Por Carmen Posadas |
Podría argumentarse que, cuando fueron captados por
los servicios secretos soviéticos, nadie conocía las purgas y asesinatos en
masa que estaba llevando a cabo Stalin. Pero lo cierto es que ninguno de ellos,
incluidos Blunt y Cairncross, que no fueron desenmascarados hasta 1979 y 1990,
abjuró jamás de sus creencias. Más incomprensible aún es el caso de Philby,
Burgess y Maclean, que se vieron obligados a refugiarse en la Unión Soviética
tras ser descubiertos. Los tres continuaron siendo fervorosos comunistas, a
pesar de vivir allí y disfrutar de las delicias de aquel paraíso proletario,
como las infinitas colas para hacerse con medio kilo de pepinos o una pastilla
de jabón y otras rutinas que formaban parte de la vida diaria en la antigua
URSS. A pesar también de vivir perpetuamente amenazados por las sospechas de la
KGB, que nunca acabó de fiarse de ellos y que los espiaba a todas horas,
convirtiéndolos en incómodos huéspedes a los que se arrincona y olvida.
Si recuerdo ahora a estos esforzados héroes de una
quimera inexistente es por una frase que leí en la biografía de Ramón Mercader
que tengo entre manos. En los años treinta Mercader se encontraba en una
escuela de adiestramiento de espías. Según él cuenta, este largo aprendizaje
(que incluía durísimas pruebas de resistencia al dolor y a los interrogatorios,
amén de «reeducación» y «adoctrinamiento» del candidato) comprendía, por
fortuna, un pequeño asueto anual: disfrutar un fin de semana en Moscú. En un
momento dado, Mercader, que siempre estaba acompañado por su instructor, pidió
y le fue concedido permiso para dar un corto paseo a solas alrededor de la
manzana. Eran los tiempos de las grandes purgas, aquellas que Stalin organizaba
para sembrar el terror y, de paso, librarse de competidores dentro del partido.
Tiempos en los que hombres como el temible Bujarin, uno de los colaboradores
más cercanos del jefe supremo, acababan confesando ‘voluntariamente’ todo tipo
de crímenes horrendos, creyendo que así se librarían si no de la muerte, que
esa sí era segura, al menos de peores tormentos.
Recuerda Mercader que en su paseo, mientras la
radio retransmitía en directo las confesiones de Bujarin y otros desdichados,
encontró la ciudad «indignada y contenta». «Durante aquellos días terribles
-dice- los viandantes parecían menos preocupados por la pésima calidad del pan,
en el que la mitad era serrín, y notaban menos la falta de zapatos, cuya
carencia los obligaba a envolverse los pies con trapos. Se los veía felices al
saber que Stalin había conseguido desarmar otra conspiración y prometía nuevos
y más severos castigos». Leer esto me ha hecho recordar cierta frase feliz que
siempre repite mi amigo Carlos Rodríguez Braun, la que sostiene que el
mejor amigo del hombre no es el perro, sino el chivo expiatorio. En
especial, el de todos aquellos líderes que necesitan distraer la atención de
problemas muy graves que preocupan a la ciudadanía y que de inmediato quedan
difuminados o incluso olvidados gracias al mejor amigo de Homo
politicus.
El amigo preferido de Maduro, por ejemplo, de Kim
Jong-un, también de Salvini, de Trump y de todos los que conocen el valor único
de una coartada, de buscar un cabeza de turco, sea este el capitalismo opresor,
como en el caso de los dos primeros, o los emigrantes, en el de los dos
últimos. O el famoso «Madrid nos roba», como en el de los
independentistas catalanes. ¿Que la sanidad no funciona, tampoco la universidad
ni los servicios públicos? Es muy sencillo, quememos unas cuantas banderas
españolas y un par de fotos del Rey, yÿ así, abracadabra, todo se olvida.
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