Por Graciela Guadalupe
Imponderables. Así llamaba la vecina chusma a las
cosas impredecibles que pasaban en aquel barrio de la infancia donde las tardes
se vivían tomando mate, en la vereda. Lo imponderable para ella era lo
absolutamente excepcional. No cualquier asunto. No era mujer de asombrarse por
pavadas. Lo imponderable era una catástrofe, una eventualidad no exenta de
riesgos, una jugada sucia del azar.
Se llamaba Berta, pero le decían "Ponde". No hace falta
explicar por qué. Se había ganado el mote. Cuando ella calificaba un suceso de
imponderable, era el fin, el apocalipsis.
Después, Berta se vino grande y empezó a conceder matices. Ni lo negro
le parecía tan negro ni lo blanco tan puro. Siguió hablando de imponderables,
pero se lo achacaba a cosas cotidianas: una estufa que no encendía; el octavo
hijo varón de la sobrina obsesionada en seguir "buscando la nena"; la
muerte de Capitán, el caniche con ínfulas de rottweiler, o la mayonesa, de la
que empezaba a aceptar que se cortaba por el mal estado de los huevos y no
porque alguien la hubiera mirado fijo.
Berta partió antes de que la política empezara a ser una suma de
imponderables. Y mucho antes de que esas excepcionalidades se potenciaran por
las redes sociales. Ni qué decir de la era de las fake news. De haber
escuchado hablar de ellas las hubiera confundido con el Fanci-Full, aquel
"matizador instantáneo para el cabello" con el que intentaba
disimular sus canas, allá por los 70.
Algunos de los que la conocimos nos entretenemos imaginando qué pensaría
Berta de la Argentina de hoy, de las crisis a repetición, de los espejismos
políticos, del transfuguismo electoral, de los chamanes que ofrecen soluciones
mágicas. Acaso, de la grieta y de los cavadores compulsivos para que el pozo
divisorio nunca se tape porque, abierto, da más ganancia que pérdida política.
Hay quienes dicen que la campaña 2019 todavía no arrancó. En lo formal,
es cierto, pero nadie podrá negar que muchos dirigentes hace rato que vienen
ensayando su puesta en escena electoral. El stand-up del peronismo es,
como siempre, el más activo. Es un escenario de mil puertas donde los que
entran por una salen por otra y vuelven a entrar por cualquier abertura que les
muestre alguna mínima posibilidad de retomar el poder y, con él, el manejo de
la batuta, la distribución de cargos y el látigo parlamentario y judicial. Es
un número importante de actores y, juntos, componen un elenco atractivamente
fuerte. Tanto, que no pocos de los que habían abjurado de él hoy se muestran
dispuestos a compartir libreto, pasar letra y cobijarse en el mismo teatro,
amuchados bajo las mismas luces.
"Para ganarle a Macri hay que conformar un grandísimo frente",
dijo Pino Solanas, hoy cerca de Cristina Kirchner, al igual que los Rodríguez
Saá, que la defenestraban. Empujando para hacerse un lugar en ese redil se
apiñan, entre muchos otros, los excríticos Hugo Moyano, Felipe Solá, Victoria
Donda... Van detrás de la supuesta "Cristina herbívora", de la que no
se come la cancha pateando dirigentes, sino que llama a la conciliación, una
estrategia que la actual senadora ya había ensayado para los comicios de 2017
con buenos resultados, aunque no los suficientes como para ganarle al
"imponderable" macrista Esteban Bullrich.
Cambiemos fue el imponderable más fuerte padecido por el cristinismo en
las presidenciales de 2015. Cristina, el de Macri, cuando se negó a traspasarle
los atributos del mando. Gabriela Michetti, también de Macri cuando se anotó en
la carrera por la Jefatura de Gobierno para competir con Rodríguez Larreta,
candidato macrista por excelencia. Ricardo Alfonsín, de Cambiemos, cuando
critica a la coalición, pero discute internas. Néstor Kirchner fue el
imponderable de Duhalde, al desconocerle su paternidad, y Menem de Néstor, al
cederle la paternidad, huyendo del ballottage. Y vaya si lo fueron aquel viejo
salto borocotiano en el Congreso, Lilita diciendo: "Mi límite es
Macri", o el propio Macri en spots de campaña prometiendo bajar los
impuestos, la inflación y la pobreza.
Seguramente, la Berta joven estaría tratando en análisis el derrotero de
la carrera política de Lousteau; los asesoramientos de Grosso y de Corach a
Cambiemos, y el último espectáculo de Midachi, con el exembajador de Panamá, en
minifalda, de vuelta en el papel de La Tota. Estaría también preguntando cuál
fue el imponderable que llevó a Margarita Stolbizer a aliarse primero con Massa
y, después, a acusar a Pro de haber sanciona-do la ley para que los vecinos
"le financien la campaña pintando sus veredas de amarillo", cuando el
proyecto para delimitar los garajes particulares había sido presentado por un
legislador de su propio sector. Margarita dijo que fue un mal chiste. ¿Fue un
chiste?
Cuando los dirigentes cambian de sector político, ¿cambian realmente de
ideología? Cuando se borocotizan, ¿no están rompiendo el contrato tácito que
los electores hicieron con ellos a la hora de elegirlos? ¿Qué grado de
responsabilidad tenemos los electores que aceptamos que lo vuelvan a hacer?
En esas disquisiciones andaría la Berta joven, la que detestaba a los
que confunden las bases de Alberdi con las postas del albedrío. La anciana, la
más condescendiente, apenas si estaría lamentándose ante el corte de la
mayonesa.
© La Nación
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