Por Martín Caparrós |
—Se murió mi mejor amigo el año pasado y ni ahí
sentí tanto dolor.
Dice, y yo no puedo soportarlo. Lo entendí, como
suelo, un poco tarde: “Me gusta el fútbol”, pensé, “pero hay momentos en que no
me gusta que me guste”. Fue el efecto final de aquellos días intensos. Este
diciembre el deporte sudaca tuvo su momento más global: Boca y River y la
Asociación del Fútbol Argentino y la Confederación Sudamericana y el Estado
argentino fueron incapaces de organizar un partido de fútbol en Buenos Aires,
así que ese partido se jugó en Madrid y
el mundo habló de él.
Con él había llegado a la ciudad un leve pánico:
miles y miles asustados por la amenaza de los hinchas argentinos en vivo y en
directo, medios golosos, policías alerta. En esos días la cultura argenta hizo
su aporte más reciente al léxico hispano: la palabra quilombo —lío, caos y,
antes, prostíbulo y, antes, refugio de negros
cimarrones— se instaló en el habla de los madrileños. El miedo se les
mezclaba con cierta admiración: la “pasión” —cuánto despilfarro de la palabra
pasión— que desplegaban los hinchas argentinos los remitía a un supuesto estado
originario, natural, el hincha en su versión más pura, el hincha por
excelencia, el hincha como debe ser: el hincha como bestia apasionada.
Y la idea de que no hay como los argentinos para
serlo. Nos lo hemos trabajado. Llevamos años armando nuestra imagen de nosotros
mismos sobre ese postulado: que somos los que más sentimos eso que todos miran
sin saber sentirlo. Nuestra vehemencia, nuestros cantos, nuestras hinchadas son
el nuevo tango: la demostración de ese profundo sentimiento que se supone que
nos identifica. El fútbol argentino es malo, pero sus hinchas son los más
mejores.
El desarrollo del hinchismo argento tiene —como
todo— sus razones. La principal sería el despojo: desde que el país se transformó en productor de
carne de futbolista para la exportación, desde que su fútbol se
volvió tan pobre —en todos los sentidos—, los futbolistas argentinos son seres
transitorios. Cuando yo era chico los equipos —los once que hacían un equipo—
eran canciones que duraban años, que aprendíamos de memoria, que recordábamos
como marcas de fidelidad. Ahora —en los últimos veinte o treinta años— los
futbolistas pasan raudos por los clubes en su camino a mejores destinos y los
únicos que permanecen y duran son los hinchas. Sus propias canciones lo
celebran: “[…] pasan los años, pasan los jugadores / la Doce está presente / y
no deja de alentar”, se canta la barra de Boca.
O sea: el hincha es lo único firme en un mundo que
se escapa incontenible. Por eso, supongo, los hinchas argentinos se han
convencido de que lo más importante del fútbol son ellos, y que deben actuar en
consecuencia. Lo cual, en general, significa declararse incondicionales, estar
dispuestos a “matar o morir por los colores”, justificar por ellos todas las
barbaries.
Así, la violencia que define al fútbol argentino
—que lo vuelve el único en el mundo incapaz de organizar partidos con hinchas visitantes—
está en las manos de unos pocos y en la cabeza de casi todos. Es cierto que la
llevan adelante unos grupitos; también es cierto que la justifica el clima
cultural, ideológico de la mayoría. Y supongo que no se acabará mientras esa
cultura predomine: mientras se mantenga como modelo el mito del hincha a quien
nada le importa más que su equipo, que cree que por él vale la pena cualquiera
cosa.
Yo no sé qué hacer con eso. Creo que hay que poder
ser hincha sin que eso signifique volverse un ser repugnante, un ser que
representa tantas cosas que yo no querría representar. No ser alguien que cree
que no hay nada mejor que ganar, no ser alguien que postula que cualquier medio
es bueno para llegar a ese fin, no ser alguien que puede gritar “Negro de
mierda”, no ser alguien que puede descalificar al adversario llamándolo puto,
no ser alguien que tiene o contiene tantos problemas con la sexualidad que para
decir “Te ganamos” dice “Te cogimos”. No ser alguien, sobre todo, a quien nada
le importa más que eso.
No quiero resignar la posibilidad de seguir algo
que me da gusto, que me interesa, que me excita. Pero me saca las ganas ver el
lugar que ocupa para tantos. Que se les vuelva un mundo cerrado,
autorreferente, donde el fútbol sirve para pensar en fútbol que sirve para no
pensar en otras cosas. O para no sentir otras cosas: que sirva como sustituto,
la fuente de supuesta intensidad en vidas resignadas. Que sirva como simulacro:
la pasión en el lugar del juego, la aventura de no arriesgar nada importante,
tanta energía para tan poquito.
Mientras siga siendo así, mientras siga ocupando
más y más lugares, mientras siga justificando más y más vacíos, me será cada
vez más incómodo. Sospecho que no estoy a la altura; lo empecé a sospechar en
esos días madrileños de fastos futboleros, de despliegue orgulloso de la pasión
por las pelotas. Cuando hubo muchos que se endeudaron, que se jodieron la vida
para venir a ver ese partido, y se jactaron de su sacrificio: los hinchas
verdaderos.
—Se murió mi mejor amigo el año pasado y ni ahí
sentí tanto dolor.
Ustedes disculpen, pero me dio asco. Basta de
relativismo cultural. Hay cosas que están mal. Si el fútbol es un tinglado
capaz de hacer que un idiota sienta que una derrota —que el hecho de que once
muchachos vestidos de blanco hayan introducido ese cuero en un arco más que los
de azul— es más dolorosa que la muerte de su amigo, el fútbol es el enemigo. Y
lo será mientras no consigamos repensarlo y empezar a disfrutarlo como se
merece: con placer, con distancia, con orgullo, con la dosis justa de desdén.
Como si nos importara que no nos importara demasiado.
El fútbol es un juego, un show, un
entretenimiento, noventa minutos de tensión que cada tanto te sacan de tu vida
—y se terminan y te vuelves—. Olvidarlo es caer en la más boba de las trampas,
olvidar que la vida está en otra parte. Como dijimos aquí mismo entonces: hay
muchas cosas por las que vale la pena jugársela; el fútbol no es una de ellas.
Si alguien piensa que sí, no es ejemplo de nada: es un enfermo, habría que
ayudarlo.
© The New
York Times
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