Por Carmen Posadas |
«Obviamente no se trata de un parque para los más
pequeños –explica una psicóloga infantil partidaria de esta nueva forma de
ocio–, pero, a partir de los ocho o nueve años, el contacto con la vida tal
como es y también con la naturaleza es muy educativo. En la ciudad hay niños
que nunca han visto una gallina más que en televisión y piensan que los pollos
vienen de los supermercados».
«La existencia de elementos de la naturaleza en el
ocio es fundamental –continúa exponiendo esta experta–. Basta de
sobreprotección, un niño que juega en la calle gana autonomía, aprende
asumiendo retos y eso lo hará más independiente, no se puede vivir siempre
entre algodones». «El ocio es una forma muy importante de aprendizaje –apunta
otro sociólogo partidario de esta nueva tendencia–. Hay que preguntarse si,
pasados los primeros años de vida, no les estaremos haciendo un flaco favor con
esos parques de suelo antichichones.
Un lugar de entretenimiento sobreprotegido no ayuda
a desarrollar capacidades tan importantes como la inventiva, la creatividad.
Cuando un niño ve un tobogán, puede que sienta cosquillas en el estómago. Pero
cuando ve cuatro palos y un trozo de tela –añade–, es su imaginación la que se
pone en marcha: ¿qué voy a inventarme, una tienda de campaña, un iglú, un barco
con una vela? Basta de darles todo masticadito, de teledirigir todas sus
actividades y/o dejar que pasen horas jugando con la play. Que se
busquen la vida. Que se aburran incluso; el aburrimiento es el padre de la
inventiva. Un niño que primero juega con la consola, luego se sube a un
patinete, más tarde hace yudo, vuela un dron, ve una película, todo dirigido y
tutelado por sus papás, tal vez no se aburra, pero tampoco aprende nada. Que lo
dejen a su aire, ese es el ocio creativo», subraya.
Me interesó mucho leer el artículo en el que venían
reproducidas esta noticia y estas opiniones. ¿Estaremos en el comienzo de una
nueva sensibilidad con respecto a la formación de los más pequeños? Siempre me
ha llamado la atención que los padres actuales sean muy permisivos en ciertas
cosas y enormemente controladores en otras. No parecen darle ninguna
importancia, por ejemplo, a lo que siempre se ha considerado educación:
corregir faltas de disciplina, enseñar modales, controlar egocentrismo y otros
egoísmos (que mi niño haga lo que quiera, no sea que se me traume). En cambio,
son incongruentemente controladores en todo lo concerniente a su ocio: de tal
hora a tal hora toca yudo, más tarde flauta, y después clase de pintura, de
manualidades, de taekwondo, de cocina, de papiroflexia y así hasta la
extenuación del niño y, por supuesto, también del bolsillo del esforzado
progenitor. Por eso me ha gustado saber que existe una nueva tendencia en este
campo. Claro que, como siempre ocurre, algunos se pasan siete pueblos con la pedagogía
de vanguardia. En Japón, por ejemplo, se propugna que lo que ahora llaman
parques aventureros sean «súperreales». Cerrados para estar al amparo de
pederastas pero… con arbustos espinosos, botellas rotas, piedras resbaladizas y
también permiso para encender fogatas. «Igual que Tom Sawyer, igual que los
niños de antes –señalan los orgullosos promotores de estos paraísos salvajes–.
Incluso pondremos algunas caquitas de perro para dar más ambiente», dicen.
Y yo me pregunto: ¿por qué tendremos que pasar
siempre del estreñimiento directamente a la diarrea? ¿No podrían los niños
divertirse como lo han hecho toda la vida? Sin papás tutelando y
teledirigiéndolos a todas horas, pero sin exponerlos tampoco a que cojan el
tétanos en ese superferolítico (y sospecho que carisísimo) parque aventurero.
Vamos, digo yo.
© XLSemanal
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