Por José Manuel Fajardo
Quizá la mayor revolución de los tiempos modernos haya sido la que llevó
a la mitad del género humano, las mujeres, a conquistar por fin sus derechos
ciudadanos, empezando por el derecho al voto.
Una revolución reciente.
Poco a poco, entre 1902 (en Australia, con el primer
sufragio femenino sin restricciones) y 2005 (con la aprobación del voto
femenino en Kuwait), las mujeres se han ido
convirtiendo en casi todo el mundo en electoras, en candidatas, en dirigentes,
y ese proceso político se ha acompañado de una paulatina incorporación a las
más diversas esferas profesionales. Su lucha por el derecho a la
soberanía sobre el propio cuerpo, a la igualdad no sólo de oportunidades sino
de salario y de acceso a puestos de dirección, ha jalonado el último siglo. Y la
denuncia primero, rebelión después, contra el maltrato, las violaciones y la
violencia sexual que millones de mujeres sufren diariamente en el mundo está
hoy presente en el debate político y social y tiene un protagonismo sin
precedentes en los medios de comunicación.
En ese largo proceso, los avances se alternan con la obstinada
supervivencia de la misoginia, de un desprecio, cuando no abierto odio, hacia
la mujer, arraigados en lo más profundo de nuestra cultura. No es casual que en
estos momentos de auge de la extrema derecha, el nuevo fascismo esté escogiendo
a las mujeres como primer enemigo a batir. Es lo que ha hecho Bolsonaro en
Brasil, es lo que está haciendo Vox en España al reclamar la derogación de las leyes contra la violencia de género.
El discurso fascista pretende equiparar los contados casos en que una mujer
agrede a un hombre, con las numerosísimas agresiones que las mujeres sufren a
manos de hombres, confundiendo además de forma interesada la violencia por
razones de sexo con la violencia doméstica. Una vara de medir tramposa que
invoca prejuicios y odios acumulados durante siglos. Y como en tantos otros
casos, para desmontar sus falacias nada mejor es recurrir a una historia
“ejemplar”. La del marine Bobbitt, por ejemplo.
Hace ya veinticinco años, en 1993, un sonado caso judicial se convertía
en ejemplo, y como se ha visto después no el último, de cómo el cuerpo de la
mujer es el campo de batalla de una antigua guerra, una guerra bien singular en
la que es una de las partes la que se dedica a machacar sistemáticamente a la
otra. El desesperado gesto de Lorena Gallo, al cortarle el pene a su
marido, fue entonces más que una noticia morbosa o un motivo de escándalo.
Era el fruto de una larga historia de violencia y represión que hunde sus
raíces en los mitos de nuestra civilización y tiene en la amputación del cuerpo
su expresión sangrienta. La cara amarga y brutal de las relaciones entre
hombres y mujeres, también la cara feroz de un matrimonio secular: el que une
sexo y poder.
Parte de guerra: “Manassas. Estado de Virginia. Estados Unidos de
América. En la noche del 23 de junio de 1993, una mujer de veinticuatro años de
edad y de origen ecuatoriano, llamada Lorena Gallo, tras ser golpeada y violada
una vez más por su marido, el exmarine John Wayne Bobbitt, se ha dirigido a la
cocina para tranquilizarse, ha visto allí un cuchillo grande de mango granate
y, presa de un arrebato incontrolable, lo ha tomado en sus manos, ha regresado
al dormitorio y ha rebanado de un tajo el pene de Bobbitt, mientras éste
dormía, huyendo acto seguido en su automóvil”.
En la crónica negra del maltrato, la noche estival en que el exmarine
Bobbitt se despertó aterrado en medio de un charco de su propia sangre tenía
visos de convertirse en histórica. La absolución de Lorena Gallo, en el juicio
que se siguió contra ella, fue acogida con júbilo por las organizaciones
feministas. Incluso el prestigioso diario The New York Times señalaba
en su editorial que “algunos pensarán que la venganza fue legítima, y quizá el
veredicto obligará a los maridos violentos a pensárselo dos veces antes de
golpear otra vez”.
Pero lo más llamativo fue sin duda la amplitud del
coro de voces que se lanzó a proclamar a los cuatro vientos que ir por la vida
cortando penes no es una solución aceptable, como si alguien
estuviera proponiendo lo contrario. Un coro que iba desde el mismo editorial
del diario neoyorquino hasta numerosas voces de mujeres, como pudieron
comprobar quienes siguieron los debates sobre el asunto celebrados en
televisiones y radios de todo el mundo, incluidas las españolas. Pero en ese
coro destacaban las voces masculinas: desde la indignación del representante de
la estadounidense Organización Nacional de Hombres, Sidney Siller (“el jurado
de Virginia ha abierto la veda contra los hombres norteamericanos”) hasta las
palabras del entonces diputado del Partido Popular español, Javier Arenas, que
en una emisión televisiva insistía en la condena moral de la acción de Lorena
Gallo. Pero quizá la opinión más repetida fue la que recogía el corresponsal en
Washington del diario ABC, Pedro
Rodríguez: “La violencia no tiene sexo”.
Desdichadamente, la historia y la realidad cotidiana vienen a desmentir
esa afirmación. La violencia no sólo sí tiene sexo, sino que además casi
siempre tiene que ver con el sexo. Por eso se habla incluso de “guerra de
sexos” cuando se refiere a la violenta dominación masculina sobre el sexo femenino
y a los esfuerzos de las mujeres por liberarse de tal dominación. Un concepto
que llama a equívocos, pues esa “guerra” es bien desigual. Y el psicoanalista
Carlos Castilla del Pino matizaba en aquellas fechas que “la guerra de los
sexos tiene verdadera vigencia a partir de la aparición de los movimientos
feministas, aunque cuando se habla de guerra de sexos no se habla del sexo
biológico sino del sexo simbólico”.
En la cultura antropocéntrica en que vivimos, el cuerpo humano no sólo es símbolo del mundo sino que termina por
ser el mundo mismo: la tierra a conquistar o a devastar, la tierra a
exaltar o a cultivar. Una tierra que gira en torno al eje del sexo. La cultura,
desde las religiones hasta el lenguaje popular, está transida de sexo, plagada
de valores sexuales, asociada a simbologías sexuales, todo lo cual no quita
para que la guerra de los sexos, además de tener esa dimensión simbólica que
apunta Castilla del Pino, tenga otra muy real. Basta repasar algunas cifras de
aquellos mismos años para comprobarlo. Según el FBI, una de cada tres mujeres
de la ciudad de Los Ángeles iba a ser víctima de un ataque sexual en el
transcurso de su vida. Se estimaba que más de un millón y medio de mujeres
sufrían anualmente agresiones por parte de sus maridos y, como señalaba el
investigador Timothy Beneke, “la violación es el crimen que más crece en
Estados Unidos”.
En otro nivel, las cifras en España apuntaban en la misma dirección.
Según la sección de Estudios de la Comisaría General de Policía Judicial, el 7,9 por ciento de los homicidios cometidos en España, entre
1987 y 1989, fueron crímenes pasionales; el 71 por ciento de las víctimas
fueron mujeres y el 90 por ciento de los homicidas, hombres. En
cuanto a malos tratos, según el Ministerio del Interior, en torno al 80 por
ciento de las víctimas de agresiones eran mujeres. Sólo en el año 1989,
trescientas mil mujeres españolas sufrieron agresiones físicas, según la
Asociación de Derechos Humanos. Y la Comisión Nacional sobre Malos Tratos
denunció que “casi un centenar de mujeres muere cada año por malos tratos de su
pareja”. Los casos de agresiones a hombres eran entonces y siguen siendo hoy
muy escasos, por más que, como en el caso de Lorena Gallo, vayan acompañados de
inusuales aspavientos. De modo que difícilmente se puede negar que la
violencia, mayoritariamente, tenga sexo: el masculino.
El
poder del falo
La socióloga Elisabeth Badinter, en su
ensayo XY: La identidad masculina, apunta que “allí
donde la mística masculina sigue siendo dominante, como es el caso de Estados
Unidos, la violencia de los hombres es un peligro perpetuo”. ¿Por qué entonces
tanto revuelo cuando una mujer, víctima reiterada de violencias, opone una
violencia desesperada y le corta el pene a su marido?
Quizá la respuesta esté en que, sin pretenderlo, Lorena Gallo cortó
mucho más que el pene de John Wayne Bobbitt. De igual modo que Robespierre
cortó mucho más que la cabeza de Luis XVI, cuando consiguió en 1793 que el
parlamento condenara a muerte al rey de Francia. Los revolucionarios franceses,
conscientemente, decapitaban el símbolo del poder aristocrático, del Antiguo
Régimen. Y Lorena Gallo, inconscientemente, cercenaba el símbolo por excelencia
del poder en nuestra sociedad: el falo. El pene del hombre convertido en tótem,
en deidad, en legitimación de todo poder.
“En una cultura falocrática como
la nuestra”, explicaba Castilla del Pino, “el falo no sólo simboliza el sexo
masculino sino también el poder. Y por tanto es también el símbolo de la
opresión”. Un símbolo presente en las más antiguas manifestaciones religiosas:
en los erectos menhires levantados en la Edad de Piedra; en los obeliscos
egipcios, pues no en vano según su mitología la única parte del dios Osiris que
no pudo hallarse, tras ser descuartizado por Tifón, fue el pene; o en la
infinidad de figuras rituales de fertilidad, de las más diversas culturas, que
representan individuos de enormes falos erectos. Un eco de tales liturgias se
puede apreciar todavía hoy en ciertas festividades folklóricas, como los
populares maypoles ingleses (postes de
madera que se levantan en algunos pueblos, con la llegada de la primavera, y en
torno a los que la gente baila y celebra fiestas) y las cucañas hispanas con
sus competencias para ver quién es capaz de subir hasta lo alto del palo
embadurnado en brea.
Tener falo o no tenerlo, he ahí el dilema del poder. El cetro real, el bastón del alcalde, la espada del caudillo
militar, el bastón de mando del general… Símbolos fálicos de poder, de
autoridad. También el lenguaje se contagia. Uno hace “lo que le sale
de la polla”, cuando quiere mostrar determinación y poder. De las cosas buenas
se dice que “son cojonudas”. Se “tiene cojones” cuando se es valiente. Y, por
el contrario, las cosas pesadas o desagradables son “un coñazo” y de quien está
viejo y acabado se dice que “chochea”. Incluso cuando se acusa a alguien de
decir “chorradas o gilipolleces”, esas palabras parecen indicar más una mala
utilización de los genitales masculinos, o la condición no erecta del pene, que
su descalificación general.
Pero si el atributo del pene tiene tal importancia, su pérdida
constituye la peor amenaza. La cultura judeocristiana, tan radicalmente
falocrática, manifiesta desde antiguo un miedo constante: el miedo y la angustia ante la posibilidad de la castración.
Un miedo que ha llenado nuestra cultura de símbolos de castración,
representaciones encubiertas de la temida pérdida.
En el lenguaje onírico, como apuntaba Sigmund Freud en su Interpretación de los sueños, “la calvicie, cortarse el
pelo, la extracción o caída de una muela y la decapitación son utilizadas para
representar simbólicamente la castración”. Una simbología que se ha extendido
al mundo de los mitos, esos sueños de la vigilia colectiva, y que aparece en
figuras del teatro clásico —como en el gesto de Edipo al arrancarse los ojos
tras descubrir su incesto— y en las del Antiguo Testamento.
Simbología
bíblica
La ensayista Erika Bornay, en su
ensayo Las hijas de Lilith, señala especialmente en la
Biblia el caso de Judit, que le corta la cabeza al general Holofernes. La
simbología de castración de este pasaje bíblico se hace más explícita en los
numerosos cuadros que sobre el tema pintó una gran artista del siglo XVII, la
italiana Artemisia Gentileschi. En la obra de esta discípula de Caravaggio la
decapitación de Holofernes es un tema recurrente. Y en todos los lienzos, la
escena es presentada con gran ferocidad. “Judit refleja siempre un odio en el rostro”,
explica Erika Bornay, “mientras le corta la cabeza a Holofernes, que sólo puede
responder a la rabia que sentía la pintora por haber sido violada”.
Efectivamente, Artemisia Gentileschi había sido violada por un hombre llamado
Agustino Tassi, que fue juzgado en Roma por tal delito en el año 1612. De una
manera simbólica, la pintora soñaba en sus cuadros con la misma venganza
castradora que movería a la joven Lorena Gallo, trescientos ochenta y un años
después, a cortar realmente el pene a su violento marido.
Pero la simbología bíblica de castración no se
limita al caso de Judit. La hermosa Salomé, tras bailar sensualmente
ante su padre para obtener su permiso —una escena que presenta ya rasgos
claramente incestuosos—, hizo cortar la cabeza de San Juan Bautista. Y, en el
que para Castilla del Pino era también un caso paradigmático, la bella Dalila
lograba arrancar con arrumacos al formidable Sansón el secreto de su fuerza,
que no era otro que su largo cabello. La implicación fálica de tal atributo es
clara, y la pérdida del poder físico de Sansón, cuando ella le corta el cabello,
es una castración simbólica en toda regla. No tiene nada de raro pues que, en
tiempos de los visigodos, el más vergonzoso castigo impuesto a los nobles que
se rebelaban contra el poder real fuera la decalvación: raparles el pelo como
público escarmiento y vejación.
A tal punto llega la angustia de la castración en nuestra civilización
que, según explica el historiador de las religiones César Vidal Manzanares, “es
probable que uno de los prejuicios que laten en el fondo del antisemitismo sea
la identificación que se hacía en tiempo de los romanos entre la práctica judía
de la circuncisión y la castración, una idea que recogió el cristianismo”.
Pablo, en la Carta a los Gálatas, cuando critica
a quienes defienden la práctica de la circuncisión, llega a decir: “¡Ojalá que
se castren todos!”.
El miedo a la pérdida o a la incapacidad del pene es tan activo que en
nuestra sociedad es muy frecuente el complejo de pene pequeño, y con frecuencia
existe el temor, disfrazado habitualmente de pudor, a mostrar los genitales
masculinos. La razón, para Castilla del Pino, era clara: “Se teme toda
comparación de tamaños. Hay un mito sobre el tamaño del pene que nada tiene que
ver con la realidad, pues hay mucha gente con penes grandes que es impotente y
otros con penes pequeños que tienen una gran potencia sexual”. Pero el pudor
funciona. Basta ver cómo en el cine producido por Hollywood no aparece casi
nunca un desnudo masculino frontal. O incluso, más dramáticamente, la célebre
fotografía de un grupo de judíos a punto de ser fusilados durante la Segunda
Guerra Mundial, en la cual se les ve delante del piquete de ejecución nazi y en
la que Castilla del Pino señalaba que “a pesar de que van a dejar de existir
dentro de unos segundos, todos ellos se cubren los genitales con las manos, a
tal punto llega el pudor con los genitales masculinos”.
Los pensadores Alain Finkielkraut y Pascal
Bruckner, en El nuevo desorden amoroso, llegaron a una
rotunda conclusión: “La mujer es la esclava de un esclavo”. La esclava de un
hombre que vive esclavizado por la exaltación de su propio sexo y el temor a la
impotencia y a la castración. Pero a pesar de la existencia de asesinos en
serie como el ruso Andrei Chikatilo o el estadounidense Jeffrey
L. Dahmer que mataban y amputaban a varones, a pesar de las
castraciones infligidas por torturadores y militares en dictaduras y guerras
durante siglos, a pesar de que los casos de mujeres que hayan actuado como
Lorena Gallo son escasísimos, ese temor a la pérdida del falo, esa angustia de
castración, siguen relacionándose en el imaginario masculino con las mujeres.
Con mujeres fuertes, las Dalila o Judit capaces de derrotar al hombre.
Castración
masiva
Ha habido casos célebres de castraciones como el sucedido en Tokio, en
1936, cuando una joven sirvienta llamada Sada apareció en la calle llevando en
las manos el pene ensangrentado de su amante, Kichi Zo. Ella le había
estrangulado durante el coito, en una práctica para prolongar el placer llevada
hasta el extremo, y le había castrado después. Su desaforada historia fue
contada en el cine, en 1975 y con gran escándalo, por el director Nagisa Oshima en el filme El imperio de los sentidos.
Durante un tiempo, después de que el caso de Lorena Gallo acaparara los
titulares y los informativos de radio y televisión, no cesaron de gotear en la
prensa nuevos casos de castraciones. Sin embargo, tanta casquería, más que a un
incremento real de casos de castración, respondía a una oportunista publicación
de noticias que, de no mediar el eco del escándalo de caso Bobbitt, habrían ido
a parar normalmente a la papelera.
Porque el hecho es que la única “castración” masiva que se conoce en el
mundo, quienes la sufren son precisamente las mujeres. La Organización Mundial
de la Salud ha denunciado reiteradamente que casi cien millones de mujeres
en todo el planeta han sufrido la amputación del clítoris o de los labios
internos de la vulva. Se trata de una práctica ritual, muchas veces
realizada por las mismas madres o abuelas de las víctimas, que está muy
extendida en veintiséis estados africanos y que aún se practica clandestinamente
entre algunos emigrantes africanos en Europa, a pesar de estar prohibida. Con
ella, las jóvenes ven radicalmente mermada su capacidad de placer, al tiempo
que arrastran todo tipo de secuelas psicológicas y sanitarias. La mutilación
puede oscilar desde el tajo en el prepucio del clítoris hasta su completa
eliminación, tras lo cual se sutura la vulva y se deja sólo un pequeño orificio
para el paso de la orina y el flujo menstrual. La amputación se suele hacer sin
anestesia y con instrumental del estilo de hojas de afeitar o trozos de vidrio.
Pero no sólo se castra el sexo de millones de mujeres, sino que también
se han llevado a cabo otras formas de atrofia, tal y como sucedía en el Japón
tradicional con la costumbre de envolver los pies de las mujeres en telas
durante años, impidiendo así su desarrollo. Son ejemplos de las muchas
limitaciones que se han impuesto culturalmente al cuerpo de la mujer durante
siglos. Todo lo cual no basta al parecer para evitar que, en la fantasía
colectiva de una sociedad dominada por los valores masculinos, sean
precisamente las mujeres quienes encarnen la amenaza castradora. Y la razón de
esa conversión de víctima real en imaginaria verduga hay que buscarla en el
hecho de que, culturalmente, la figura de la mujer ha estado
tradicionalmente asociada a valores negativos: a lo profano y lo maligno.
Los
peligros de la mano izquierda
La mentalidad religiosa, desde antiguo, se levanta sobre el dualismo, la
oposición de contrarios: la luz y las tinieblas, el sol y la luna, el cielo y
la tierra, el bien y el mal. Esa misma mentalidad se aplica a la especie
humana, escindida entre hombres y mujeres, con sus valores masculinos y
femeninos. Robert Hertz, en su ensayo La muerte y
la mano derecha, analiza la “verdadera mutilación funcional” a
que es sometida la mano izquierda en todas las sociedades como consecuencia de
ese pensamiento dual.
“Dios tomó, para formar a Eva,
una de las costillas izquierdas de Adán, pues una misma esencia caracteriza a
la mujer y a la mitad izquierda del cuerpo”, explica Robert Hertz al buscar las
fundamentaciones mitológicas de la discriminación. Pero ¿qué esencia es esa de
la que Hertz habla? Según su argumentación, en términos generales, el hombre es
sagrado y la mujer es profana, de igual modo que la mano derecha representa lo
sagrado, lo correcto, y la izquierda lo profano, lo torcido, lo siniestro (una
división que incluso se ha trasladado al ámbito de la política, en el que la
derecha representa el orden establecido y la izquierda la rebelión contra dicho
orden). Así, mientras los valores masculinos se asimilan a lo solar, lo diurno
y lo divino, los valores femeninos lo hacen a lo tenebroso, lo nocturno y lo
infernal. Castilla del Pino apuntaba el hecho de que, en muchos casos de
impotencia para realizar el coito, los hombres tienen sueños y fantasías
fóbicas en las que vulvas provistas de dientes les mordían el pene. “La vagina
es vista como una gruta, una caverna que puede hacer perder el falo”,
explicaba.
Semejante
conjunto de creencias y prejuicios conduce a la idea de supremacía del hombre
sobre la mujer, de lo masculino sobre lo femenino, del falo sobre la vulva. Un ritual de la tribu australiana de los Wulwanga
viene a exponer muy gráficamente las raíces antropológicas de hechos como los
que condujeron al caso de Lorena Gallo. Los Wulwanga, durante sus ceremonias
religiosas, se sirven de dos bastones, uno de ellos se denomina con la palabra
que designa también al hombre, y el otro con la que designa a la mujer. Con la
mano derecha sostienen al bastón-hombre y con la izquierda al bastón-mujer. El
ritual consiste en golpear con un bastón al otro. Ni que decir tiene que el
bastón que golpea es el bastón-hombre y el que recibe los palos, el
bastón-mujer.
Quizá la explicación antropológica del malestar que cunde entre los
varones ante casos como el de Lorena Gallo y del odio que el nuevo fascismo
profesa contra el feminismo y las leyes contra la violencia de género, no sea
otra cosa que ese abisal pozo de inseguridad y angustia que se esconde tras la
prepotencia masculina, y que sale a la luz las contadas ocasiones en que es el
bastón-mujer el que golpea al bastón-hombre, aunque sólo sea por una vez.
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