Monumento a Karl Marx, en Alemania |
Un amable lector me
reprocha mis diatribas contra el capitalismo y me pregunta si lo que preconizo
es el «comunismo chavista». Para explicar la noción básica de mi visión
económica podría citar a Chesterton; pero, puesto que mi amable lector no me ha
entendido hasta ahora, deduzco que no tiene paciencia para captar las paradojas
y primores del estilo chestertoniano.
Así que he resuelto explicarlo citando a
otro autor de escritura mucho más expeditiva, implacablemente lúcido en su
análisis de los problemas económicos, aunque trágicamente equivocado en sus
soluciones.
En el último capítulo
del primer libro de El capital, Karl Marx se refiere a un tal señor
Peel, un industrial beneficiado por la adjudicación de terrenos que la Corona
británica realizó, allá por 1830, para la colonización de Nueva Zelanda. El
señor Peel organizó una flota, para trasladar desde Inglaterra hasta aquella
lejana isla «medios de subsistencia y producción por un importe de cincuenta
mil libras» (que imaginamos que en la época sería una cantidad astronómica),
así como «tres mil personas pertenecientes a la clase obrera: hombres, mujeres
y niños». Pero ¿qué le ocurrió al señor Peel en cuanto desembarcó en Nueva
Zelanda? Pues que aquellos tres mil obreros que se había llevado consigo
desparecieron como por arte de ensalmo, hasta el extremo de quedarse «sin un
sirviente que le hiciera la cama o le trajera agua del río». Imaginamos que
esas familias obreras habrían firmado con el señor Peel un contrato laboral que
no sería del todo rácano, pues nadie se embarca con destino a las antípodas a
cambio de una limosna. Ocurrió, sin embargo, que aquellos asalariados, al
desembarcar en Nueva Zelanda, descubrieron que allí había tierras vírgenes; y,
al instante, decidieron que preferían mil veces las incertidumbres del
propietario a las certezas del asalariado. Se hicieron campesinos, ganaderos,
artesanos; o sea, emprendedores auténticos (pues nada se puede emprender sin
propiedad), no como los que nuestra época jalea cínicamente.
De repente, el señor
Peel descubrió que las leyes sobre las que se sustentaba el capitalismo, que en
Inglaterra funcionaban como un mecanismo de relojería, resultaban por completo
inservibles en Nueva Zelanda. Y es que el señor Peel, que previsoramente había
transportado medios de subsistencia y de producción, así como trabajadores
suficientes para explotar los terrenos que la Corona le había concedido, se
había olvidado de ‘transportar’ hasta Nueva Zelanda las relaciones de
producción que hacen posible el capitalismo. Se había olvidado de acaparar
todos los terrenos de Nueva Zelanda, o de tasarlos a un precio prohibitivo que
impidiese o dificultase sobremanera el acceso a la propiedad. Se había olvidado
de organizar una economía en las que todos los oficios resultasen inservibles,
si no se resignaban a ser asalariados. Se había olvidado de llevar una real
cédula que estableciese un marco económico idéntico al que regía en la
metrópoli. ¡Se había olvidado, en fin, de llevar consigo a los policías
encargados de garantizar el cumplimiento de esa real cédula! Y entonces Marx
concluye de forma inapelable: «El modo de producción capitalista presupone el
aniquilamiento de la propiedad privada que se funda en el trabajo propio; esto
es, en la expropiación del trabajador». Lo que es una verdad como un templo, la
diga Marx o su porquero.
Cuando se repite que el
capitalismo garantiza la ‘libertad económica’, se miente bellacamente. La única libertad económica es la que se funda
sobre el reparto de propiedad; y el capitalismo (sobre todo, en esta fase
bulímica y revolucionaria de su globalización) se funda en la expropiación o
–dicho más finamente– en la concentración de la propiedad en unas pocas manos.
Y la única manera de recuperar libertad económica frente a este expolio
consiste en volver a repartir paulatinamente la propiedad que ha sido
concentrada (y en garantizar este reparto con leyes y policías): limitando la
libertad de acción de los mercados financieros, recuperando un modelo que
proteja y estimule la producción nacional, fomentando una economía de
cercanías, favoreciendo los negocios nativos frente a la invasión transnacional
(con su plaga de franquicias y sucursales), limitando al máximo el comercio
electrónico, etcétera.
Cuanto más se reparta la
propiedad, más libertad económica habrá; y esta libertad económica traerá
inevitablemente más libertad política, pues a los hombres no los hace libres
–como piensa el bobo contemporáneo– el voto, sino el sentido de pertenencia y
arraigo, el compromiso y los vínculos fuertes. Y para eso, como nos enseñaba
Saint-Exupéry, el hombre necesita que la rosa que cultiva sea suya.
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