sábado, 12 de enero de 2019

EL FASCISMO ETERNO

Un texto de Umberto Eco

En 1942, a la edad de diez años, gané el primer premio de los Ludi Juveniles (un concurso de libre participación forzada para los jóvenes fascistas italianos, esto es, para todos los jóvenes italianos). Había discurrido con virtuosismo retórico sobre el tema: «¿Debemos morir por la gloria de Mussolini y el destino inmortal de Italia?». Mi respuesta había sido afirmativa. Era un chico listo.

Después, en 1943, descubrí el significado de la palabra «libertad». Contaré esta historia al final de mi discurso. En aquel momento «libertad» no significaba todavía «liberación».

Pasé dos de mis primeros años entre SS, fascistas y partisanos, que se disparaban mutuamente, y aprendí cómo evitar las balas. No estuvo mal como ejercicio.

En abril de 1945, los partisanos tomaron Milán. Dos días después llegaron a la pequeña ciudad donde yo vivía. Fue un momento de alegría. La plaza principal estaba abarrotada de gente que cantaba y agitaba banderas, invocando a grandes voces a Mimo, el jefe partisano de la zona. Mimo, exbrigada de los carabineros, se había pasado a los seguidores de Badoglio y había perdido una pierna en uno de los primeros choques. Se dejó ver en el balcón del ayuntamiento, apoyado en sus muletas, pálido; intentó, con una mano, calmar a la muchedumbre. Yo estaba allí, esperando su discurso, visto que toda mi infancia había estado marcada por los grandes discursos históricos de Mussolini, cuyos pasajes más significativos aprendíamos de memoria en el colegio. Silencio. Mimo habló con voz entrecortada, casi no se le oía. Dijo:
—Ciudadanos, amigos. Después de tantos dolorosos sacrificios… aquí estamos. Gloria a los caídos por la libertad.

Eso fue todo. Y volvió dentro. La muchedumbre gritaba, los partisanos levantaron sus armas y dispararon al aire festivamente. Nosotros, los niños, nos abalanzamos a recoger los casquillos, preciosos objetos de colección, pero yo había aprendido también que la libertad de palabra significa libertad de la retórica.

Algunos días más tarde, vi a los primeros soldados norteamericanos. Eran afroamericanos. El primer yanqui que encontré era un negro, Joseph, que me hizo conocer las maravillas de Dick Tracy y de Li’l Abner. Sus historietas eran en color y tenían un buen olor.

Uno de los oficiales (el mayor o capitán Muddy) era huésped en la villa de la familia de dos compañeras mías del colegio. Me sentía en mi casa en aquel jardín donde algunas señoras hacían corrillo en torno al capitán Muddy, hablando un francés aproximado. El capitán Muddy tenía una buena educación superior y sabía un poco de francés. Así pues, mi primera imagen de los liberadores norteamericanos, después de tantos rostros pálidos con camisa negra, fue la de un negro culto de uniforme verdeamarillento que decía:
—Oui, merci beaucoup Madame, moi aussi j’aime le champagne…

Por desgracia, faltaba el champán, pero el capitán Muddy me dio mi primer chicle y empecé a mascar todo el día. Por la noche lo metía en un vaso de agua para conservarlo para el día siguiente.

En mayo, oímos decir que la guerra había acabado. La paz me dio una sensación curiosa. Me habían dicho que la guerra permanente era la condición normal para un joven italiano. En los meses siguientes descubrí que la Resistencia no era sólo un fenómeno local, sino europeo. Aprendí nuevas, excitantes palabras como «reseau», «maquis», «armée secrète», «Rote Kapelle», «gueto de Varsovia». Vi las primeras fotografías del Holocausto, y entendí de esta manera su significado antes de conocer la palabra. Me di cuenta de que habíamos sido liberados.

En Italia, hoy en día, hay personas que se preguntan si la Resistencia tuvo un impacto militar efectivo en el sesgo de la guerra. Para mi generación la cuestión no tiene relevancia alguna: comprendimos inmediatamente el significado moral y psicológico de la Resistencia. Era motivo de orgullo saber que nosotros los europeos no habíamos esperado la liberación pasivamente. Pienso que también para los jóvenes norteamericanos que derramaban su tributo de sangre por nuestra libertad no era irrelevante saber que, detrás de las líneas, había europeos que estaban pagando ya su deuda.

En Italia, hoy en día, hay personas que dicen que el mito de la Resistencia era una mentira comunista. Es verdad que los comunistas han explotado la Resistencia como una propiedad personal, al haber desempeñado en ella un papel fundamental; pero yo recuerdo a partisanos con pañuelos de diferentes colores.

Pegado a la radio, pasaba mis noches —con las ventanas cerradas y el oscurecimiento general que convertía el pequeño espacio en torno al aparato en el único halo luminoso— escuchando los mensajes que Radio Londres transmitía a los partisanos. Eran a la vez oscuros y poéticos («El sol vuelve a salir una vez más», «Florecerán las rosas»), y la mayor parte eran «mensajes para la Franchi». Alguien me susurró que Franchi era el jefe de uno de los grupos clandestinos más poderosos de la Italia del Norte, un hombre cuyo valor era legendario. Franchi se convirtió en mi héroe. Franchi (cuyo verdadero nombre era Edgardo Sogno) era un monárquico, tan anticomunista que después de la guerra se unió a grupos de extrema derecha y fue acusado incluso de haber colaborado en un golpe de estado reaccionario. Pero ¿qué importa? Sogno sigue siendo todavía el sueño de mi infancia. La liberación fue una empresa común para gente de diferente color.

En Italia, hoy en día, hay personas que dicen que la guerra de liberación fue un trágico episodio de división, y que ahora necesitamos una reconciliación nacional. El recuerdo de aquellos años terribles debería ser reprimido. Pero la represión provoca neurosis. Si reconciliación significa compasión y respeto hacia todos aquellos que combatieron su guerra de buena fe, perdonar no significa olvidar. Puedo admitir incluso que Eichmann creyera sinceramente en su misión, pero no me siento capaz de decir:
—Vale, vuelve y hazlo otra vez.

Nosotros estamos aquí para recordar lo que sucedió y para declarar solemnemente que «ellos» no deben volver a hacerlo.

Pero ¿quiénes son «ellos»?

Si todavía estamos pensando en los gobiernos totalitarios que dominaron Europa antes de la segunda guerra mundial, podemos decir con tranquilidad que sería difícil verlos volver de la misma manera en circunstancias históricas diferentes. Si el fascismo de Mussolini se fundaba en la idea de un jefe carismático, en el corporativismo, en la utopía del «destino fatal de Roma», en una voluntad imperialista de conquistar nuevas tierras, en un nacionalismo exacerbado, en el ideal de toda una nación uniformada con camisa negra, en el rechazo de la democracia parlamentaria, en el antisemitismo, entonces no tengo dificultades en admitir que Alianza Nacional es, sin duda, un partido de derechas, pero tiene poco que ver con el antiguo fascismo (al que sí se remitía, en cambio, su progenitor, el Movimiento Social Italiano, MSI). Por las mismas razones, aunque estoy preocupado por los diversos movimientos filonazis que están activos aquí y allá en Europa, Rusia incluida, no pienso que el nazismo, en su forma original, vaya a reaparecer como movimiento que involucre a toda una nación.

Sin embargo, aun pudiéndose derribar los regímenes políticos, y criticar y quitar legitimidad a las ideologías, detrás de un régimen y de su ideología hay una manera de pensar y de sentir, una serie de hábitos culturales, una nebulosa de instintos oscuros y de pulsiones insondables. ¿Es que todavía queda otro fantasma que recorre Europa (por no hablar de otras partes del mundo)?

Ionesco dijo una vez que «sólo cuentan las palabras, lo demás son chácharas». Las costumbres lingüísticas son a menudo síntomas importantes de sentimientos no expresados.

Déjenme preguntar, entonces, por qué no sólo la Resistencia sino toda la segunda guerra mundial han sido definidas, en todo el mundo, como una lucha contra el fascismo. Si vuelven a leer Por quién doblan las campanas de Hemingway, descubrirán que Robert Jordan identifica a sus enemigos con los fascistas, incluso cuando piensa en los falangistas españoles.

Permítanme que le ceda la palabra a Franklin Delano Roosevelt: «La victoria del pueblo americano y de sus aliados será una victoria contra el fascismo y contra ese callejón sin salida del despotismo que el fascismo representa» (23 de septiembre de 1944).

Durante los años de McCarthy, a los norteamericanos que habían tomado parte en la guerra civil española se los definía como «antifascistas prematuros», entendiendo con ello que combatir a Hitler en los años cuarenta era un deber moral para todo buen americano, pero combatir contra Franco demasiado pronto, en los años treinta, era sospechoso. ¿Por qué una expresión como Fascist pig la usaban los radicales norteamericanos incluso para indicar a un policía que no aprobaba lo que fumaban? ¿Por qué no decían: «Cerdo Caugolard», «Cerdo falangista», «Cerdo ustacha», Cerdo Quisling», «Cerdo Ante Pavelic», «Cerdo nazi»?

Mein Kampf es el manifiesto completo de un programa político. El nazismo tenía una teoría del racismo y del arianismo, una noción precisa de la entartete Kunst, el «arte degenerado», una filosofía de la voluntad de poder y del Übermensch. El nazismo era decididamente anticristiano y neopagano, con la misma claridad con la que el Diamat de Stalin (la versión oficial del marxismo soviético) era a todas luces materialista y ateo. Si por totalitarismo se entiende un régimen que subordina todos los actos individuales al estado y a su ideología, entonces nazismo y estalinismo eran regímenes totalitarios.

El fascismo fue, sin lugar a dudas, una dictadura, pero no era cabalmente totalitario, no tanto por su tibieza, como por la debilidad filosófica de su ideología. Al contrario de lo que se suele pensar, el fascismo italiano no tenía una filosofía propia. El artículo sobre el fascismo firmado por Mussolini para la Enciclopedia Treccani lo escribió o fundamentalmente lo inspiró Giovanni Gentile, pero reflejaba una noción hegeliana tardía del «estado ético y absoluto» que Mussolini no realizó nunca completamente. Mussolini no tenía ninguna filosofía: tenía sólo una retórica. Empezó como ateo militante, para luego firmar el concordato con la Iglesia y simpatizar con los obispos que bendecían los banderines fascistas. En sus primeros años anticlericales, según una leyenda plausible, le pidió una vez a Dios que lo fulminara en el mismo sitio, para probar su existencia. Dios estaba distraído, evidentemente. En años posteriores, en sus discursos, Mussolini citaba siempre el nombre de Dios y no desdeñaba hacerse llamar «el hombre de la Providencia». Se puede decir que el fascismo italiano fue la primera dictadura de derechas que dominó un país europeo, y que todos los movimientos análogos encontraron más tarde una especie de arquetipo común en el régimen de Mussolini. El fascismo italiano fue el primero en crear una liturgia militar, un folklore e, incluso, una forma de vestir, con la que tuvo más éxito en el extranjero que Armani, Benetton o Versace. Sólo en los años treinta hicieron su aparición movimientos fascistas en Inglaterra, con Mosley, y en Letonia, Estonia, Lituania, Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Grecia, Yugoslavia, España, Portugal, Noruega e incluso en América del Sur, por no hablar de Alemania. Fue el fascismo italiano el que convenció a muchos líderes liberales europeos de que el nuevo régimen estaba llevando a cabo interesantes reformas sociales, capaces de ofrecer una alternativa moderadamente revolucionaria a la amenaza comunista.

Aun así, la prioridad histórica no me parece una razón suficiente para explicar por qué la palabra «fascismo» se convirtió en una sinécdoque, en una denominación pars pro toto para movimientos totalitarios diferentes. No vale decir que el fascismo contenía en sí todos los elementos de los totalitarismos sucesivos, digamos que «en estado quintaesencial». Al contrario, el fascismo no poseía ninguna quintaesencia, y ni tan siquiera una sola esencia. El fascismo era un totalitarismo fuzzy.[1] No era una ideología monolítica, sino, más bien, un collage de diferentes ideas políticas y filosóficas, una colmena de contradicciones. ¿Se puede concebir acaso un movimiento totalitario que consiga aunar monarquía y revolución, ejército real y milicia personal de Mussolini, los privilegios concedidos a la Iglesia y una educación estatal que exaltaba la violencia, el control absoluto y el mercado libre? El partido fascista nació proclamando su nuevo orden revolucionario, pero lo financiaban los latifundistas más conservadores, que se esperaban una contrarrevolución. El fascismo de los primeros tiempos era republicano y sobrevivió veinte años proclamando su lealtad a la familia real, permitiéndole a un «duce» que saliera adelante del brazo de un «rey», al que ofreció incluso el título de «emperador». Pero cuando, en 1943, el rey relevó a Mussolini, el partido volvió a aparecer dos meses más tarde, con la ayuda de los alemanes, bajo la bandera de una república «social», reciclando su vieja partitura revolucionaria, enriquecida por acentuaciones casi jacobinas.

Hubo una sola arquitectura nazi, y un solo arte nazi. Si el arquitecto nazi era Albert Speer, no había sitio para Mies van der Rohe. De la misma manera, bajo Stalin, si Lamarck tenía razón, no había sitio para Darwin. Por el contrario, hubo arquitectos fascistas, sin duda, pero junto a sus pseudocoliseos surgieron también nuevos edificios inspirados en el moderno racionalismo de Gropius.

No hubo un Zdanov fascista. En Italia hubo dos importantes premios artísticos: el Premio Cremona estaba controlado por un fascista inculto y fanático como Farinacci, que promovía un arte propagandístico (me acuerdo de cuadros que llevan títulos como «Escuchando por la radio un discurso del Duce», o «Estados mentales creados por el fascismo»); y el Premio Bérgamo, patrocinado por un fascista culto y razonablemente tolerante como Bottai, que protegía el arte por el arte y las nuevas experiencias del arte de vanguardia, que en Alemania habían sido proscritas como corruptas y criptocomunistas, contrarias al Kitsch nibelungo, el único admitido.

El poeta nacional era D’Annunzio, un dandi que en Alemania o en Rusia habrían mandado al paredón. Se lo elevó al rango de Vate del régimen por su nacionalismo y su culto al heroísmo (al que había que añadir fuertes dosis de decadentismo francés).

Tomemos el futurismo. Habría debido considerarse un ejemplo de entartete Kunst, igual que el expresionismo, el cubismo, el surrealismo. Pero los primeros futuristas italianos eran nacionalistas, por razones estéticas favorecieron la participación italiana en la primera guerra mundial, celebraron la velocidad, la violencia, el riesgo, y, de alguna manera, estos aspectos parecieron cercanos al culto fascista de la juventud. Cuando el fascismo se identificó con el Imperio Romano y descubrió las tradiciones rurales, Marinetti (que proclamaba más bello un automóvil que la Victoria de Samotracia y quería incluso matar el claro de luna) fue nombrado miembro de la Academia de Italia, que trataba el claro de luna con gran respeto.

Muchos de los futuros partisanos, y de los futuros intelectuales del Partido Comunista, fueron educados por el GUF, la asociación fascista de los estudiantes universitarios, que debía ser la cuna de la nueva cultura fascista. Estos clubes se convirtieron en una especie de olla intelectual, donde las ideas circulaban sin ningún control ideológico real, no tanto porque los hombres de partido fueran tolerantes, sino porque pocos de ellos poseían los instrumentos intelectuales para controlarlas.

En el transcurso de aquellos veinte años, la poesía de los herméticos representó una reacción al estilo pomposo del régimen: a estos poetas se les permitió elaborar su protesta literaria dentro de la torre de marfil. El sentir de los herméticos era exactamente lo contrario del culto fascista del optimismo y del heroísmo. El régimen toleraba este disentimiento evidente, aunque socialmente imperceptible, porque no le prestaba suficiente atención a una jerigonza tan oscura.

Lo cual no significa que el fascismo italiano fuera tolerante. A Gramsci lo metieron en la cárcel hasta su muerte; Matteotti y los hermanos Rosselli fueron asesinados; la prensa libre fue suprimida, los sindicatos desmantelados, los disidentes políticos fueron confinados en islas remotas; el poder legislativo se convirtió en una mera ficción y el ejecutivo (que controlaba al judicial, así como a los medios de comunicación) promulgaba directamente las nuevas leyes, entre las cuales se cuentan también las de la defensa de la raza (el apoyo formal italiano al Holocausto).

La imagen incoherente que acabo de describir no se debía a la tolerancia: era un ejemplo de descoyuntamiento político e ideológico. Pero era un «descoyuntamiento organizado», una confusión estructurada. El fascismo filosóficamente era desvencijado, pero desde el punto de vista emotivo estaba ensamblado firmemente con algunos arquetipos.

Y llegamos al segundo punto de mi tesis. Hubo un solo nazismo, y no podemos llamar «nazismo» al falangismo hipercatólico de la España de Franco, puesto que el nazismo es fundamentalmente pagano, politeísta y anticristiano, o no es nazismo. Al contrario, se puede jugar al fascismo de muchas maneras, y el nombre del juego no cambia. Le sucede a la noción de «fascismo» lo que, según Wittgenstein, acontece con la noción de «juego». Un juego puede ser competitivo o no, puede interesar a una o más personas, puede requerir alguna habilidad particular o ninguna, puede poner dinero en el platillo o no. Los juegos son una serie de actividades diferentes que muestran sólo un cierto «parecido de familia».

1: abc
2: bcd
3: cde
4: def

Supongamos que exista una serie de grupos políticos. El grupo 1 se caracteriza por los aspectos abc, el grupo 2 por bcd, etcétera. 2 se parece a 1 en cuanto que  comparten dos aspectos. 3 se parece a 2, y 4 se parece a 3 por la misma razón. Nótese que 3 también se parece a 1 (tienen en común el aspecto c). El caso más curioso es el de 4, obviamente parecido a 3 y a 2, pero sin ninguna característica en común con 1. Sin embargo, en razón de la serie ininterrumpida de parecidos decrecientes entre 1 y 4, sigue habiendo, por una especie de transitividad ilusoria, un aire de familia entre 1 y 4.

El término «fascismo» se adapta a todo porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos, y siempre podremos reconocerlo como fascista. Quítenle al fascismo el imperialismo y obtendrán a Franco o Salazar; quítenle el colonialismo y obtendrán el fascismo balcánico. Añádanle al fascismo italiano un anticapitalismo radical (que nunca fascinó a Mussolini) y obtendrán a Ezra Pound. Añádanle el culto de la mitología celta y el misticismo del Grial (completamente ajeno al fascismo oficial) y obtendrán uno de los gurus fascistas más respetados, Julius Evola.

A pesar de esta confusión, considero que es posible indicar una lista de características típicas de lo que me gustaría denominar «Ur-Fascismo», o «fascismo eterno». Tales características no pueden quedar encuadradas en un sistema; muchas se contradicen mutuamente, y son típicas de otras formas de despotismo o fanatismo, pero basta con que una de ellas esté presente para hacer coagular una nebulosa fascista.

1. La primera característica de un Ur-Fascismo es el culto de la tradición. El tradicionalismo es más antiguo que el fascismo. No fue típico sólo del pensamiento contrarrevolucionario católico posterior a la Revolución Francesa, sino que nació en la edad helenística tardía como reacción al racionalismo griego clásico.

En la cuenca del Mediterráneo, los pueblos de religiones diferentes (aceptadas todas con indulgencia por el Olimpo romano) empezaron a soñar con una revelación recibida en el alba de la historia humana. Esta revelación había permanecido durante mucho tiempo bajo el velo de lenguas ya olvidadas. Estaba encomendada a los jeroglíficos egipcios, a las runas de los celtas, a los textos sagrados, aún desconocidos, de algunas religiones asiáticas.

Esta nueva cultura había de ser sincrética. «Sincretismo» no es sólo, como indican los diccionarios, la combinación de formas diferentes de creencias o prácticas. Una combinación de ese tipo debe tolerar las contradicciones. Todos los mensajes originales contienen un germen de sabiduría y, cuando parecen decir cosas diferentes o incompatibles, lo hacen sólo porque todos aluden, alegóricamente, a alguna verdad primitiva.

Como consecuencia, ya no puede haber avance del saber. La verdad ya ha sido anunciada de una vez por todas, y lo único que podemos hacer nosotros es seguir interpretando su oscuro mensaje. Es suficiente mirar la cartilla de cualquier movimiento fascista para encontrar a los principales pensadores tradicionalistas. La gnosis nazi se alimentaba de elementos tradicionalistas, sincretistas, ocultos. La fuente teórica más importante de la nueva derecha italiana, Julius Evola, mezclaba el Grial con los Protocolos de los Ancianos de Sión, la alquimia con el Sacro Imperio Romano. El hecho mismo de que, para demostrar su apertura mental, una parte de la derecha italiana haya ampliado recientemente su cartilla juntando a De Maistre, Guénon y Gramsci es una prueba fehaciente de sincretismo.

Si curiosean ustedes en los estantes que en las librerías americanas llevan la indicación New Age, encontrarán incluso a San Agustín, el cual, por lo que me parece, no era fascista. Pero el hecho mismo de juntar a San Agustín con Stonehenge, esto es un síntoma de Ur-Fascismo.

2. El tradicionalismo implica el rechazo del modernismo. Tanto los fascistas como los nazis adoraban la tecnología, mientras que los pensadores tradicionalistas suelen rechazar la tecnología como negación de los valores espirituales tradicionales. Sin embargo, a pesar de que el nazismo estuviera orgulloso de sus logros industriales, su aplauso a la modernidad era sólo el aspecto superficial de una ideología basada en la «sangre» y la «tierra» (Blut und Boden). El rechazo del mundo moderno se camuflaba como condena de la forma de vida capitalista, pero concernía principalmente a la repulsa del espíritu del 1789 (o del 1776, obviamente). La Ilustración, la edad de la Razón, se ven como el principio de la depravación moderna. En este sentido, el UrFascismo puede definirse como «irracionalismo».

3. El irracionalismo depende también del culto de la acción por la acción. La  acción es bella de por sí, y, por lo tanto, debe actuarse antes de y sin reflexión alguna. Pensar es una forma de castración. Por eso la cultura es sospechosa en la medida en que se la identifica con actitudes críticas. Desde la declaración atribuida a Goebbels («Cuando oigo la palabra cultura, echo la mano a la pistola») hasta el uso frecuente de expresiones como «cerdos intelectuales», «estudiante cabrón, trabaja de peón», «muera la inteligencia», «universidad, guarida de comunistas», la sospecha hacia el mundo intelectual ha sido siempre un síntoma de Ur-Fascismo. El mayor empeño de los intelectuales fascistas oficiales consistía en acusar a la cultura moderna y a la intelligentsia liberal de haber abandonado los valores tradicionales.

4. Ninguna forma de sincretismo puede aceptar el pensamiento crítico. El espíritu crítico opera distinciones, y distinguir es señal de modernidad. En la cultura moderna, la comunidad científica entiende el desacuerdo como instrumento de progreso de los conocimientos. Para el Ur-Fascismo, el desacuerdo es traición.
5. El desacuerdo es, además, un signo de diversidad. El Ur-Fascismo crece y busca el consenso explotando y exacerbando el natural miedo de la diferencia. El primer llamamiento de un movimiento fascista, o prematuramente fascista, es contra los intrusos. El Ur-Fascismo es, pues, racista por definición.

6. El Ur-Fascismo surge de la frustración individual o social. Lo cual explica por qué una de las características típicas de los fascismos históricos ha sido el llamamiento a las clases medias frustradas, desazonadas por alguna crisis económica o humillación política, asustadas por la presión de los grupos sociales subalternos. En nuestra época, en la que los antiguos «proletarios» se están convirtiendo en pequeña burguesía (y los lumpen se autoexcluyen de la escena política), el fascismo encontrará su público en esta nueva mayoría.

7. A los que carecen de una identidad social cualquiera, el Ur-Fascismo les dice que su único privilegio es el más vulgar de todos, haber nacido en el mismo país. Es éste el origen del «nacionalismo». Además, los únicos que pueden ofrecer una identidad a la nación son los enemigos. De esta forma, en la raíz de la psicología UrFascista está la obsesión por el complot, posiblemente internacional. Los secuaces deben sentirse asediados. La manera más fácil para hacer que asome un complot es apelar a la xenofobia. Ahora bien, el complot debe surgir también del interior: los judíos suelen ser el objetivo mejor, puesto que presentan la ventaja de estar al mismo tiempo dentro y fuera. En América, el último ejemplo de la obsesión del complot está representado por el libro The New World Order de Pat Robertson.

8. Los secuaces deben sentirse humillados por la riqueza ostentada y por la fuerza de los enemigos. Cuando era niño, me enseñaban que los ingleses eran el «pueblo de las cinco comidas»: comían más a menudo que los italianos, pobres pero sobrios. Los judíos son ricos y se ayudan mutuamente gracias a una red secreta de recíproca asistencia. Los secuaces, con todo, deben estar convencidos de que pueden derrotar a los enemigos. De este modo, gracias a un continuo salto de registro retórico, los enemigos son simultáneamente demasiado fuertes y demasiado débiles. Los fascismos están condenados a perder sus guerras, porque son incapaces constitucionalmente de valorar con objetividad la fuerza del enemigo.

9. Para el Ur-Fascismo no hay lucha por la vida, sino más bien, «vida para la lucha». El pacifismo es entonces colusión con el enemigo; el pacifismo es malo porque la vida es una guerra permanente. Esto, sin embargo, lleva consigo un complejo de Harmaguedón: puesto que los enemigos deben y pueden ser derrotados, tendrá que haber una batalla final, de resultas de la cual el movimiento obtendrá el control del mundo. Una solución final de ese tipo implica una sucesiva era de paz, una Edad de Oro que contradice el principio de la guerra permanente. Ningún líder fascista ha conseguido resolver jamás esta contradicción.

10. El elitismo es un aspecto típico de toda ideología reaccionaria, en cuanto fundamentalmente aristocrático. En el curso de la historia, todos los elitismos aristocráticos y militaristas han implicado el desprecio por los débiles. El Ur-Fascismo no puede evitar predicar un «elitismo popular». Cada ciudadano pertenece al mejor pueblo del mundo, los miembros del partido son los ciudadanos mejores, cada ciudadano puede (o debería) convertirse en miembro del partido. Pero no puede haber patricios sin plebeyos. El líder, que sabe perfectamente que su poder no lo ha obtenido por mandato, sino que lo ha conquistado con la fuerza, sabe también que su fuerza se basa en la debilidad de las masas, tan débiles que necesitan y se merecen un «dominador». Puesto que el grupo está organizado jerárquicamente (según un modelo militar), todo líder subordinado desprecia a sus subalternos, y cada uno de ellos desprecia a sus inferiores. Todo ello refuerza el sentido de un elitismo de masa.

11. En esta perspectiva, cada uno está educado para convertirse en un héroe. En todas las mitologías, el «héroe» es un ser excepcional, pero en la ideología Ur-Fascista el heroísmo es la norma. Este culto al heroísmo está vinculado estrechamente con el culto a la muerte: no es una coincidencia que el lema de los falangistas fuera «¡Viva la muerte!». A la gente normal se le dice que la muerte es enojosa, pero que hay que encararla con dignidad; a los creyentes se les dice que es una forma dolorosa de alcanzar una felicidad sobrenatural. El héroe Ur-Fascista, en cambio, aspira a la muerte, anunciada como la mejor recompensa de una vida heroica. El héroe Ur-Fascista está impaciente por morir, y en su impaciencia, todo hay que decirlo, más a menudo consigue hacer que mueran los demás.

12. Puesto que tanto la guerra permanente como el heroísmo son juegos difíciles de jugar, el Ur-Fascista transfiere su voluntad de poder a cuestiones sexuales. Éste es el origen del machismo (que implica desdén hacia las mujeres y una condena intolerante de costumbres sexuales no conformistas, desde la castidad hasta la homosexualidad). Y puesto que también el sexo es un juego difícil de jugar, el héroe Ur-Fascista juega con las armas, que son su Ersatz fálico: sus juegos de guerra se deben a una invidia penis permanente.

13. El Ur-Fascismo se basa en un «populismo cualitativo». En una democracia los ciudadanos gozan de derechos individuales, pero el conjunto de los ciudadanos sólo está dotado de un impacto político desde el punto de vista cuantitativo (se siguen las decisiones de la mayoría). Para el Ur-Fascismo los individuos en cuanto individuos no tienen derechos, y el «pueblo» se concibe como una cualidad, una entidad monolítica que expresa la «voluntad común». Puesto que ninguna cantidad de seres humanos puede poseer una voluntad común, el líder pretende ser su intérprete. Habiendo perdido su poder de mandato, los ciudadanos no actúan, son llamados sólo pars pro toto a desempeñar el papel de pueblo. El pueblo, de esta manera, es sólo una ficción teatral. Para poner un buen ejemplo de populismo cualitativo, ya no necesitamos Piazza Venezia o el estadio de Nuremberg. En nuestro futuro se perfila un populismo cualitativo Televisión o Internet, en el que la respuesta emotiva de un grupo seleccionado de ciudadanos puede ser presentada o aceptada como la «voz del pueblo». En razón de su populismo cualitativo, el Ur-Fascismo debe oponerse a los «podridos» gobiernos parlamentarios. Una de las primeras frases pronunciadas por Mussolini en el parlamento italiano fue: «Hubiera podido transformar esta aula sorda y gris en un vivac para mis manípulos». De hecho, encontró inmediatamente un alojamiento mejor para sus manípulos, pero poco después liquidó el parlamento. Cada vez que un político arroja dudas sobre la legitimidad del parlamento porque no representa ya la «voz del pueblo», podemos percibir olor de Ur-Fascismo.

14. El Ur-Fascismo habla la «neolengua». La «neolengua» fue inventada por Orwell en 1984, como lengua oficial del Ingsoc, el socialismo inglés, pero elementos de Ur-Fascismo son comunes a formas diversas de dictadura. Todos los textos escolares nazis o fascistas se basaban en un léxico pobre y en una sintaxis elemental, con la finalidad de limitar los instrumentos para el razonamiento complejo y crítico. Pero debemos estar preparados para identificar otras formas de neolengua, incluso cuando adoptan la forma inocente de un popular reality-show.

Después de haber indicado los posibles arquetipos del Ur-Fascismo, concédanme que concluya. La mañana del 27 de julio de 1943 me dijeron que, según los partes leídos por radio, el fascismo había caído y Mussolini había sido arrestado. Mi madre me mandó a comprar el periódico. Fui al quiosco más cercano y vi que los periódicos estaban, pero los nombres eran diferentes. Además, después de una breve ojeada a los títulos, me di cuenta de que cada periódico decía cosas diferentes. Compré uno, al azar, y leí un mensaje impreso en la primera página, firmado por cinco o seis partidos políticos, como Democracia Cristiana, Partido Comunista, Partido Socialista, Partido de Acción, Partido Liberal. Hasta aquel momento yo creía que había un solo partido por cada país, y que en Italia sólo existía el Partido Nacional Fascista. Estaba descubriendo que en mi país podía haber diferentes partidos al mismo tiempo. No sólo esto: puesto que era un chico listo, me di cuenta enseguida de que era imposible que tantos partidos hubieran surgido de un día para otro. Comprendí, así, que ya existían como organizaciones clandestinas.

El mensaje celebraba el final de la dictadura y el regreso de la libertad: libertad de palabra, de prensa, de asociación política. Estas palabras, «libertad», «dictadura» — Dios mío— era la primera vez en mi vida que las leía. En virtud de estas nuevas palabras yo había renacido hombre libre occidental.

Debemos prestar atención a que el sentido de estas palabras no se vuelva a olvidar. El Ur-Fascismo está aún a nuestro alrededor, a veces con trajes de civil. Sería muy cómodo, para nosotros, que alguien se asomara a la escena del mundo y dijera: «¡Quiero volver a abrir Auschwitz, quiero que las camisas negras vuelvan a desfilar solemnemente por las plazas italianas!». Por desgracia, la vida no es tan fácil. El Ur-Fascismo puede volver todavía con las apariencias más inocentes. Nuestro deber es desenmascararlo y apuntar con el índice sobre cada una de sus formas nuevas, cada día, en cada parte del mundo. Vuelvo a darle la palabra a Roosevelt: «Me atrevo a afirmar que si la democracia americana deja de progresar como una fuerza viva, intentando mejorar día y noche con medios pacíficos las condiciones de nuestros ciudadanos, la fuerza del fascismo crecerá en nuestro país» (4 de noviembre de 1938). Libertad y liberación son una tarea que no acaba nunca. Que éste sea nuestro lema: «No olvidemos».

Y permítanme que acabe con una poesía de Franco Fortini:

En el pretil del puente
Las cabezas de los ahorcados
En el agua de la fuente
Las babas de los ahorcados

En el enlosado del mercado
Las uñas de los fusilados
En la hierba seca del prado
Los dientes de los fusilados

Morder el aire morder las piedras
Nuestra carne no es ya de hombres
Morder el aire morder las piedras
Nuestro corazón no es ya de hombres

Pero nosotros lo leímos en los ojos de los muertos
Y en la tierra haremos libertad
Pero apretaron los puños de los muertos
La justicia que se hará.

[1] Usado actualmente en Lógica para indicar conjuntos «difuminados», cuyos contornos son imprecisos, el término fuzzy podría traducirse como «difuminado», «confuso», «impreciso», «desenfocado».

Discurso pronunciado en la Columbia University el 25 de abril de 1995

© Umberto Eco – Cinco escritos morales

Selección: Agensur.info

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