Tengo un plan. No hay que tenerle miedo a
Dios. Sé que estamos mal, pero vamos a estar bien. Somos buena gente. Tenemos
que hacerlo juntos, porque usted y yo ya ganamos".
Ni Borges ni Cortázar. Ni Storni ni Mistral. Ni Bioy Casares, Arlt,
Blaisten o Neruda. Ese párrafo sentido, esa declaración de amor y de principios
no deviene de ninguna pluma literaria. Es, apenas, producto de haber unido
antojadizamente viejas promesas de campaña y definiciones personales de quienes
quisieron, quieren o querrían gobernarnos.
Haga memoria, querido lector, porque se viene la nueva temporada de
eslóganes electorales, de afiches callejeros y centenares de minutos cedidos a partidos
políticos en radio y televisión; de debates, escraches, piquetes, actos y
pugilismo furioso por las redes sociales. Como en el libro Elige tu propia
aventura, podrá escoger de entre las nuevas creaciones de nuestros
telepredicadores y diseñar su propio culebrón electoral. Pero, para que eso
ocurra, tendrá que esforzarse física y mentalmente. Parafraseando a Adolfo
Rodríguez Saá con sus viernes: Es 2019 "y el cuerpo lo sabe".
El que iba a terminar con la fiesta de unos pocos era De la Rúa. El
futuro de luz lo prometía el Alberto, hermano del Adolfo. De Narváez decía que
tenía un plan (que los votos no le dejaron aplicar). Había que temerles a
Cristina un poquito y, a Dios, nada, porque somos un país con buena gente.
Menem quería convencernos de que estábamos en el horno, pero que íbamos camino
del paraíso; de que Japón quedaba a una hora y media de vuelo desde Córdoba, y
de que él venía a terminar con la tristeza de los chicos ricos. Y Macri
reclamaba que hiciéramos juntos un cambio, porque se puede. Margarita no pedía
nada porque, según ella, ya había ganado.
¿Cómo hacer para no dejarse atrapar una vez más como mosca distraída en
telaraña reforzada? La respuesta es difícil porque, básicamente, candidatos y
electores nos enfrentamos a tres realidades muy condicionantes.
La primera: en política todo parece haber sido dicho. Los candidatos van
a tener que ser muy creativos, efectivos y honestos para generar empatía con
los votantes, hoy más próximos a buscar soluciones en Waze, en Glovo o en Rappi
que en plataformas partidarias que, por otro lado, hace rato que escasean.
La segunda: los electores ya hemos probado todo tipo de remedios,
elixires, pócimas, panaceas y productos que nos garantizaban soluciones
mágicas, y estamos ahora haciendo magia en busca de soluciones.
La tercera y no menos importante: con los archivos periodísticos al
alcance de cualquier persona, las bases que recuperan los tuits que fueron
borrados, la amenaza de las fake news y el Gran Hermano en el que se ha
transformado la vida de todo el mundo, una mentira de baja monta le puede
costar la carrera al postulante de mayor pedigrí. Y, al revés, un bot
(un programa informático), instrumentado por una pandilla de trolls con cierta
habilidad y recompensa monetaria, puede convertir a Piñón Fijo en Franklin
Delano Roosevelt y hacer que Sócrates escriba tres novelas, dos libros de
poesía y pinte mandalas.
Charlatanes hubo siempre, pero también clientes dispuestos a comprar las
charlatanerías.
Decía David Trueba en un artículo periodístico publicado recientemente
en el diario El País, que hoy "hay algo así como una identidad
soñada por la cual los ciudadanos deciden cómo quieren ser, sin importarles
demasiado el grado de veracidad del autorretrato resultante".
Tremendo error el que nos marca Trueba. Y no es el único. En una
reciente columna de opinión publicada en La Nación, Moisés Naim afirmaba lo
siguiente al referirse a la nueva modalidad de cotorrerío: la de los
parlanchines digitales. "Los seguidores de los charlatanes son tanto o más
culpables que los charlatanes de que una sociedad apoye malas ideas, elija
malos gobernantes o crea en sus mentiras. Con frecuencia, los seguidores están
irresponsablemente desinformados, son indolentes y están dispuestos a creer en
cualquier propuesta que los seduzca, por más descabellada que sea. Esto tiene
que cambiar", opinaba Naim y seguía: "Hay que reconstruir la
capacidad de la sociedad para diferenciar entre la verdad y la mentira, entre
los hechos confirmados por evidencias incontrovertibles y las propuestas que
nos hacen sentir bien".
Los argentinos pecamos de expertos en cualquier cosa. Somos
especialistas en protocolos de seguridad, en manipulación de pistolas Taser y
en rescates en profundidades oceánicas; sabemos de fútbol, del clima, de
medicina, metafísica, astrofísica y misiles. Pero andamos "flojelis"
en política. Si no ponemos más de nosotros, no vamos a poder pedirles más a
ellos, los políticos. Como bien dijo Naim, "la democracia requiere más
esfuerzo que el de ir a votar cada cierto tiempo".
© La Nación
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