Por Javier Marías |
Los hechos son invariables, pero las palabras que los
describen “ofenden”, y se cree que cambiándolas los hechos desaparecen.
No es
así, aunque se lo parezca a los ingenuos: a un manco o a un cojo les siguen
faltando el brazo o la pierna, por mucho que se decida desterrar esos términos
y llamarlos de otra forma más “respetuosa”. El retrete sigue siendo el lugar de
ciertas actividades fisiológicas, por mucho que se lo llame “aseo”, “lavabo”,
“servicio” o el ridículo “rest room”
(“habitación de descanso”) de los estadounidenses. Y bueno, el propio vocablo
“retrete” era ya un eufemismo, el sitio retirado. Los eufemismos se utilizan
también para blanquear lo oscuro y siniestro, desde aquella “movilidad
exterior” de la ex-Ministra Báñez para referirse a los jóvenes que se marchaban
de España desesperados por no encontrar aquí empleo, hasta el más reciente: son
ya muchas las veces que he leído u oído la expresión “democracia iliberal” para
asear y justificar regímenes o Gobiernos autoritarios, dictatoriales o
totalitarios.
Se trata, para
empezar, de una contradicción en los términos, porque “iliberal” anula el
propio concepto de “democracia”, si entendemos “liberal” en las acepciones
cuarta y quinta del DLE, las que la “i” niega: “Que se comporta o actúa de una
manera alejada de modelos estrictos o rigurosos”; y “Comprensivo, respetuoso y
tolerante con las ideas y modos de vida distintos de los propios, y con sus
partidarios”. Lo conocido como “economía liberal” es otro asunto, que aquí no
entra.
Muchas sociedades
actuales creen que, para que un Gobierno sea democrático, basta con que haya
sido elegido. Digamos que eso es más bien una condición necesaria, pero no
suficiente. Para merecer el nombre, ha de serlo a diario, no sólo el día de su
victoria en las urnas. Ha de respetar y tener en cuenta a toda la población, y en especial a las minorías. Y
ha de ser liberal por fuerza, en el sentido de conservar y proteger las
libertades individuales y colectivas. Y lo cierto es que cada vez hay más
políticos y votantes cuyo primordial afán es prohibir, censurar y reprimir. Las
nuevas generaciones ignoran lo odioso que resultaba ese afán, predominante
durante el franquismo. La censura era omnipotente, casi todo estaba prohibido,
y quienes se rebelaban eran reprimidos al instante: multados, detenidos,
encarcelados y represaliados. Lo propio de los “iliberales” —esto es, de los
autoritarios, dictatoriales o totalitarios— es no limitarse a observar las
costumbres y seguir las opciones que a ellos les gustan, sino procurar que
nadie observe ni siga las que rechazan. Si yo no soy gay, no permitiré que los gays se casen ni exhiban. Si yo nunca abortaría,
ha de castigarse a quienes lo hagan. Si no soy comunista, hay que perseguir a
quienes lo sean. Si no soy independentista, hay que ilegalizar a los partidos
de ese signo. Si no fumo ni bebo, el tabaco y el alcohol deben prohibirse. Si
soy animalista, han de suprimirse las corridas y las carreras de caballos. Si
soy vegano, hay que atacar y cerrar las carnicerías, las pescaderías y los
restaurantes. Esa es hoy la tendencia de demasiada gente “islamizada” y
fanática: lo que yo condeno tiene que ser condenado por la sociedad, y a los
que se opongan sólo cabe callarlos o eliminarlos.
La cosa va más
lejos. Como he dicho otras veces, en poco tiempo hemos pasado de aquella bobada
de “Toda opinión es respetable” a algo peor: “Que nadie exprese opiniones
contrarias a las mías”. Se lleva a juicio a raperos y cómicos por sus sandeces,
se multa a un poetilla aficionado por unas cuartetas inanes sobre la diputada
Montero… O un ejemplo reciente y que tengo a mano: un artículo mío suscitó
indignación no por lo que decía, sino por lo que algunos tergiversadores
profesionales afirmaron que decía. Curioso que ciertos independentistas catalanes
lo falsearan zafiamente a conciencia, cuando no trataba de su tema. La petición
más frecuente fue que la directora de EL PAÍS me echara. Que me silenciara y me
impidiera opinar, por lo menos en su periódico. Ella es muy libre de prescindir
de mi pluma mañana mismo, si le parece, como lo soy yo de irme si me aburro o
me harto de los “lectores de oídas” malintencionados. Pero lo primero que se
pedía era censura. Eso no es propio de demócratas, ni siquiera “iliberales”,
sino de gente con espíritu dictatorial y franquista. Gente que no se diferencia
de Trump cuando llama a la prensa seria y veraz “enemigos del pueblo” e incita
a éste a agredir a los reporteros; ni de Maduro cuando asfixia y cierra, uno
tras otro, todos los medios que no le rinden pleitesía abyecta; ni de Putin
cuando son asesinados periodistas desafectos bajo su mirada benévola; ni de
Bolsonaro cuando hace que una Ministra suya decrete exaltada: “¡Los niños
visten de azul y las niñas de rosa!” Lo peor no son estos políticos, pues
siempre los hubo malvados o brutales. Lo peor es que tantos votantes de tantos
países quieran imponer sus decretos y se estén haciendo “iliberales”, que no es
sino destructores de las libertades ajenas.
© El País Semanal
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